Laboratorio y vida, por Mary Luz Estupiñán

Laboratorio y vida, por Mary Luz Estupiñán

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A propósito de Microscopio invertido, de Jorge Díaz*

 

Microscopio invertido

Microscopio invertido es, antes que nada, un instrumento de trabajo, como lo es el lápiz, la máquina de escribir o el computador. En la foto que acompaña este texto vemos a Jorge Díaz junto a uno de ellos. Es un instrumento cuyo modelo inaugural se remonta a mediados del sigo XIX (1850), tan solo unos años antes de que la homosexualidad fuera patologizada (1869) y se convirtiera en un dispositivo de disciplinamiento de la sexualidad no heteronormada. Cercanía temporal que los discursos de la medicina, el derecho, la psicología y la literatura se encargarán de anudar bajo el adjetivo invertido. De ahí en más un discurso amparado en la autoridad de lo “científico” describirá, clasificará, taxonomizará e institucionalizará perversiones y parafilias. La clandestinidad, el secreto fueron algunas de las formas forzadas para esos deseos proscritos, esos cuerpos extraviados, esos amores prohibidos, que, sin embargo, hallarán la forma de excederse, de enunciarse. “Soy el amor que no osa decir su nombre”, afirmó públicamente Lord Alfred Douglas, en 1894 (Sedgwick 99). Transgresión, subversión, transcreación son algunos nombres de esa política. En el camino, es cierto, han quedado muchas vidas, muchos cuerpos. ¿Cómo llorar esas vidas? ¿Cómo hacer que esos cuerpos importen? Ese es pues uno de los gestos de Microscopio invertido, ahora pensado como libro. Convocar memorias, nombres. Registrar la fragilidad de esos archivos.

Los microscopios, sabemos, permiten ver allí donde el ojo humano no alcanza. Un microscopio invertido mejora la calidad de la imagen. Y son ideales para “el análisis de nuestras vivas”, como reza un manual de uso. Pero un microscopio invertido es, sobre todo, un modo de mirar. De mirarnos, de mirar a los otros. De mirar la ciudad y la sociedad. De volver a mirar lo que ya vimos, sea en el laboratorio, sea en la vida, bajo una óptica invertida, como nos invita a hacerlo el autor: “tenemos que volver a mirar las células, los virus, los microorganismos, las moléculas no bajo una óptica androcéntrica, sino que tenemos que mirar la vida biológica que puede existir bajo un microscopio en relación a lo que está pasando en la sociedad donde vivimos” (92).

Al operar ese deslizamiento es que Jorge pregunta ¿Quiénes somxs los virus? Las mujeres, lxs maricas, lxs trans, las lesbianas, lxs que tienen sida, lxs migrantes, lxs disidentes, lxs depresivas, las que alguna vez han tenido una ITS (¡¿quién no?!), las invertidas, lxs raras, las mujeres solteras, lxs sodomitas, lxs, pobres… (111). Pero los virus, ahora lo sabemos mejor que nunca, son resistentes, difíciles de erradicar.

Un microscopio invertido permite ensayar con lo cotidiano. Permite rever las palomas del centro de Santiago, que aunque sean tildadas como “ratas con alas” por unos, pueden llegar a ser parientes preciadas para otros. Reparar en las marcas de la pandemia de los cuerpos famélicos de los gatos en los tejados. Acercar las frutas podridas a los cuerpos en descomposición. Desviar, extraviar, descentrar, torcer los ojos. Los “desvíos ópticos” permiten “enfocar los ojos en esos cuerpos de género extraviado” (118). Una mirada extraviada es aquella que se posa sobre los cuerpos disidentes que no vemos. Unos ojos descentrados que reparan en esos personajes que habitan los bordes de la ciudad. Unos ojos nublados que advierten el cansancio del cuerpo trabajador, la soledad de la vejez, la tristeza del cuerpo despojado. Esa tristeza que vacía la ciudad, las calles, el metro, las vidas.

