Conversación en torno a La crisis no moderna de la universidad moderna, de Willy Thayer (1996)

Conversación en torno a La crisis no moderna de la universidad moderna, de Willy Thayer (1996)

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Guadalupe Santa Cruz

Federico Galende

Pablo Oyarzun

Willy Thayer

 

Guadalupe Santa Cruz: Quizás podríamos partir comentando el libro como un organismo, de la misma manera en que tú abordas allí la Universidad a través de diversas imágenes referidas al cuerpo, a un cuerpo digestivo, se podría decir, podríamos abordarlo en su morfología, preguntando por su organización. Mi impresión es que los tres capítulos que lo constituyen corresponden también a tres órdenes muy distintos entre sí. El primer capítulo aparece como el más babélico de todos, el más ecléctico y disperso. Tuve la sensación en algún momento que había algo irrisorio en los subtítulos, que éstos no terminaban de corresponder al capítulo general, ni a las ideas que debían encabezar. Que había una suerte de simulacro de las categorías, una imposibilidad —o una posibilidad sólo borgeana— de ordenamiento del material. Más allá de lo que dice, este primer capítulo despliega en sus equívocos, en sus caídas, en sus forados, la invitación a un abordaje no académico de la universidad. (Es ese desorden por el cual me sentí convocada a esta conversación). El segundo capítulo lo percibí como núcleo duro —duro de roer, incluso—. Es más armado, allí habla, se justifica, “el vigía” académico, a través de reglas y leyes visibles. Por último, la tercera parte, que yo percibí como la más política, en que tú colocas la universidad en un contexto, en el contexto de la transición. Mirando el libro en su conjunto, me gustó el desencaje, la disparidad entre los tres capítulos. Me sorprendió de tal manera, que yo te preguntaría si fueron escritos en tiempos, ánimos y humores distintos. Cada uno de ellos posee un orden y una estética muy singular.

Willy Thayer: Reconozco el recorrido que haces. El primer capítulo es disperso. Tenía la idea de empezar con un clip, con la retórica alusiva, dispersamente abarcadora del clip , para romper la lógica exhaustiva y totalitaria del argumento y la demostración, propiamente universitaria moderna. Incluso la zona argumental del primer capítulo debía constituir, según esa idea, una alusión, un pasaje del clip. Pero no se cumplió como tal, quedó a medio camino, como paneo de cámara. El segundo capítulo es más académico. Su retórica emula la historiografía. Idealmente se trataba de construir una narración histórico-filosófica de las relaciones entre universalidad y universidad partiendo de la universalidad medieval del transcendens hasta la universalidad de la telemática. La cosa llegó hasta Nietzsche, que es elmomento en que la universalidad se identifica con la facticidad del dominio y el imperio. La tercera parte es más política, como tú dices, pero igual intenta mantener una distancia con la actualidad. Temáticamente lo que se trabaja allí es el fin de la política moderna —y de la universidad moderna— y la caída en una facticidad sin distancia crítica, sin división de trabajo, sin metarrelato.

Respecto de la diversidad de tiempos o manos de la escritura creo que las diferencias que importan no son las cronológicas, sino las densidades anímicas y conceptuales que demarcan a una temporalidad de otra. Todo eso contribuye, creo, a lo “babélico” que señalas. Cuando percibí que esto le ocurría al texto pensé darme un tiempo al final para homogeneizar, pensé construir un texto que diera la impresión de haber sido escrito en un sola sesión, en una tarde, y desde una sola intuición. Querría saber que le habría pasado al texto si ello hubiera ocurrido. En cualquier caso quise eliminarme del texto en las revisiones finales. Intenté corregir imaginándolo en mi ausencia, y retiré una gran cantidad de adjetivaciones, creo. Por otro lado, pienso que lo babélico del ánimo, de las escrituras, imita a la universidad que se construye desde escrituras y tonos múltiples, aunque su efecto sea de bloque, como el del Estado moderno. Y esa imitación, tal vez, sea la única vía crítica que puede emprenderse, una crítica por para-mímesis o remedo del rostro del otro, como lo hacíamos en el colegio respecto de los profesores o del director. Eso creo que ocurre con el capítulo tercero, remeda la transición exagerando su gesto.

Federico Galende: De todos modos, y pese a las partes en que se divide el libro, hay un hilo de voz que lo recorre. Esto no tiene por qué ser desconcertante. Aunque sí lo es ¿no? Porque ese hilo de voz no se deja anclar por el despliegue apocalíptico que se precipita como eje del texto. Me refiero a que tu tono como narrador y el del contenido del libro no coinciden. Por ejemplo, la visión que tenés sobre el destino de la vida universitaria es de una delicadeza asfixiante. Cada una de las piezas cognitivas que componen el mundo, avanzan, con regular ingenuidad, hacia un depósito fatídico, que las aguarda para someterlas a un vertedero que no tiene afuera. Pero no ocurre lo mismo con la voz que sobre eso se pronuncia, que siempre resguarda una delgada diferencia con su objeto, que se esconde de él, que respira por fuera de él. Eso me gusta. Es como si tus propias conclusiones te incomodaran. Tu laboratorio escritural está pasado por el pudor, no por el apocalipsis. O mejor: hay un timbre de discreción en tu escrito, que no es el que acostumbran los que han adoptado recientemente un tono apocalíptico en la filosofía. Tal cosa se advierte mucho en el manejo de la cita que hacés, donde cada vez que las metáforas están por alcanzar cierta temperatura, las ponés en boca de otros. Puede ser esa una política del libro, la diferencia de aceleraciones entre el problema de la universidad (que parece que estuviera en estado de perpetua incineración) y el problema de la escritura.

