«La crisis no moderna de la Universidad moderna» en la perspectiva de una lectura generacional, por Álvaro Monge Arístegui

«La crisis no moderna de la Universidad moderna» en la perspectiva de una lectura generacional, por Álvaro Monge Arístegui

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La crisis no moderna de la Universidad moderna, de Willy Thayer, en la perspectiva de una lectura generacional[1]

Por Álvaro Monge Arístegui

 

         Veinticuatro años después de su primera edición es reeditado el libro de Willy Thayer, La crisis no moderna de la universidad moderna. Puesto que Chile es un país mezquino en la preservación de su acervo escritural –salvo como intento por administrar hegemónicamente una tradición o firma prestigiosa– es razonable suponer que los editores tienen la convicción de que “algo” de este libro es capaz de interpelar al presente. Me refiero a un presente, a una “actualidad”, cuyo signo más notorio es su crisis, tal como explicita la contraportada.[2]

            Inevitablemente la relectura de La crisis… posee los visos de una experiencia autobiográfica para quienes, al momento de su publicación, estudiábamos Filosofía en la extinta Universidad Arcis y pudimos asistir, con mayor o menor interés, con mayor o menor regularidad, a variadas discusiones y seminarios en torno al libro. En aquel tiempo, los nuevos modos de producción académica y los procedimientos telemáticos –hoy consolidados de forma tan abrumadora– recién emergían, y es en virtud de la relevancia que dichos problemas ocupan al interior del texto de Thayer que se puede explicar, por lo menos en parte, la capacidad persuasiva del mismo.

            La crisis no moderna… desarrolla, con pormenorizada documentación histórica y perspicacia filosófica, como la universidad moderna se constituyó, discursivamente, a partir de dos grandes modelos. Uno es el de la universidad francesa napoleónica –de inspiración cartesiana-comteana– que se materializa, institucionalmente, en la refundación de la Universidad de París (1806) y la posterior centralización de todos los establecimientos de formación docente (1810). El segundo paradigma, la universidad filosófica alemana, está representado por la fundación de la Universidad de Berlín (1810) y los debates filosóficos que le rodearon. Protagonistas centrales de estos debates fueron figuras como Humboldt, Fichte y Schleiermacher. En la universidad francesa se tuvo como principio orientador la instrucción técnico profesional, con vista a la consolidación del Estado nacional, mientras que la universidad alemana se pensó a sí misma como universidad filosófica, cuya actividad primordial era el saber de naturaleza especulativa, un “saber del saber”, que subordinaba la formación profesional a tal principio.[3] Ya sea en su vertiente “positivista” o “reflexiva”, “profesionalizante” o “investigativa”, la universidad moderna se caracteriza por inscribir y legitimar su actividad como “pregunta por el sujeto del objeto, por la enunciación del enunciado” (Thayer 141) y es en tal sentido que adquiere plena legibilidad su concentración en los aspectos metodológicos del conocimiento.

            En la reconstrucción argumentativa que Thayer propone desempeña un papel determinante el breve opúsculo de Kant, La contienda entre las facultades de filosofía y teología (1798). Es sabido que dicho trabajo se origina en la censura que el rey de Prusia, Guillermo Federico II, aplica a La religión dentro de los límites de la mera razón, bajo la acusación de “tergiversar y despreciar algunas de las doctrinas fundamentales y más importantes de la Sagrada Escritura y del cristianismo” (Cassirer 458). La respuesta-defensa de Kant comienza por describir la estructura de la universidad de su tiempo –organización debida al gobierno– y luego detalla el contenido de esa jerarquía. Las facultades superiores son las de: Teología (preocupada del bien eterno); Medicina (preocupada de la salud corporal); y Derecho (preocupada del bien civil, en cuanto miembro de la sociedad); la facultad inferior es la de Filosofía. Es una clasificación no exenta de sarcasmo que se sustenta en el influjo que las mencionadas facultades pueden ejercer ante la opinión pública. La facultad de filosofía es completamente libre y sólo se debe a la búsqueda de la verdad, pues su actividad no está mediada por el interés. Su “inferioridad” radica en la molestosa aceptación, para el sentido común, de sus preceptos, así como en el examen crítico al que debe someter –tal es su esencia– a toda doctrina y, por ende, a las “facultades superiores”.

