[Fragmento][1]
1. Volver a la lectura: Considero que una de las maneras de detener esta máquina [la que supone que para investigar en literatura hay que exclusivamente tener fondos concursables y descartar la docencia universitaria por “falta de tiempo”] es la de volver a ser lectores y así poder decir, abierta y francamente que, por ejemplo, más que investigadora soy una lectora. Soy una simple lectora que vino a Chile creyendo que las casas con techos de zinc y cercos de madera de los que escribió Jorge Teillier sí existen; soy una simple lectora que encontró en la vasta obra de Alfonso Reyes una excusa para estudiar a los clásicos: desde el helenismo hasta Góngora, además de Goethe y la inteligencia americana; soy una simple lectora que siente envidia de cómo leen y escriben José Carlos Mariátegui, Elena Poniatowska o Josefina Ludmer; soy una simple lectora que, fascinada por las lecturas de otros, se agolpó a escudriñar en las bibliotecas familiares en busca de lecturas infantiles; soy una simple lectora que cuanto más acerca los ojos al siglo XIX, más excusas encuentra para devolverse en el tiempo y hacer que otros y otras imaginen a Fray Servando Teresa de Mier –pronunciando su sermón Guadalupano–, a Simón Rodríguez –jugando con las letras de la imprenta– o a Flora Tristán –recorriendo la sierra peruana a lomo de mula. En pocas palabras, soy una simple lectora que habita y abre, mediante la investigación literaria su biblioteca personal.
Y ser lectora hoy, y nada más que eso, es un placer y una grata responsabilidad que apenas se comparte con quienes se dedican a la enseñanza de la literatura, pues, sin duda, la pregunta por la investigación literaria pasa, obligadamente por lo que hacemos en las salas de clase. Pregunto con cierto pudor: ¿cuál es el sentido que tiene la enseñanza de la literatura en las universidades contemporáneas? Porque considero que la enseñanza de la literatura se da justamente, cuando no es suficiente con leer para sí mismo (a puerta cerrada), enseñar literatura es y para mí ha de ser, la puesta a prueba de nuestra capacidad para comunicar lo que leemos, el tanteo de las posibilidades sobre lo que nos dejan ver los textos, ya sea en forma de narraciones, de reflexiones en prosa, de imágenes poéticas…
Quienes se dicen investigadores o investigadoras en literatura, pero no logran comunicar lo que leen, deben reencontrar el rumbo que los y las llevó a tomar la decisión de dedicarse a las letras. De nada sirven las actitudes autocomplacientes: con hablar raro, en jerga extraña, con despliegues de tecnolexia (y no es de negación a la teoría de lo que hablo), flaco favor se le hace a la lectura. No es de marcos de teóricos de lo que carecemos, ni de metodologías ni de protocolos investigativos; carecemos de la puesta en común del ejercicio de la lectura, de su apertura hacia los nuevos lectores y nuevas lectoras, a aquellos y aquellas no tan entrenados, a quienes solo ven en el verso el verso y no la “orilla que se abisma” o “el ángel que se inclina” (Juan L. Ortiz, dixit).
Los actuales investigadores e investigadoras en literatura han pretendido acoger y pretenden ser acogidos y acogidas bajo las modalidades del formato y del protocolo. Al hacerlo, le han arrebatado la individualidad a su oficio, su carácter desbordante de todo formato y de todo establecimiento y predeterminación que suscitan la lectura y la escritura. La evidencia más tangible de la renuncia de los investigadores y las investigadoras en literatura a la lectura queda en evidencia bajo la idea del “corpus”. En la obligatoriedad de ver el margen y no la relación y más allá de esta, se empobrece el ejercicio lector y se lo hace predecible. Es ese temor a que no se comprenda lo que se quiere decir lo que hace que el investigador o la investigadora arme conjuntos de obviedades, y que en su labor docente pretenda hacer de la obviedad el recurso primario de su investigación y de su docencia.