Pablo Oyarzun: Es cierto que hay un sistema de pliegues en el libro que, a cada paso, le va restando el suelo al sujeto de la enunciación. Es como si este sujeto estuviera constantemente asediado por un malestar fundamental, y por la sospecha de que es un malestar predestinado, inexorable. Lo que quiero decir es lo siguiente: me parece que efectivamente hay un problema absolutamente central que atañe a lo político en el libro, que yo tiendo a ver animado por una especie de sospecha respecto de que no existe, en el contexto actual, ninguna posibilidad política que no esté prescrita. Percibo en esto un cierto “tono apocalíptico”, que Federico mencionaba recién y en cierto modo es una definición que el texto da de sí mismo. Un tono especial, sin embargo, porque es el de un pensamiento —un pensamiento apocalíptico— que experimenta en sí la imposibilidad (quizá constitutiva) de resignificar lo real y de resignificarse a sí mismo, de producir una representación del fin o de configurarse a partir de ella.

En este sentido, creo oportuno abordar lo que podríamos llamar la lógica del apocalipsis, así, en general, y ver luego cómo calza en ella la que evidencia este libro, y que tiene que ver con eso que decía recién: la certidumbre tácita de que los estados de ánimo, las escrituras, las propuestas conceptuales que uno quisiera adelantar están prescritas. Allí, para empezar, hay un primer vínculo con la lógica de lo apocalíptico, en cuanto que la revelación es algo que te corta la palabra; no hay ningún apocalipsis que se pueda reportear “en vivo y en directo”, “de viva voz”. Tú haces una narración en pretérito del apocalipsis: yo vi esto, yo asistí a esto, yo fui testigo, etc… Es la cuestión del testigo, pero siempre la de un testigo, por así decir, póstumo, que reclama su presencia en un lugar en que ya no está y que reconstruye esa presencia en el lenguaje, pero a partir de una pérdida.

En el caso de la lógica habitual del apocalipsis, el pretérito en que se profiere el relato, está referido, creo, a una especie de presente que está en todo momento pendiente, y que en virtud de esa inminencia mantiene la historia en vilo y en tensión, “viva”. Pero ¿qué pasa en este otro caso —el de tu relato— donde lo que prevalece es el presente del desánimo, de la sospecha embargadora, de sentirse en malestar no solamente respecto del objeto sobre el cual se emprende la averiguación, sino sobre todo a causa de la irrevocable inclusión de uno mismo en ese objeto?

Tú hablas siempre en presente condicional, pero sin que uno pueda percibir cuál es la condición. Y eso, precisamente esa condición que falta, que se escapa, sería, en este caso, el tema del verdadero apocalipsis. Hay algo raro, entonces, es como un apocalipsis que se sustrae, un apocalipsis opaco.

Lo es, por una parte, en términos conceptuales. Tú mismo sostienes allí que no hay conceptos ni categorías para circunscribir la crisis, porque la misma categoría de crisis está en crisis, o sea, no hay ningún término, ningún concepto, ninguna forma lingüística que pudiera ser suficientemente reveladora del texto de esta revelación. Y hay también, por otra parte, una opacidad anímica, que se refleja en esa especie de caótica colección de nociones, imágenes, descripciones, etc., registradas al principio del libro: la tonalidad afectiva de un estado radical de aburrimiento (y ésta es precisamente la palabra que aparece allí), que no es solamente el estado incidental de una persona, sino una característica destinal de la subjetividad moderna.

Mi primera pregunta va dirigida a cómo percibes tú la cuestión del apocalipsis. Con ello me gustaría relacionar otras cosas después, por ejemplo, respecto de los nombres que son invocados en el texto. Me refiero a los grandes nombres de la filosofía, que marcan eso que llamas el universal preuniversitario, el universal decidido por la filosofía desde Sócrates en adelante, por lo menos: Sócrates, Descartes, Kant, Nietzsche, que aquí aparecen como nombres de un lugar sin nombre. Me parece interesante hacer la ligazón, pero más tarde. Por ahora me limito a preguntarte por esa lógica apocalíptica que me parece decisiva para el texto, y por la especificidad de ese apocalipsis, así como por los peligros conceptuales y las profecías autocumplidas que podrían estar implicadas en ese apocalipsis.