            Si, modernamente, la universidad es la institución que administra el saber y la verdad,[4] ¿de qué modo se relaciona, o se debería relacionar, el saber, la búsqueda de la verdad, con el poder político? Los límites de la universidad (las murallas del campus) son una frontera que oculta y visibiliza, el conflicto permanente entre el saber y el poder político. La autonomía y la heteronomía traman la existencia humana y por consiguiente a la universidad y al poder estatal. No se trata de que cada cual represente un polo excluyente sino que, en dicha tensión categorial, se configura la existencia humana moderna. Es así como la institución universitaria, en su origen, se encuentra acosada por una exterioridad que rebasa una determinación puramente racional. Lo razonable, lo ilustrado, para Kant, es actuar “como sí” la superación del conflicto entre saber e interés fuese posible (lo que no quiere decir que éste no exista o vaya a dejar de existir).

            La sociedad moderna se configura en una condición de crisis permanente y por ello el discurso crítico le resulta consustancial. En su origen, la cultura moderna, dispone de una voluntad de ruptura con la tradición –con las preconcepciones heredadas– y elabora nuevos fundamentos que cuestionan, y hacen entrar en crisis, de manera continua, tanto esa tradición como el presente. Por lo tanto, hablar de “crisis moderna” es una especie de tautología. No obstante, la conceptualización crítica –cuya aspiración enfática era la de organizar como totalidad coherente el absoluto desorden de lo empírico– siempre debió contar con el carácter tardío, o post-festum, del pensamiento respecto a lo acontecido y a la historia. De tal modo, la universidad moderna, siempre contó con un sistema institucional de relevo que le permitiese superar su crisis y así también “de tanto en tanto amplía sus protocolos para apropiar la barbarie experiencial, las fuerzas no universitarias del cuerpo” (Thayer 31).

            En cambio, la “crisis no moderna” cancela la posibilidad de transformación y de posicionamiento crítico y reflexivo –inclusive post festum– frente a la actualidad. La revuelta estudiantil de Mayo de 1968 es el acontecimiento que sella el fin de la (idea de) revolución, del entusiasmo y del progreso. Esta es una crisis categorial, institucional y política, que no destruye la universidad, puesto que ella ha invadido la totalidad de lo existente (“todo habla universitariamente; nada habla de la universidad” (Thayer 86). La “subjetividad universitaria” actúa como dispositivo totalizante que pone en cuestión cualquier agenciamiento crítico y, por lo tanto, la afirmación certera de un “nosotros” que lo haga posible. Entonces, la universidad contemporánea –donde contemporáneo nombra una modificación de los fundamentos, descritos en el inicio de esta nota– exhibe la paradoja de verse sobrepasada por “las operaciones efectivas del saber” y por la constatación de que hay “Importantes regiones de saber no susceptibles de formación, evaluación ni control universitario” (Thayer citando a Derrida, 21).

            Considerando lo anterior –pero queriendo ir un poco más allá, y tal vez siendo un poco abusivo– se puede sostener que La crisis no moderna… es un libro muy “fechado”,[5] sobre todo en el uso de giros, palabras, e inflexiones que revelan un “Ochentismo” notorio. El importante uso que Thayer hace de dos conceptos (Kitsch y Clip) vuelve pertinente tal apreciación. ¿Quién utiliza, hoy en día, estas palabras? A pesar de que el libro no precisa el significado de esos términos, ellos sobre vuelan continuamente sus páginas, ya sea como estilo (escritura) ya sea como atmósfera (contexto). El escritor Hermann Broch desarrolló, en varios ensayos que tratan acerca de la “Viena de fin de siglo”, el concepto de Kitsch, aludiendo a la estética pomposa y solemne que caracteriza las postrimerías del imperio Austro-Húngaro. Milan Kundera, en su novela La insoportable levedad del ser (1984), puso en circulación nuevamente, y masificó, el término. En el capítulo sexto, titulado “La gran marcha”, Kundera define el Kitsch como un ideal estético de naturaleza sentimental: “La palabra Kitsch designa la actitud de quién desea complacer a cualquier precio y a la mayor cantidad de gente posible. Para complacer hay que confirmar lo que todos quieren oír, estar al servicio de las ideas preconcebidas”. Por tanto, sigue Kundera, el Kitsch es “la negación de la mierda; en sentido literal y figurado: el Kitsch elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es inaceptable” (Kundera 109).[6]

