HUIRO VARADO/ HUIRO BARRETEADO

Gaspar Peñaloza

 

En la caleta, si no eres pescador o trabajas en buceo, escasea la pega en invierno. Al mismo tiempo, se puede vivir con muy poco, en eso pude enganchar con una ex profesora de la u que le escribí por tincada y me respondió con la misión de transcribir unas entrevistas. Así, un tipo se enteró que hacía transcripciones y me contactó para transcribir entrevistas a sindicatos de pescadores de Caldera en torno a una desalinizadora de la gran empresa minera CAP que se quería instalar en el lugar. Es precario el trabajo de transcribir y mal pagado, pero aparte de necesitarlo con urgencia se siente un morbo al entrar en otro mundo y escuchar a alguien hablando tan seriamente, dando la vida por un tema que no sabías que existía hasta que lo escuchas en sus voces.

Más allá del problema específico de la desalinizadora, me quedo con el relato de los huireros de orilla, quienes recogen el huiro (árboles submarinos) que el mar bota y lo venden para tratarlo y revenderlo a China. La recolección de huiro lleva muchos años, yo lo veo día a día frente a nuestra casa. Pasan a las cinco de la mañana caminando, cada uno tiene su sector, van separando por tipos y haciendo atados; en la tarde una camioneta pasa a buscar los atados y los van acopiando en un camión.

El Recolector de orilla más excéntrico de la caleta se llama “Medallita”. Se viste con unas botas de caucho cortadas al tobillo, unos pantalones que le llegan hasta la mitad de las canillas y una chaqueta grande; en la cabeza lleva un casco minero. Cada vez que uno pasa por al lado te pregunta ¿cómo le va caballero?  o intenta que lo lleven a ver Ballenas, pero al profundizar un poco más con él es difícil no notar a través de su verborrea lo despegado que está su cerebro. Te habla de invasiones gringas y noticias de los sesenta solapadas con hechos actuales y despotrica contra nombres de políticos que al pronunciarlos falla su modulación y podrían ser de ahora o de antes. Todos se preguntan cuánto dinero hay bajo su colchón porque el huiro deja y Medallita no se da ningún día libre, tampoco frente a su evidente estado mental uno se imagina en qué gastará su dinero. En las grabaciones que escuché los huireros decían que se podían hacer fácil dos millones a la semana, mucho más que lo que se gana al recolectar palabras varadas, perdón, grabadas.

Es tanto lo que empezó a costar el huiro que ya no les bastó con recoger lo que había en la orilla, sino que fueron obligados por la ambición a entrar al mar, sumergirse en él y arrancar el bosque aún vivo. Esta pega es para un sujeto totalmente distinto a Medallita, hay que ser fuerte, rápido y vivo. Bajan con chuzo en mano, que acá se llama barreta, y pegándole arrancan las matas de raíz. El huiro es la maternidad de la vida submarina, ahí se desova entre otras cosas y más de setenta especies dependen de él. Contaba uno, que con toda la vida que se desparrama, llegan peces grandes como pejeperros a comer y los van aguachando y al final de la faena piden el arpón y los asesinan. Cualquiera puede asesinar a un pez mientras lo alimentan de aire bajo el agua.

Van talando y amarrando cabos con las matas y las van subiendo al bote. De lejos, al clásico bote amarillo de pescadores le va apareciendo un segundo piso que a veces dobla su ancho original. Los botes se vuelven más pesados y pierden la parsimonia de su bamboleo. Incluso algunos le echan tanta carga que suceden accidentes, les entra agua al bote y ciertos tumbos los tumban y tienen que tirar todo el huiro para abajo. Doble pérdida. Cuando llegan al muelle hay un camión pluma esperándolos que carga todo el huiro en su espalda, directamente del bote a veces. En el piso del muelle quedan agonizando nonatos bentónicos, pequeños crustáceos y otros tipos de vida en ciernes. Al final, se puede ver a esos camiones abandonando la caleta por el único camino de entrada y salida con todo su bosque submarino a cuestas. Vuelven en forma de camionetas cero kilómetros, plasmas gigantes, whiskies, cocaína y pilchas que usa el reggaetonero de turno.

Se gana bien deforestando. Un cabro que comienza a barretear se puede hacer hasta cien lucas al día, un dueño de bote o un buzo bueno hasta cinco o diez veces más. Pero los que realmente ganan plata son los dos grandes compradores, caletinos igual, pero que procesan el huiro en medio del desierto, lo secan y chipean, y lo exportan ganándose hasta cincuenta palos en la pasá. Lo hacen a costa de sus propios amigos; el trabajo forzado buceando tiene sus peligros y no se suelen respetar a cabalidad los protocolos. Todos esos cabros van a llegar a viejos con las articulaciones llenas de nitrógeno.

Observar un bosque de huiro sano bajo el agua es muy placentero. Los peces intuyendo el bamboleo de sus ramas y colándose y escondiéndose entre ellas. El café en el azul, la luz que les entra en el atardecer, pero quedan cada vez menos y en lugar de ellos van dejando cementerios, geografía pelada que exigen un descanso para poder despertar y retomar la vida. 