Willy Thayer: En el texto hay un primer apocalipsis del lenguaje —porque de eso se trataría, del apocalipsis del lenguaje—, referido a la primera meditación cartesiana como fin o grado cero del lenguaje (sentido), apocalipsis que se dispone como condición de posibilidad del sujeto y el sentido moderno. Luego hay un segundo, el apocalipsis de la trascendentalidad y la caída del sujeto moderno en la facticidad dispersa del sentido en el mercado, cuestión que se refiere apelando a tópicos como el fin de la distancia crítica y del trabajo intelectual. Creo que en el epílogo del texto se explicita, a propósito de los “burgueses radicales” de Feuerbach, la distancia y la cercanía del texto con la teleología moderna del fin del mundo, de la historia y el sentido, y también la distancia y la cercanía con el desplazamiento de la metaforicidad y narratividad modernas del “fin” hacia un fin sintáctico del mundo en el apocalipsis de la sintaxis. Sintaxis apocalíptica o parataxis que el libro padece como mímesis o remedo crítico del lenguaje postestructuralista. Pero la interpelación de Federico, y también la de Pablo, sobre el lugar de la escritura de este texto, me conmina a la impudicia de hablar de una escena privada, por así decirlo, del texto. Creo que son dos las cosas que podría explicitar. En ese silencio hay dos cosas que creo son de interés público. Por una parte la “posición” política en que te sitúa lo apocalíptico, posición estéticamente intolerable, así como Baudrillard se me hace estética y políticamente intolerable. Y por otro, el hecho de ser paciente de sensaciones terminales, de una escena terminal como la de la transición; sensaciones terminales que se fortalecen sobre todo cuando se trabaja con autores aún épicos, o más resistentes, como Jameson (guerrillas), Foucault (microfísicas varias), o Guattari (micropolíticas); o Derrida o Benjamin donde la voluntad —presente en toda épica— ha sido fragilizada al extremo. Creo, y me refiero a esas sensaciones, que al comienzo de cualquier forma aprendizaje se cree que todo uno es una falla que hay que corregir. Que la inoportunidad, la torpeza y el ridículo es en uno el principio de todo. Y por ahí nos entregamos, entonces, con fe a la correcional. Queremos ser aptos, queremos que nos quieran al menos profesionalmente. Y ahí, bajo la amenaza del retiro del afecto, ya estamos cogidos por la operación pedagógica y la succión capitalista. La retirada estatal del afecto materno, por así decir, te dispone en la autoedificación para que te quieran disciplinarmente, como funcionario público u hombre de bien —ya que nadie te querría naturalmente—. El crimen, la discriminación, con el afecto, queda adherido levemente al cuerpo de uno y te ronda como en la octava circunvalación de la nariz, y uno cree que el olor —mal olor— de ese crimen del que te has hecho cómplice, es el mal olor de tu habla propia, y lo invistes con perfumes y retóricas universales, esto es, con información y estándares, con “citas”, frases de bronce para el bronce, como se dice, para erigir hacia y desde el bronce público, aquello que a uno le ocurre. Y terminas hablando con palabras que jamás te ocurren, y careciendo de toda palabra para la nada que te ocurre. Y así te quedas con la experiencia de no sentirte propietario lingüístico de ninguna experiencia, ni propietario experiencial de ninguna frase. La experiencia desaparece en el lenguaje informacional o en la habladuría pública, en lo que se sabe de oídas y no por experiencia. Lo apocalíptico del texto tiene que ver con el fin de lo experiencial en la información. Y de ahí la cuestión de citar, de ponerle a todo un carácter informático, de marcar que hablas siempre, en tanto te publicas, con una lengua ajena. En la tercera parte del libro, en el capitulo sobre la transición, hay una referencia a este punto bajo el nombre de “homonimias perversas”. En cualquier caso lo realmente apocalíptico en el texto no es un “tono”, como señala Federico, sino más bien la imposibilidad del tono, o la atonalidad como tono.

Guadalupe Santa Cruz: Lo que yo eché de menos en el libro fue tu nombre, es decir: tu lugar, tu posición. Aquí hay una crítica a lo académico en la cual tu despliegas una cierta topología en torno al adentro y el afuera de las murallas de la universidad, en torno a ésta y la ciudad, al “alma mater” y la lengua materna… ¿Cuál sería la perspectiva a partir de la cual tú nombras? En relación a esta pregunta, hay tal vez un lapsus en tu texto: en momentos que hablas de la transición, refiriéndote a la falta de límites, de verosimilitud del capitalismo actual, dices “mirado desde la luna”…, me pareció que era un lapsus tuyo. Yo eché de menos incluso tu posicionamiento corporal, que tiene que ver con lo que han estado diciendo Pablo y Federico, es decir, con el hecho de que tu texto no permite saber desde dónde se hace la enunciación.

A partir de esto, me deslizo hacia otro tema que le está vinculado: la historia de la filosofía que percibo en tu texto, desde afuera, como una historia sin configuración de fuerzas, sin fuerzas históricas que la rodeen, es decir, como una historia de las ideas. Es allí, precisamente, que me hizo falta, a lo largo del libro, la genealogía. Cuando tú señalas el paso de una situación, de un período a otro ¿cuál es el momento histórico —no sólo internamente, desde la filosofía— que lo explica? (Habría que acordarse aquí de Derrida: “hay más de una lengua”) ¿Cuál es, justamente, su “exterioridad”? Y me llamó sobre todo la atención cuando tú haces ciertas periodizaciones, por ejemplo aquella de la universidad moderna que finaliza con el Mayo 68 Francés, sin explicar lo que estuvo en juego en aquellos acontecimientos. Incluso me parece difícilmente aceptable un libro sobre la universidad, y la crisis actual de la universidad, que no aborde específicamente los acontecimientos —la revolución— de Mayo 68.

Lo otro que me interesaba era lo que tú estabas diciendo sobre los tiempos y las aceleraciones. Me parece que es otra temática que recorre todo el libro: el tiempo, la noción del tiempo. Hay un autor, Paul Virilio, que ha trabajado mucho sobre la telemática, y que sostiene que se da hoy en día una primacía del tiempo por sobre el espacio, que los hechos —por efectos de luz, de iluminación— nos llegan con una rapidez que construye cercanía. Esta compresión nos haría privilegiar, por sobre el tiempo extensivo, que es aquel de la historia, el tiempo intensivo, carente de historia porque sin espacio, sin cronología, sin trayecto: sin el “entre”. Me surge entonces la pregunta ¿hasta qué punto, en tu propia manera de abordar la universidad, no hay un cierto contagio de la telemática? En esto de haber querido ser alusivo y usar la estética del clip ¿no hay también una compresión de estos tiempos, una suerte de velocidad que sería, como dice Virilio, una “alucinación de historia”?