            Señalo lo anterior, para recordar que el capítulo I b. de La crisis…se titula “De la épica al kitsch; del entusiasmo al aburrimiento” explicitando con ello la modificación categorial que arguye el libro. En esa perspectiva es que Thayer busca con persistencia desmarcarse del kitsch, o de su posibilidad, que penetra los distintos lenguajes disciplinarios y a la universidad. La crisis no moderna… abunda en una terminología barroca y provocativa que quiere conjurar tal riesgo. Por otro lado, la “estética de clip”[7] es reconocible en la sincopada secuencia de conceptos e imágenes, en su babélica dispersión de nombres. Es un procedimiento coherente con la “avidez totalitaria” (frase de Nietzsche que atraviesa todo el texto) de la universidad moderna que hace convivir lo aparentemente inconmensurable y hacerlo coincidir bajo una tradición común (principio trans) donde “lo extraño se familiariza hasta volverse sujeto académico o cliché bibliográfico” (Thayer 27). En esa perspectiva, Thayer performatiza una escritura congruente con sus propios supuestos, de talante “más analógico que demostrativo”, para citar de nuevo a Nietzsche.

            El protagonismo que tiene la década de los ochenta es comprobable, también, en los hitos históricos que articulan la reflexión de La crisis… Constitución Política y Plebiscito (1980), Ley General de Universidades (1981),[8] Transición chilena (1989),[9] derrumbe de los “socialismos reales” (1989). Acontecimientos plurales que convergen, sin embargo, en la mutación del Estado-nación moderno, debilitado en sus funciones regulatorias, y “subsumido en los requerimientos mercantiles”. Ello significa, en el campo universitario, una relación de tipo más directa entre saber y capital y “Más en general, el extravío de las categorías articulantes de la historia moderna, a saber: Estado, pueblo, revolución, progreso, democracia, interés, historia, ideología, hegemonía, confrontación, autonomía, localidad, política, pedagogía, nacionalidad, etc.” ( Thayer 214).

            Pese a lo anterior, La crisis no moderna… constata de manera fugaz –pero decisiva– la dificultad o imposibilidad que comporta, para la universidad, cualquier actividad “sustraída de metodologías institucionales” y que “exceda toda regla y sin a priori”. Ejemplifica ello en “el poema”. ¿Qué es el poema? Por cierto no está refiriendo sólo a una modalidad o género literario. El poema es “El conato impresentable de otro mundo frente a un mundo ya en conato, un “fuera de serie” que irrumpe como adelantado de un tiempo incompatible con la serie de actualidad” (Thayer 28). Sin embargo, la industria académica “salta” sobre las poéticas anteponiéndoles una organización estatal en la “institución disciplinar del poema como verdad del poema”, por la cual el “poema” se objetiva como “arte”, “historia del arte” (Thayer citando a Nietzsche, 194). La crisis… opera de modo implícito con la concepción heideggeriana del “poema”, según la cual la poesía haría posible el lenguaje, mediante el acto de nombrar lo todavía innombrado. De este modo, “el poema”, abre una posibilidad    –no certeza– de fisurar un mundo reducido a lo enteramente disponible.

            Una objeción constante a La crisis no moderna… recusaba su argumentación circular y apocalíptica.[10] En las discusiones de carácter político e institucional este cuestionamiento adquiría mayor virulencia. Sin embargo, la relectura, veinticuatro años después, de La crisis no moderna… (con académicos que se dedican masivamente al “columnismo”, y a las trivialidades certificadas, bajo la coacción de un productivismo dudoso[11]) no sólo disipa esa reticencia, sino que confirma la verosimilitud esencial de su tono.

 

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[1] Parafraseo el título del ensayo de Waldo Rojas “La pieza oscura de Enrique Lihn, en la perspectiva de una lectura generacional” que fuese publicado como prefacio a la segunda edición de La pieza oscura, de Enrique Lihn, Ediciones LAR (Madrid: 1984). Este trabajo es recopilado con posterioridad en el libro Poesía y cultura poética en Chile. Aportes críticos. Volumen I. Editorial Universidad de Santiago, Santiago de Chile, 2001. Al igual que Rojas no pretendo remitir a una escena original que se arrogue privilegios interpretativos. Menos aún, de reivindicar el discutible concepto de “generación”. Toda periodización histórica corre el riesgo de obviar discontinuidades y rupturas en aras de una homogeneización –inexistente– del pasado. Por lo mismo, cabe precaverse de los agrupamientos “generacionales” y comprender el título de esta nota, más bien, como un modesto homenaje a los escritores y profesores que han sido significativos en nuestra formación.