 

 

 

POR QUÉ VAMOS A LA PROFUNDIDAD

El mismo Piri una vez mientras miraba un partido de fútbol tomándose un botellón después de haber bareteado huiro todo el día dijo : yo soy el buzo que ha bajado más hondo en esta caleta, entre más hondo estoy, más libre me siento. Para los que han hecho del buceo su trabajo esto tiene una explicación biológica. El nitrógeno no puede salir del cuerpo con la presión del agua y al no hacer las paradas de descompresión, que a veces pueden ser horas y suelen saltárselas, comienzan a acumularlo en las articulaciones. Los niños dicen que han pasado a ver al Piri en la tarde y está echado con las piernas arriba, padeciendo a guata pelada, donde se le dibujan unos moretones. Ese mismo día, intentó dar un pase webiando afuera de la cancha y terminó en el piso, dándose golpes en la rodilla para que reaccionara. Hay buzos que salen “pillados de máquina” y mueren un rato después o necesitan tratamiento de urgencia, hay a quienes nunca les pasa, pero todos van acumulando nitrógeno en el cuerpo, que siente como un cosquilleo que va volviendo torpe las articulaciones, pero cuando se sumergen el nitrógeno se contrae y se sienten ágiles de nuevo. Por eso, entiendo las palabras del Piri, incluso no es necesario tener mal de presión para sentirlo, el hecho de moverte sin gravedad y respirar aire enlatado es liberador, para qué hablar de la embriaguez y la risa que te da la profundidad, pero hay más.

Desde siempre (y esto va para buzos comerciales, artesanales, recreativos y exploradores) el humano ha querido estar solo. Sin nadie alrededor, pero también, en lugares donde ni su vida ni su lógica no se haya asentado. Esto es paradójico, porque detrás de grandes exploraciones han venido civilizaciones invasivas y disfrutar ser el primer humano en un lugar sin humanos o sin tu cultura es como negarse a uno mismo y estar dispuesto a desintegrar un misterio por ser intolerante a la ignorancia. En el momento en que se llega a este espacio virgen, deja de serlo. Aparentemente eso nos hace gozar. Algunos que escapamos de la civilización valoramos estos lugares menos intervenidos, pero no podemos escapar, la civilización nos sigue y contribuimos sin querer a erosionar esos nuevos espacios. Eso no le quita brillo, al estar sumergido en esta gran masa de agua inexplorada nos sentimos libres de una segunda forma, digamos mental.

Me acuerdo que en el comienzo de las partidas de Age of Empires, un juego de computador en el que había que construir una civilización y batallar con las demás, aparecía un rectángulo en el costado inferior con tu pequeño territorio iluminado y todo lo demás en penumbras. Uno mandaba un explorador para ver donde estaban los enemigos y los recursos naturales. Al paso del caballo, el pequeño rectángulo se iba iluminando. El último gran “descubrimiento”: territorio que se iluminó, para el jugador europeo, pero también como experiencia de la cultura, fue nuestro continente, aunque dudoso, porque acá sí había personas, pero lo podemos decir así, porque seguimos bajo ese relato. Cuando ya no quedó más tierra que explorar, seguro todas las metáforas tuvieron que cambiar, la ilusión de que haya una tierra impoluta inevitablemente cortó las alas de la humanidad, a la que no le quedó otra que mirarse sus pies, sus horribles construcciones, que tachan la tierra y sus relieves. Solo quedaban dos lugares a los que no podíamos acceder sin tecnología respiratoria: el espacio y el océano.

Dicen que sabemos menos del océano que del espacio, puede ser, lo que es cierto es que solo conocemos un 5% del mar. En nuestro planeta hay más océano que tierra, es decir, si hay un territorio inexplorado cuyo intento de descubrirlo nos permite evadir nuestra existencia sin sentido y la acumulación de errores sociales y todo el caos de las mentes disparando hacia todos lados sin posibilidad de ordenarse, es la profundidad. Es lo único que sigue alimentando la exploración, al menos en términos materiales, y es resistente a ese deseo porque no podemos estar ahí sin limitación de tiempo, tenemos que llevarnos nuestro oxígeno con nosotros. Ahora, llegar a un lugar es solo el primer paso para explorar, luego de eso queremos entender por qué esas algas se comportan así, por qué tal pez cambia de forma. Cuando uno está bajo el agua siente eso, estar observando una porción de un ecosistema gigante que responde a otras reglas basales que el nuestro y esa es una tercera libertad: poder observar un mundo salvaje protegido por nuestra incapacidad de respirar bajo el agua.

Hacer un buceo es todo un ritual.  Se cargan las botellas con aire el día anterior, se llega temprano, cada buzo arma su equipo y es responsable de que funcione porque si falla puede morir, te pones el traje, se cargan los equipos en el bote. Una vez en el punto cada uno comienza a equiparse y se arman las duplas. Nunca puedes perder de vista a tu dupla, bajo el agua te comunicas con ella con señas porque no se puede hablar; cuando uno bucea con alguien que quiere después lo quiere más, cuando no lo conoces es una forma fértil de comenzar a conocerse. Justo antes de caer al agua, aunque sea el buceo más rutinario, naturalmente se da un momento de silencio, respeto y tensión. Se pregunta ¿libre atrás? Para no caer encima de nadie, si está libre uno cae, te miras con tu dupla, pulgar hacia abajo, comienza la inmersión. Acabas de chocar contra una capa de agua y ahora la atraviesas hacia un nuevo mundo. En los primeros tres metros te encuentras con la tensión superficial que cuesta romper, luego simplemente caes en cámara lenta, como si el centro de la tierra te estuviera atrincando con una cuerda, uno infla el chaleco para resistir su llamado.

 

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Gaspar Peñaloza es escritor. Autor de Sedimento (Aparte, 2018) y Orbificios (Ctenophora, 2021).

© Fotografías: Javiera Céspedes R. Socióloga.

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