Willy Thayer: Si, pero creo que la performance telemática es justamente inversa. Lo que la telemática opera es una espacialización del tiempo, de tal manera que lo que tendería a perderse, por decirlo así, es toda profundidad temporal en una simultaneidad heteróclita donde los diferentes tiempos no hacen diferencia con la telemática. Archivados en la información las experiencias se aplanan en la espacialidad del lenguaje eléctrico. Ahora, respecto de Mayo del 68 a que alude Lupe, es cierto que no está tematizado empíricamente en el texto. Pero si lo está trascendentalmente. Mayo del 68, en el libro, signa el lugar de la quiebra de la arquitectónica kantiana de la universidad moderna, de las categorías modernas de la universidad y de la política moderna (Estado nacional, pueblo nacional, verdad nacional, progreso, nacional lengua nacional, etc.).

Federico Galende: Me interesaría que habláramos un poco de las nupcias entre filosofía y universidad. ¿Cómo ves la relación entre filosofía, universidad y clausura? Porque a mi me cuesta la idea de devolver toda la historia de la filosofía moderna al interior universitario. Sobre todo si pensamos que, modernamente, la filosofía nace con una leve alucinación autorreflexiva, que forma parte del modo en que ella siempre vuelve a restituirse, a evitar una clausura, a desmantelar su amasandería académica. ¿No hay una historia no universitaria de la filosofía? ¿No es demasiado universitario no pensar la no universidad de la filosofía? Y de ser así ¿Cómo pensamos la política, ahí donde ésta parece ser un episodio de la filosofía?

Willy Thayer: La relación entre filosofía y universidad se instala en el texto a propósito de Kant. Lo que hizo Kant fue situar el “afuera” filosófico de la universidad, la condición pre- institucional de la institución, en el interior. En el interior, como el interior mismo y el centro de la universidad. Lo que hizo Kant fue situar el “afuera” reflexivo de la universidad, su zona engendro, como interioridad nuclear —aunque descentrada—. Asentó, de este modo, la muralla que separaba el exterior y el interior de la universidad, en el centro de ella, como su conflicto esencial. La universidad se convirtió, entonces, en el conflicto de las facultades, y se mantuvo así hasta la crisis de la universidad moderna en el mayo del 68 francés. Así constituida la universidad como conflicto “interno” entre exterior e interior, se expande imperialmente como totalidad (universitas) o contexto, de tal manera que la ciudad universitaria se transforma en la ciudad en sentido literal, o planeta universitario, se hace contexto. La universidad, pues, como contexto. Cuestión referida en el primer capítulo. Todo se ha vuelto universitario, todo está capturado por la universidad como en la “idea absoluta” hegeliana o en la “subsunción real del capital” en Marx. Lo incomodante aquí es la dialéctica, el método cartesiano “con rueditas”, como refería Federico días atrás, que no dejaría exterioridad. El “capitalismo mundial integrado” tendría algo de hegeliano en ese “nada queda fuera”. Nada queda fuera de la economía moderna. Por ahí va lo apocalíptico, otra vez, como fin de la diferencia, o de la diferencia que ya no hace diferencia y que forja la identidad heteróclita del capitalismo telemático.

Federico Galende: Hay un punto que me hace disentir con algo que Willy plantea en el libro. Me lo formulo como una pregunta. ¿Qué ocurre si pensamos a Kant al revés? ¿Qué ocurre si pensamos la modernidad heredada de Kant como una experiencia de lo precario? Ahí podríamos entender esa triste precariedad como el primer momento en el cual, muerto dios, diluido lo que Lefort llama el fundamento exterior del orden social, el sujeto se enfrenta al declinio de su saber. Después de todo ningún sujeto ha tenido que vérselas tanto con su no saber, como el sujeto moderno. Hay tragedia, entonces, porque el saber se inicia en una inaprehensión sobre sí mismo.

De alguna manera Kant colabora (deliberada o distraídamente, como siempre sucede) con una forma del conocimiento que murmura ante sí su propio límite. Lo que sobreviene después de ese límite, es la política, entendida como espacio que vive en constante estado de indeterminación. Me parece que lo que en la política y en la filosofía siempre está en tensión, es el modo en que los distintos saberes se representan lo real. Por eso política y filosofía, democracia y modernidad, llegan, al menos una vez, juntas, pero si llegando llegan así, juntas, no es por obra del azar, sino porque comparten el conflicto de estar situadas ante lo que no tiene un final. Ese no final es lo real sustraído, en suspenso, sin condensación. Decimos esto, y entonces tenemos derecho a creer que la universidad, que es simplemente el saber ordenando la manera en que quiere ser sabido, no es más que un discurso pugnando por su legitimación. ¿Pero acaso hay algún discurso moderno al que no le ocurra eso? Es más ¿Hay algún discurso al que no le ocurra ser inevitablemente eso, su discurso? Todos los saberes de la modernidad se rearman bajo la forma de dardos estratégicos, que, propulsados por su incompletitud, procuran encarnar alguna napa de lo real. Pero digamos que lo real está en el aire, porque la concisión de las cosas evade su resolución última en la palabra, el saber, la teoría. Así, la política es lo real en el aire. De manera que ese mismo Kant que repone el nervio de la filosofía al interior de la universidad, eslabón del libro con el que coincido, es también el que deja una fisura, una lengua de luz por la cual el saber revela su fragilidad. Esto es lo que hace que al discurso de la universidad le suceda lo que a cualquier discurso, que no pueda ser ya, por mucho que lo intente, la representación de las representaciones, sino una representación entre representaciones.