[2] En ella se lee “Este libro acabose de diagramar en la ciudad de Santiago, en el mes de noviembre de 2019, a poco de iniciado el ciclo de protestas que toca el límite del laboratorio neoliberal chileno”.

[3] Las peculiaridades del desarrollo histórico alemán (el retraso de la constitución de un Estado unificado, la cuasi inexistencia de tradiciones liberales, lo tardío de los procesos de modernización capitalista, y las consiguientes pautas de especialización que le son propios) ha sido objeto de numerosas interpretaciones. Una de sus consecuencias, en el campo universitario, es el divorcio tajante entre “humanismo culto clásico” y profesiones técnicas. Thayer refiere, al respecto, el libro clásico de Fritz K. Ringer, El ocaso de los mandarines alemanes. La comunidad académica alemana. (1890-1933), que expone los antecedentes socio-históricos de este proceso y una descripción de los “mandarines”, es decir del grupo de académicos y funcionarios que se erigió como una poderosa élite política e intelectual. En las universidades alemanas del siglo XIX es frecuente la contraposición del “Espíritu” (Geist) alemán frente al “utilitarismo inglés” y al “igualitarismo” francés. Imbuido de esta concepción, Carl Schmitt, en el texto Clausewitz como pensador político, analiza el memorándum que el joven oficial del ejército prusiano, Carl Clausewitz, elabora para el Estado mayor, con motivo de las invasiones napoleónicas en Europa (el memorándum propone el inicio inmediato de la guerra contra Francia). Según Schmitt, Napoleón representa la enemistad política con Francia, así como el Fichte de Los discursos a la nación alemana, la enemistad filosófica. Como prueba de esa hostilidad cita el siguiente pasaje: “Sí hubiese que hablar del valor intrínseco de la lengua alemana debería entrar en liza una lengua al menos del mismo rango, igualmente originaria, como es el caso de la lengua griega”.

[4] El sociólogo Max Weber plantea que una de las consecuencias del proceso de “racionalización” occidental es “La monopolización de la violencia legítima mediante la asociación de Estado en cuanto última fuente de toda legitimidad del poder físico” (Economía y sociedad, pág. 667). Weber diferencia con claridad entre violencia natural (surgida en la inmediatez de la experiencia) y violencia legítima (fundada en la ley –en su posibilidad coercitiva–). Por tanto, la política moderna es, necesariamente, institucional y estatal (incluyendo, sus variantes anti-estatales o anti institucionalistas) en la medida que se propone regular la inextirpable violencia de las relaciones humanas. De la misma manera, en La contienda entre las facultades, Kant hace notar la preponderancia de la institución universitaria como destino del saber ilustrado. No excluye otros espacios para el cultivo del saber, pero los relativiza. (Dice: “Pueden haber sabios que no pertenezcan a la universidad sino que vivan en, por decirlo así, estado de naturaleza del saber. Son aficionados sin seguir pauta alguna”). Sobre este punto resulta interesante contrastar como, en la literatura de ficción moderna, (citando, casi al azar, Los viajes de Gulliver, de Swifft, Los papeles póstumos del club Pickwick de Dickens o Viaje al centro de la tierra de Verne) las sociedades científicas, o de académicos, son caracterizados como emprendedores chiflados y entusiastas. Ello concuerda con la fase heroica del capitalismo, en la cual el científico –aislado y excéntrico– está predispuesto a explorar (y explotar) el mundo. En las condiciones contemporáneas de producción científica la conformación de comunidades académicas hace imposible ese tipo de épica.

[5] Seguramente Thayer desdeñaría “el tono historicista” de mi lectura. No obstante, cuando digo “fechado” no quiero reducir, por medio de una adscripción temporal, los alcances del texto. Más bien intento demostrar lo contrario, puesto que no es una temporalidad simple, meramente cronológica, la que está a la base del libro. Fredric Jameson –cuyo texto, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, tiene gran importancia para el trabajo de Thayer– caracteriza “la moda nostalgia” como uno de los efectos más poderosos del debilitamiento de la idea de historia, dado que la recurrencia nostálgica –bajo el formato “moda”, es decir, del reciclaje, premeditadamente enfático, de lenguajes periclitados– reprime los componentes perturbadores del pasado y, paradójicamente, su historicidad.