Ese modo invertido de mirar exige también otra escucha. Una escucha que filtre la médula patriarcal-dictatorial. Esa que enseñó a: “no escuchar a nadie en la calle, no hablar con extraños en el metro, escapar de la gente que parece desquiciada, no hablar con la gente en el bus”. (145) Ese golpe a la palabra que fue el Golpe reclama reparar aquello que suena como ruido en unos oídos constreñidos.

Y, por último, ese modo invertido de mirar implica otro modo de narrar. Uno que incorpore los fracasos y rechazos, que documente las fallas. Esto lo posibilita, dice Jorge, una ciencia feminista que registre “todas esas imágenes residuales para producir otro modo de conocimiento” (82). Otra ciencia, otra vida.

 

Escuela

Cuando pensamos la escuela, y digo escuela en un sentido amplio (primaria, secundaria, universidad), solemos hacerlo re-marcando su peso negativo. Su connivencia con la dominación. Su poder para producir cuerpos dóciles. La narramos bajo el signo del tedio y la repetición estéril. En su lado adoctrinante y autoritario. Como lugar de reproducción de las asimetrías sociales e intelectuales.

Difícil resulta reparar en su don de vida. Echar luz en esos bordes es como buscar hongos en un ambiente dañado. Pero para quienes venimos de realidades adversas, la escuela también ha sido un refugio. La escuela nos habilita el ingreso al mundo. Nos permite salir de un mundo familiar, estrecho, hostil y, hasta, opresivo, para ingresar a otro, que sin dejar de ser hostil, es un mundo en común, que es ahí donde se da nuestro encuentro con las y los otros.

En medio del desamparo neoliberal y de la violencia patriarcal, siempre habrá una mano cálida que tome esa alita rota, ese niño afeminado, ese nieto tarado, esa fruta podrida. Como la señorita Margarita, la profesora de castellano de la que habla Jorge. Siempre habrá una esquina que acoja a los extraviados como esas “bibliotecas de los colegios de educación básica”, que han sido y, tal vez sigan siendo, refugios disidentes. “Eran bibliotecas pobres pero llenas de ficciones donde escondernos, con historias épicas de otros tiempos y lugares: el río Misisipi, Atenas, París, Creta” (22).

Fue, por cierto, también una biblioteca, aunque no tan pobre, el refugio que acogió a una Marie Curie recién llegada de Polonia a Paris. Escribimos a través de nuestras madres, decía una Virginia Woolf de hace casi un siglo. Qué es una Marie Curie en la escritura de Jorge sino uno de esos nombres maternos que cosen la memoria díscola. Ese encuentro se da en / gracias a las páginas de un cuaderno de laboratorio en el que se juntan ciencia y vida. La biblioteca, decía, puede ser algo más que un frío acervo, puede ser un albergue de memorias afectivas. La escuela permite encuentros inesperados. Encuentros que toman la forma de libros, como ese que tuvo el autor con La Divina Comedia, en un curso sobre Dante. Aún quedan luciérnagas.

 

Encuentro

Son pocos los recuerdos que guardo de mis clases de biología en la secundaria. Solo retuve algunos nombres. El de Mendel y sus experimentos con guisantes. El de José Celestino Mutis y sus expediciones por la Nueva Granada y, como no, el de Alexander von Humboldt y sus expediciones americanas. Botánico, geógrafo, matemático, médico y profesor de español, el primero. Polímata el segundo. Eso era todo. Pero Mendel y Mutis eran además sacerdotes en una época de dominio imperial / colonial. Un colonialismo que hacía extensiva a la naturaleza su lógica de dominación. Estos vínculos no se explicitaban en la secundaria, claro, los vine a establecer mucho años después.