Este sería el resorte a través del cual la política nos reenvía a la filosofía, y la filosofía a la política, dejándonos habitar respetuosamente un conflicto que el saber universitario no finalizaría, pues ni sabe la completitud, ni sabe saber su impotencia. He ahí el problema. Porque si uno quiere seguir pensando, tiene que detener a la filosofía y a la política (pero me parece que ellas se detienen solas) en un punto anterior al apocalipsis y en un punto exterior a lo que desarrolla el libro.

Willy Thayer: Ese exterior de que tu hablas, esa lengua de luz, es efectivamente la Facultad de Filosofía kantiana. De tal manera que la inversión que propones de Kant coincide, creo, con la inversión Kantiana de las facultades: la inferior (filosofía) como superior y la superior (teología, derecho, medicina) como inferior. Es esa inversión la que se consumaría como universidad filosófico-técnica. “Saber que no es posible saberlo todo”, saber muy presente en la filosofía universitaria alemana en torno a 1810, y que tu radicalizas con el “Dios ha muerto” o la “verdad es mentira” (error, errancia), de Nietzsche, ese saber no nos regala una tristeza que pueda constituirse en una diferencia crítica con el capitalismo informático. Ahí yo volvería al problema de la censura y de la totalización sin totalidad de la sociedad informática como sociedad de “datos”. Porque, o bien la experiencia de “la tristeza de que no puede saberse todo” es informatizada y se desvanece como información, integrándose distensamente como una posibilidad más de los estándares del nomenclador eléctrico, o bien es ininformatizable, irreductible a memoria informática, y entonces muere o es olvidada absolutamente, sin hacer historia o memoria, como un cementerio muerto que ya nadie jamás visitará.

En cualquier caso yo creo que el impasse que tu marcas tiene que ver, me parece, con una concepción distinta de la facultad de filosofía kantiana. Tengo la impresión de que tu no la percibes como “exterior”, esto es, como el exterior reflexionante o la platea crítica convocada —por Kant— al interior de la universidad, como centro, descentrado él mismo, de la autonomía de la universidad. Tal vez tu la piensas disciplinarmente como un campo o facultad técnica, ejecutiva y por eso necesitas situar la “lengua de luz” extramuros, y no como una actividad interna esencial a la “idea” de la universidad filosófica alemana.

Federico Galende: No, por el contrario. Estoy pensando en una caída de la filosofía en la política. Jamás lo acotaría como campo. Volvería, más bien, al acierto de Çastoriadis, cuando plantea que filosofía y política nacen juntas. Algo que podríamos notar en el caso de la polis griega, en el de la revolución francesa. La condición de la filosofía estaría allí; su soporte, en que somos el resultado de un proceso de significación que no podemos desanudar. Siempre nos falta algo. Pero quizás todo pensamiento tenga su origen en el alma fisurada de un conocimiento. Porque, también como apunta Castoriadis, es probable que hayamos entrado al mundo de las representaciones, sin la llave con que abrir la bóveda donde se apilan las significaciones que nos constituyeron. Pues bien: es este saber que no alcanza a coser sus desgarros, el que convoca al infinito el corazón clandestino de la política. Quiero decir que hay filosofía y hay política porque el saber nunca nos completa.

Guadalupe Santa Cruz: En los dos momentos que tú señalas las mujeres estamos ausentes: en la polis griega como en la revolución francesa. De ahí que nosotras tengamos un destiempo respecto de la filosofía. G. Fraisse tiene una reflexión muy interesante, justamente sobre la ausencia del tratamiento de la diferencia de los sexos en la filosofía. Ella subraya el hecho histórico de que se nos han concedido atributos, desde la filosofía, de manera tardía: cuando éstos se encuentran “depotenciados” —para usar las palabras de Willy—, es decir, cuando ya han perdido parte de su potencialidad política: ya no se discute si la mente de la mujer está ligada al cuerpo o al alma, cuando con la modernidad lo religioso pierde relevancia; la “naturaleza” de las mujeres es reafirmada junto con el nacimiento del capitalismo industrial, cuando se trata precisamente de controlar aquella naturaleza; somos consideradas “sujeto” en momentos en que entra en crisis el sujeto moderno occidental, etc.

Willy Thayer: Pero, así como el capitalismo permite el incesto o carece de actos prohibidos, en general —aunque en cada caso siempre instala exigencias y cosméticas perentorias, aunque eventuales y variables— pareciera ser que la universidad, también en general, carece paulatinamente de discursos prohibidos. La facilidad con que los discursos de mujeres, así como el de los estudios culturales y de las minorías se volvieron curricula de estudio y bibliografía universitaria, se parece mucho a la liberalidad del supermercado.

Federico Galende: Muy bien ¿Cuál es el fundamento que fundamenta eso? Ahí hay un problema.

Willy Thayer: No hay ningún fundamento que fundamente eso, porque tanto mi afirmación como la tuya se distensan en la informática. Y la informática también es un dato en la informática. Más que nunca la adjudicación de un conjunto de enunciados como enunciados de “saber”, es una operación puramente fáctica que marca dominancias de hecho, pero ninguna jerarquía trascendental, ningún saber ni fundamento.