[6] La novela de Kundera tuvo un éxito de alcance mundial, pero en Chile contó con el espaldarazo del suplemento “Artes y Letras”, de El Mercurio. La feroz crítica a los socialismos reales de Kundera resultaba funcional al anticomunismo mercurial que se pudo revestir de modernidad europea y cosmopolita –coexistiendo con el catolicismo tradicionalista, el nacionalismo y el neoliberalismo, corrientes en pugna que constituyeron la base ideológica de la dictadura, y del propio El Mercurio–. Recordemos que, para Kundera, la quintaesencia del kitsch es la idea comunista (lo cual, leyendo el capítulo final de Imperio, de Antonio Negri, y Michael Hardt, así como otras publicaciones similares que, durante los últimos años, invocan el “significante” comunista, no deja de tener plausibilidad).

[7] El “video clip” es una producción audiovisual de corta duración que las compañías discográficas realizan para promocionar determinadas canciones de sus artistas. El amplio espectro de sus cultores abarca desde Michael Jackson hasta Frank Zappa. Algunos historiadores de la música remontan su origen a los años sesenta (las películas que Richard Lester hizo con The Beatles, son, de cierta manera, una sumatoria de videos-clip. Así ocurre con Help, de 1965, y La noche de un día agitado, de 1964) pero tiende a haber consenso en que, durante la década de los setenta, en particular con Bohemian Rapsodhy (1975) del grupo Queen, comienza la utilización sistemática del clip. Una fecha clave –a partir del cual asociación de “video clip” y década de los ochenta es automática– es la inauguración, en 1981, del canal de televisión por cable MTV, dedicado íntegramente a la música. Descontada su naturaleza promocional, los video clip –en términos de lenguaje– se pueden agrupar en dos grandes tendencias: aquellos que presentan personajes, conflicto, y desenlace, es decir, una especie de largometraje comprimido (para citar un caso famoso, Papa don’t preacht de Madonna). Luego, están aquellos sostenidos en la figura del o las intérpretes y que se limitan a mostrar la ejecución de un tema. Una sub-modalidad de la anterior son aquellos clips en los cuales la interpretación es intervenida fuertemente, a través de efectos electrónicos o de animación. Big time, de Peter Gabriel o Take On Me, del grupo A-Ha, son ejemplos antológicos al respecto. Si bien todavía se producen “video clip”, estos ya no tienen la resonancia publicitaria que tuvo en décadas pasadas.

[8] La expansión de la cobertura educacional es un hecho que los impulsores de las políticas libremercadistas han enarbolado como muestra cuantitativamente irrefutable de su eficacia. José Joaquín Brunner y Carlos Peña –columnistas asiduos de importantes medios de comunicación e “intelectuales orgánicos” de la idea de “Universidad emprendedora”– coinciden en plantear que los procesos de modernización de la sociedad chilena, junto con la antedicha masificación, han desmitificado el espejismo de que Chile fuese, a lo largo del siglo XX, un país con acceso igualitario a la educación. La baja tasa de escolaridad, la enorme deserción escolar y lo comparativamente reducido de la matrícula universitaria –en proporción al número de egresados de la enseñanza media– son los antecedentes principales en los cuales sostienen su planteamiento. Tanto ellos, como Sol Serrano, en Universidad y nación. Chile en el siglo XIX. (Universitaria, Santiago, 1994) pero de modo más abierto, en El liceo. Relato, memoria, política (2018, Taurus, Santiago) dirigen un ataque, no por solapado menos virulento a la Universidad de Chile –y también a los denominados “liceos emblemáticos”, en el caso de Serrano–. La tesis es simple y antigua: los liceos emblemáticos y la Universidad de Chile han cumplido un rol significativo pero limitado a la reproducción de las élites tradicionales y meritocráticas. Sobre esto quisiera recordar que el gran historiador Mario Góngora publica, en 1981, Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX. Luego de valorar una serie de aspectos de la política económica de la dictadura militar, dice lo siguiente: “Hay que acotar que el aporte fiscal a las universidades se ha reducido constantemente, argumentándose que la universidad chilena sirve a 130.000 alumnos, y los grados medio y básico a 3 millones. El argumento es lamentable: en cosas culturales no se cuenta, sino que se pesa. La tradición occidental ha sido siempre la de que la educación irradia desde las universidades, que preparan las elites del país, hacia abajo. La concepción masiva hoy dominante dará un pueblo sin analfabetismo, pero infinitamente menos cultivado que el de 1940 o 1970” (Universitaria, Santiago, 1998, pags 300-301. Énfesis agregado). Una réplica elemental a Góngora diría que su posición está sesgada por el conservadurismo y por la visión crítica de la “sociedad de masas”. Ello es cierto. Sin embargo, no rebate la exactitud política, histórica y conceptual de su lectura. Thayer dedica el apartado II.e a la consideración nietzscheana sobre la universidad. En particular se ocupa de las conferencias que Nietzsche dictó en Basilea, en 1872, y que fueron publicadas bajo el título de Sobre el porvenir de nuestros establecimientos educacionales. Según Jürgen Habermas, la crítica de Nietzsche se identifica con la consigna “universidad para los mejores”; consigna que “arrancando del joven F. Nietzsche, iría a dar a los mandarines alemanes” (Habermas, 1989). Hace notar Thayer que la impertinencia del argumento habermasiano “se hace obvio desde el momento en que Nietzsche lee la universidad como una máquina de empeoramiento” (Thayer 154). No casualmente, Peña y Brunner, repiten el argumento habermasiano que identifica acceso masivo a la educación con impulso democratizante y califican (o descalifican) como “neoconservadora” la crítica de los principios libremercadistas en el ámbito educacional.