Puedo decir que mi primer encuentro con la biología fue en la universidad. Por alguna extraña razón tomé un ramo de formación general en la escuela que la impartía. Mi carrera era de idiomas en una universidad publica. Me adentraba en una lengua que, debo reconocer, no entendí mucho: células eucariotas y procariotas. Núcleo, nucléolo, ribosoma, mitocondria. Resuena en mi memoria su sonoridad. Una memoria que Microscopio invertido vino a activar. Ese fue todo mi ingreso a la biología en la Universidad. No fue, por supuesto, mi mejor ramo de formación general.

Fue un saber muerto, estancado. Me provocó un disgusto personal por la incomprensión. Me dejó una leve frustración que sólo vino a revertirse cuando leí años después a Donna Haraway. Fue todo un descubrimiento ver ante mí lo que la biología puede. Descubrí cruces insólitos entre saberes aparentemente dispares, como son la biología, la literatura y el feminismo. Esos saberes adormecidos, excesivos para una formación en lenguas, se pusieron en movimiento para rever la biología como un relato, como una forma de narrar que nos presta su arsenal, como una fuente de tropos para crear nuevas relaciones, explorar vínculos, basados en la cooperación, en la simbiosis y en otras formas de creatividad, tal como insiste Jorge de la mano de la misma Haraway.

Microscopio invertido nos recuerda la riqueza de ese mundo de hongos, bacterias, levaduras, lípidos, moléculas, proteínas y aminoácidos. Esa riqueza se nubló en mi primer encuentro consciente con la biología, pero ha sido la perspectiva feminista la encargada de recordarnos los vínculos vitales que nos atan a ella. Para que este encuentro tenga lugar necesitamos sacarla del espacio disciplinar, como lo hace y nos invita a hacerlo el autor que nos convoca: “No es posible que la biología sea propiedad de los biólogos, la biología es una narración que ha sido hecha para todos. Es quizá una de las historias más fascinantes que se hayan escrito, pero también la más capturada por la especialización y la segregación en la universidad contemporánea” (79).

 

Escribir

Al avanzar en la lectura tenía una sensación vaga, aunque cautivadora, una sensación de entrar en un lugar atiborrado, mezclado, misceláneo, heterogéneo. Poesía, apuntes, crónicas, notas al pie, citas y lecturas, todo está entretejido en estas páginas. Al final la sensación se convirtió en imagen. Y es el mismo Jorge, ahora de la mano de Carmen Berenguer, quien me la confirma. Ingresar a esta escritura es como ingresar a un bazar de barrio. “…un libro puede ser como un bazar de barrio donde hay de todo” (187), esa es la lección que Jorge aprendió de Carmen y es lo que nos ofrece en estas páginas.

¿Quién está autorizado para escribir? ¿Cuál es ese cuerpo que escribe? ¿Cuál el que se escribe? Esas parecen ser algunas de las preguntas que Jorge formula. Para ello se apoya en una cita de Gloria Anzaldúa que también cito: “¿Quién nos dio el permiso de realizar el acto de escribir? ¿Por qué será que el escribir se siente tan innatural para mí? ¿Por qué me siento tan obligada a escribir? Porque la escritura me salva de esta complacencia que temo. Porque no tengo otra alternativa. Porque tengo que mantener vivo el espíritu de rebeldía y de mí misma. Porque el mundo que creo en la escritura me compensa por lo que el mundo real no me da” (158).

Jorge no pide permiso. Jorge escribe. Escribe contra. Contra el androcentrismo. Contra la heterosexualidad obligatoria. Contra la colonización neoliberal de la vida y del deseo. Contra los protocolos de la escritura científica. Escribe para existir. Ensaya. Y qué es ensayar, si no experimentar. Qué es la escritura, si no un laboratorio. Es la vida la que entra al laboratorio. Pero también el laboratorio el que se expande y contamina la vida. De eso trata este libro, sobre laboratorio y vida. Es, incluso, un laboratorio de vida.

 

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Texto leído en la presentación del Microscopio invertido (Libros del cardo) en Valparaíso el 22 de abril.

Foto: © Paz Errázuriz