Federico Galende: Me refiero a que ahí hay un problema de opción. Decimos que la telemática lo devora todo. Decimos que siempre deja un resto, otra cosa. Está bien. Ahora, siempre decimos un decir que no se funda sino en una política de la enunciación. Al menos que confiemos en una teoría cristalina del habla.

Willy Thayer: Pero qué te asegura que la opcionalidad de que hablas no sea un modo del cautiverio, una ilusión de opcionalidad, como cuando uno siente que tiene la tarde libre y escribe o lee. ¿A qué pertenece ese “yo quiero”? ¿A qué pertenece la libertad? Creo que no es posible inclinarse sin considerar que la inclinación, como inclinación autónoma, es lo que está en quiebra. Y aunque la opcionalidad tuviera una autonomía irreductible, ¿haría, acaso, diferencia con el capitalismo en que todos los mundos posibles, se dan cita en una incomposibilidad de facto?

Guadalupe Santa Cruz: Yo creo que habría que hacer una diferencia entre enunciación y posicionamiento: lo que hacen los medios de comunicación es borrar, precisamente, la posición subjetiva desde la cual es pronunciada esa enunciación; borran la hendidura, las perforaciones de la experiencia —aquello que se sustrae al mapa, al discurso común u oficial—, el lugar, las coordenadas, la parte fantasmal de esa experiencia, todo lo que produce a aquella subjetividad: los modos en que se adhieren trozos de cuero, trozos de sentido, a aquellas palabras, a aquel discurso que es siempre más titubeante.

Yo quisiera pasar ahora a otro tema, aunque desordene la conversación. Tiene que ver con situarme en el polo de la acción —en el rescate que hace de ella Hannah Arendt, cuando señala que la modernidad, particularmente el desarrollo de las ciencias sociales, la han asimilado a “conducta”, restándole su profundo carácter político—. Me quiero referir al registro en el cual se mueve tu libro: es un texto ecléctico, descentrado, abierto —de esos textos que permiten leerlo escribiéndolo—, pero tal vez no lo sea en el orden de generalidad y trascendencia en el cual finalmente se ubica, tal vez allí padezca de una uniformidad que produce, simultáneamente, un efecto de clausura. Lo digo, porque para reaccionar frente al texto, para posicionarme, tuve que construir un lugar, donde sí hay relieve, entre los cuerpos, entre los tiempos; donde el poder, la censura, aún se debaten entre el paradigma de la “lepra” y aquel de la “peste” (me pareció terriblemente sugerente esta lectura tuya), y donde sí hay “reserva y residuos”. Y no encontré otra alegoría más que aquella de la ciudad. Tu sostienes en el texto, aunque con una cierta dualidad, que la división del trabajo, en un cierto orden, ha llegado a su fin. Estoy de acuerdo con esta afirmación en el plano que tu lo desarrollas dentro del texto, pero me parece que en la ciudad no es así, hay cuerpos en pugna cotidiana en torno a la división del trabajo. Hay cuerpos que comen y hay cuerpos que preparan de comer; hay cuerpos que enferman a otros, hay otros que se enferman y hay cuerpos que cuidan; hay cuerpos que ordenan y cuerpos que dispersan; cuerpos que enseñan y cuerpos que aprenden, etc. Incluso en la ciudad de Santiago encontramos la Zona Norte, que es la zona donde mueren cuerpos, donde enloquecen, donde se depositan —o se botan— los restos (de los descuartizados, de los degollados, de los quemados, etc.) para que el otro lado de la ciudad pueda seguir viviendo. Divisiones del trabajo hay muchas.

¿Qué pasa con estos otros órdenes? Porque este orden de la ciudad también tiene que ver con el saber, con el conocimiento, con producción de sentidos…

Willy Thayer: Una cosa breve respecto de la división del trabajo. Lo medular no reside en la división tecno-social del trabajo o en la multiplicidad de actividades específicas que se realizan al interior de la ciudad. La división técnica del trabajo no es todavía “división del trabajo” en sentido estricto. Todo trabajo técnico, por muy diferenciado que sea disciplinarmente, cae dentro de la categoría “trabajo físico o manual”. La división del trabajo sigue siendo, para mí, la diferencia no simple entre el “trabajo físico” (fusis) y el trabajo intelectual (metafusis), entre acción y sentido. El fin de la división del trabajo no quiere decir “extinción de la división técnica de los quehaceres”, que se multiplica cada vez más. El fin de la división del trabajo lo marca la desaparición del trabajo intelectual, o el reconocimiento de que el trabajo intelectual era, finalmente, trabajo manual, físico-técnico.

Guadalupe Santa Cruz: Pero hay políticas que trabajan en las vísceras de la mega-máquina, intentando a su vez desentrañar los secretos de aquella otra corporalidad; hay prácticas, lenguajes, escrituras que revierten esta fagocitación, aunque fuese sólo, como señala S. Castro-Klaren, por “desmantelamiento de agrupaciones semánticas, posicionadas en otro lugar del contrato simbólico”: asociaciones, vertebraciones otras, que, al menos, no pueden ser tragadas sin que la “máquina” cambie de forma.

Willy Thayer: El problema se da cuando la máquina, el capitalismo en este caso, es lo suficientemente informe como para que ninguna transformación altere su “identidad” o aspecto.

Pablo Oyarzun: Quiero retomar algunas cosas que se han dicho y que tienen que ver también con estas últimas que tú estabas mencionando. Confieso la incomodidad que me produce el hecho de que las metáforas que uno suele usar llegan a tener empleos tan diversos que empiezan a funcionar en reemplazo de las categorías.