[9] Puede ser predecible, pero de ningún modo inconducente, relacionar La crisis no moderna… con Chile actual, anatomía de un mito (Lom, Santiago, 1997) de Tomás Moulian, y con La insubordinación de los signos, (Cuarto propio, Santiago, 1994) de Nelly Richard. Comparte con ellos un posicionamiento frente a la crisis –con lo que cada uno de los autores citados entiende por ello–. En la presentación del libro de Moulian, (publicado como artículo en la Revista de Crítica cultural N°15, 1997 y después en El fragmento repetido. Escritos en estado de excepción (Metales Pesados, Santiago, 2006)) Thayer realiza una lectura poco equilibrada del libro de Moulian –centrada en la noción de “actualidad”–. Por cierto que éste tiene varios aspectos discutibles, pero, a mi juicio, no calibra la magnitud del temprano distanciamiento de Moulian con la “sociología de la transición”. Este distanciamiento es socio-político pero también formal, pues es notorio el intento de Chile actual… por inscribirse en la tradición del ensayismo histórico-crítico. “Transitología”, en cambio, comparece, en La crisis no moderna…. como una subdisciplina, de base sociológica, que determinó los resignados límites de la transición democrática chilena, por medio de la operativización de palabras como consenso, autoritarismo, y reconciliación. Ignoro quién consagró el término “transitología” pero su eficacia resultó notable si se considera que hasta los propios sociólogos –y la “crítica cultural– acabaron por utilizarla de manera corriente. Respecto a La insubordinación de los signos, baste recordar que fue presentado por José Joaquín Brunner, Martín Hopenhayn, Willy Thayer y Pablo Oyarzun, en medio de una atmósfera de mutuo recelo. Es posible que esta mención parezca meramente anecdótica (y lo es). Sin embargo, la presentación de un libro –su ritual– no es nunca inocente y creo que la ecuménica reunión de los presentadores ya citados no escapa a esa regla. La hostilidad subrepticia de la que hablo se puede leer con nitidez en las ponencias del seminario que Flacso organizó, en 1986, para debatir el libro de Nelly Richard, Márgenes e instituciones. Arte en Chile desde 1973, en particular en los textos de Hopenhayn, Oyarzun y Lechner. Con gran acierto, la segunda edición de Márgenes… (Metales pesados, Santiago 2012), incorpora esas ponencias.

[10] Por ejemplo, Pablo Oyarzun en “La verdad de la crisis”, en Rubricas (Universidad de Chile, Santiago, 2010) y Nelly Richard, en Crítica y política. (Palinodia, Santiago, 2013).

[11] La presente edición incorpora seis nuevos acápites (de los cuales dos pertenecen a otros autores, El señor Medina se expresa así y una carta de Sor Juana Inés de la Cruz). Ellos son Publicar, publicar, Nota sobre indexación y La firma Pinochet. Todos ellos en estricta continuidad reflexiva y de tono con la primera edición.

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Álvaro Monge Arístegui. Licenciado en Filosofía de la Universidad Arcis. Doctor en Filosofía con mención en estética de la Universidad de Chile. Ha publicado diversos ensayos sobre Filosofía, literatura y cine, así como el libro de poesía Pálida de hastío (Caligrafía editores, 2007). 

Imagen: fragmento portada interior del libro. Diseñada por Gonzalo Díaz.