La denuncia de esos excesos la podemos encontrar en reflexiones como la de Alberto Giordano, quien en el prólogo al Discurso sobre el ensayo en la cultura argentina de los años 80 (Segunda edición: Ediciones Mimesis, 2019) explicita que la forma del ensayo se presenta allí donde “un estilo de vida académica, inconforme y disidente, que expresa la necesidad de desbordar las clausuras disciplinarias [busca restituirle] al vínculo entre escritura e investigación la potencia heurística que debilitan e inhiben los imperativos metodológicos” (26). El ensayo, esa forma proteica (al decir de Liliana Weinberg) podría contribuir al afianzamiento de la escritura en la escena universitaria e investigativa, siempre y cuando el académico o académica le pierda el miedo y el pudor, pues ya se ha hecho común escuchar –en los pasillos de nuestras universidades y de nuestras escuelas de literatura– que a los y las estudiantes no se les puede pedir “simples ensayos” (nada más lejano a la simpleza que la forma ensayística) o que “para escribir un buen ensayo se necesita toda una vida de práctica de escritura”. Ambos extremos niegan las posibilidades ensayísticas: la búsqueda, el hallazgo, la puesta a prueba de los argumentos y la capacidad para iniciar una plática en un punto insospechado. Más nos vale aceptar, como académicos, que el temor –disfrazado de pudor– nos ha hecho expulsar de la sala de clases a la asistente menos sumisa: la escritura.
2. El espacio de la escritura: Investigar en literatura, ha de ser una aventura inusitada, un espacio por descubrir en el que la lectura y la escritura han de ser compañeras de marcha. La escritura no debería llegar solo para “rendir cuentas” de los resultados; la escritura es la marcha, la lectura sus anteojos. Si le devolvemos a la investigación literaria la sana relación que debe sostener con la escritura, encontraremos menos individuos creyendo que deben optar entre la investigación o la docencia: estas dos labores se apoyarán con el fin de ensanchar los contornos que supuestamente las supeditan, para así recuperar la experiencia compartida de la lectura en la que comunidades de lectores y lectoras –los investigadores, docentes y estudiantes– volverán a confiar en la palabra creativa y creadora.
Me he preguntado sobre el papel que desarrollan las revistas académicas en este contexto problemático. Y es que no es una tarea fácil la que enfrentan, pues, como plataformas de difusión de la investigación que se desarrolla, en la actualidad, en las diferentes áreas de las humanidades, el desafío que tienen es el de propiciar la lectura. Y esto quizá se logre si las revistas, más allá de los convencionalismos academicistas acogen verdaderos ejercicios de pensamiento en los que se ponga a prueba la capacidad comunicativa de nuestras actuales lecturas y su voluntad expresiva como testimonios de un presente atravesado por diversas urgencias, las cuales superen la jerga y los discursos especializados.
La acogida de resultados de investigación en humanidades, ha de ser tan válida como el fomento de la lectura crítica y la escritura impredecible. Las formas de la reseña y del ensayo son dos excelentes ejemplos de este comportamiento pero, paradójicamente, son consideradas formas menores dentro de las publicaciones seriadas. La reseña es una modalidad textual con grandes potencialidades, pero que pocos académicos cultivan por falta de tiempo, voluntad o incentivo. La última de las razones elimina a la primera, por lo que solo nos queda la voluntad y frente a esta es el impulso lector el único que propicia las condiciones para su escritura. La reseña es un barómetro del presente de la lectura, sobre todo si no se halla escrita bajo la obligación, el compromiso o complacencia del amiguismo. El reseñista es un lector o lectora agudo, creativo y generoso que tiende puentes entre los textos reseñados, los saberes especializados que le permiten mirar en profundidad, el uso de una lengua que, aunque entrenada, no tiene por qué ser dócil, y la formación incesante de nuevas bibliotecas personales en expansión que derivarán –en el mejor de los casos– en nuevos tanteos de escrituras y de potenciales investigaciones en desarrollo y puesta en marcha. La reseña crítica es entonces una de las formas que logra conciliar, en su brevedad, diferentes mundos que colisionan en un espacio-tiempo selectivo, profundo y abierto, como han de ser nuestras bibliotecas personales y nuestras investigaciones literarias.
Esto quizá, y para terminar, nos devolvería la fe en que los crecientes estantes de libros que conformen –en adelante– nuestras bibliotecas personales, sean unas de las pocas murallas que no separen ni dividan el mundo sino que extiendan nuestras capacidades para imaginar, crear y propiciar otras formas de conocimiento, de lectura y de escritura.
[1] Fragmento de conferencia leída el 31 de agosto de 2020, en la presentación de la Revista Contextos, de la Facultad de Historia, Geografía y Letras de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación.
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Imagen: Fragmento de La tour de Babel (1958) de Endre Rozsda.