Voy ahora al asunto. Estaba pensando en lo que decías sobre lo político, que a mí me parece que efectivamente cruza todo el libro, y que además lo cruza de una manera muy peculiar, puesto que no se trata de que el libro pretenda proponer algún tipo de operación política, aunque sea solamente ficticia. No digo ya propuestas, programas, declaraciones de principios o cosas parecidas, sino que tampoco se insinúa en el libro una operación ficticia con la política y, en primer lugar, con la política de la universidad. Porque no creo que lo que aquí se promueva sea la “universidad nietzscheana”. En el momento en que se trata de decidir qué podría ser una universidad “resistente” en un contexto donde todo está en proceso de globalización, me temo que esa suerte de universidad atea nietzscheana podría parecerse demasiado a un efecto —o incluso a la forma misma— de la globalización. Las mismas operaciones con que aparece descrita esa universidad atea, no reunidora, son perfectamente similares a las de la telemática, y uno queda entonces con la duda…

Pero ahora, por otra parte, y tomando distancia, quizá se podría pensar que todo esta especie de elegía por el fin de la universidad sería el requiebro de unos pocos que de una u otra manera han sentido que su destino estaba ligado al destino de la universidad. Esos pocos son los filósofos, y esto —en el sentido más amplio— querría decir todos los que de algún modo tienen una relación con su inscripción laboral condicionada por la reflexión. Parece, entonces, que uno podría leer el texto, en cierta medida, como la queja de los filósofos que sienten la clausura de su propia tarea, en la misma medida en que se clausura la universidad. En ese sentido, yo estoy completamente de acuerdo con que la posibilidad de la filosofía tiene que ver con la posibilidad de establecer la diferencia entre filosofía y universidad. Y éste es un problema político de primera línea.

En este sentido, estaba pensando en la afirmación que hacía Federico a propósito de las enunciaciones y de restarse a la enunciación, de decir, por ejemplo, “no me parece” o “no quiero pensarlo así” u otras cosas semejantes, y que eso ya sería una inscripción de lo político y una inscripción del sujeto en la política. Por una parte, me parece que efectivamente es así, es decir, que la gana, el ánimo y el talante tienen que ver esencialmente con lo político. Nietzsche puso esto al descubierto, en el sentido que lo político tiene que ver con estados afectivos y no simplemente con los enunciados ideológicos o los intereses orgánicos que los determinan.

Pero el problema que me parece haber allí es que esos enunciados, esas reticencias y retractaciones están gobernadas por una política ciega, o sea, una política a la que le falta algo así como un marco discursivo orientador.

Pero si de política se trata, y de política fáctica de la universidad, yo, por ejemplo, echo de menos en el libro (aunque no como algo que falte allí, sino como algo que habría que discutir a partir del libro, y, en cierto modo, en contra de algunas marcas dominantes del libro), la cuestión que mencionaba Lupe a propósito de los estudiantes. Digo esto, porque me parece que el punto de partida para hablar en términos políticamente concretos de la universidad son los estudiantes. No estoy pensando en la universidad como institución histórica, que tiene una trayectoria y que ha sido avalada por tales y cuales discursos, y que eventualmente ha alcanzado algún tipo de presencia monumental, sino más bien en la praxis universitaria. Y en este terreno creo que cualquier debate acerca de las modificaciones y las transformaciones, acerca del reconocimiento de los conflictos que puede haber al interior de la institución, y qué relación tienen con su medio social, debe partir de la cuestión de los estudiantes, es decir, no de un exterior que está simplemente “afuera”, sino del exterior que está dentro. La afirmación de una simple exterioridad de la universidad queda capturada dentro de la lógica que gobierna la condición contemporánea de lo universitario. En ese sentido, no habría, para la universidad y para su emplazamiento social, ni un simple “fuera” ni un simple “dentro”. Si uno sigue esa lógica, que creo es enteramente válida por lo menos en algunos aspectos muy importantes, se podría concluir que en realidad es muy fácil quedar capturado al limitarse a invocar un exterior radicalmente ajeno a la universidad, y no tratar de seguir pensando cómo la universidad está constituida por una interioridad exterior, inasumible, que opera ineluctablemente en ella. Es eso lo que tiene ver, me parece, con los estudiantes, y tiene que ver con la escena de la clase. Y digo esto pensando particularmente en la clase de filosofía —es quizá un privilegio que conserva la filosofía en su escena docente—: nunca sabes a ciencia cierta qué clase estás haciendo ni a quién le estás hablando, ni tampoco sabes con propiedad quién eres tú en ese trance, porque allí tiene lugar una especie de proceso constante de desarmaduría de los sujetos. Quienes están en la clase de filosofía se encuentran en un proceso constante de irreconocimiento, que se da no sólo por la fascinación —o también el tedio— que ejercen los grandes discursos, sino también por la emergencia de las obsesiones que determinan a cada cual, a sabiendas o no.

Se trataría, quizá, de insistir en esa exterioridad interna de la universidad, de la cual los estudiantes tal vez son la gran alegoría: en ello estribaría la posibilidad de no convertir un discurso como el que estamos desarrollando ahora en un responso fúnebre, discurso de los deudos que se lamentan por la pérdida de aquello que les aseguraba la identidad. Después de todo, la universidad nunca nos concedió una identidad respecto de la cual no sintiésemos que las cosas más decisivas, en términos de experiencia, de pensamiento y de saber, quedan obliteradas o inhibidas.

Willy Thayer: Antes de tomar la cosa de los estudiantes como lugar de la facultad de filosofía Kantiana, un breve alcance sobre la quejumbre de los filósofos. Las facultades curriculares o docentes de filosofía, son facultades técnicas, o sea, trabajo físico, trabajo útil. Y su crisis actual es respecto de la inutilidad de lo que otrora fue útil para el Estado. Los profesores de filosofía se quejan porque su quehacer se ha vuelto inútil; cosa que jamás le aproblemaría a un filósofo “natural”, como lo denomina Schopenhauer, que no tiene como teleología servir a nadie. Pero retomemos lo de los estudiantes. Acaba de haber un paro en el pedagógico y también en la Universidad de Chile, un paro conducido, promovido y finalizado por los estudiantes, en relación a las políticas estatales (o post-estatales) respecto del financiamiento de la educación superior. Defender, exigir financiamiento estatal, por una parte, era el primer motivo por el que se hacía el paro. Motivo en que coincidían los tres estamentos tradicionales (estudiantes, administrativos, docentes). Pero había un segundo punto, nada de novedoso en cualquier caso, que tiene que ver con la demanda de participación del estudiantado en la esfera decisional de las políticas universitarias: participación. Lo sorprendente aquí no es la demanda ni la diferencia de los estudiantes con los académicos, sino la respuesta olímpica del Ministerio: “háganlo como quieran”. Más aún, al Ministerio le parece perfectamente bien que los estudiantes formen parte de la decidibilidad universitaria. Eso para muchos puede ser indicio de una democratización o liberalización extrema, pero yo creo más bien que indica que ya no existen los estudiantes. Que ya no hay estamento estudiantil en el sentido moderno. Ya no hay más estudiantes modernos. Y por eso “da lo mismo” que decidan ellos, da lo mismo quien decida, en la medida en que la regulación es mercantil. Y ese es el punto. Este “darle lo mismo” al Estado —porque él se da lo mismo a sí mismo— la facultad de filosofía, o los estudiantes, me habla de una “inverosimilitud” general de la política y de la universidad moderna (¿hay otra?). Ya no hay una política estatal que debe formar y conducir las fuerzas manuales e intelectuales hacia el progreso de la nación, sino más bien una no-política post-estatal que nos abre a una facticidad de las (in)decisiones fuera de todo programa societal o marco, como decía Pablo recién. Nadamos en una facticidad donde el proyecto general o trascendente da lo mismo, aunque nada nos dé lo mismo en cuanto a la facticidad en cada caso. El “no estoy ni ahí”, de que otras veces hemos conversado y que Pablo ha vuelto temático en un par de conferencias, creo que apunta críticamente hacia lo trascendente —trascendentalmente no estoy ni ahí—, e interpela, a la vez, a una facticidad que no constituye lugar alguno. No estoy ni ahí, no estoy en ningún marco, aunque no me da lo mismo caer muerto o carecer de tarjetas. En este plano si que estoy de acuerdo con Federico y Lupe respecto del posicionarse al enunciar. Ahí sí, en la facticidad, las posiciones cobran la fuerza inmanente del evento.

Pablo Oyarzun: Pero creo que en esa fórmula del “dar lo mismo” puede haber un equívoco latente. En un sentido es completamente correcto afirmar que al mercado global le da lo mismo lo que tú hagas. Pero, en otro sentido, le da lo mismo en la medida en que lo que tú hagas no sea lo mismo, porque ésa es justamente una de las grandes apuestas del mercado, que los sujetos sigan haciendo presentes sus interminables diferencias, su infinita diversidad y que incluso sean lo más inventivos posible a ese respecto, porque ello genera nuevas necesidades, nuevas expectativas, nuevos insumos, nuevas mercancías, de manera que se haga posible conquistar zonas cada vez más secretas, más recónditas. Justamente eso, que tú decías que te interesa tanto, es lo central, o sea, la provocación que el mercado hace a los sujetos a ser cada vez más subjetivos, a ser cada vez más sabedores y elocuentes a propósito de sus diferencias. Esa es una apuesta fundamental, sobre la cual se sustenta el mercado, y creo que, en el fondo, es una apuesta frágil, una apuesta que de alguna manera fragiliza al mercado también.

Willy Thayer: En eso coincido totalmente. Coincido en que el capitalismo exaspera las diferencias como condición del plus-valor. Pero insisto en que las diferencias exasperadas no hacen diferencia con el capitalismo. Y eso es el fin de lo moderno como fin de la revolución, que en este contexto no sería sino una diferencia exasperada, es decir, una operación de mercado.

Federico Galende: ¡Qué problema! Siempre se vuelve a la misma herida. Eso no me gusta. Porque ¿Qué sería ese pensamiento que finalmente piensa lo que da lo mismo? ¿Qué sería, cuando eso es exactamente lo que el pensamiento no puede pensar? Digamos: cuando no piensa, lo que el pensamiento no puede pensar es lo que da lo mismo.

Willy Thayer: Pero ¿qué tipo de pensamiento sería ése?

Federico Galende: ¿Qué tipo de pensamiento sería ése que no es ése? Ahí retomaría lo que decía antes Lupe. Podemos colocar en escena la cuestión de una nueva temporalidad, que expropia la gestión de nuestra existencia en una unidad productiva del tiempo, telemática, organizada, hiperfuncional. Podemos pensar la expropiación de la experiencia, entonces, pero no podemos pensar eso sin que en el momento de pensarlo no se dé, inmanente, un diferir. En el mismo instante en que pensamos la expropiación de nuestro tiempo rememorativo, pensamos una diferencia respecto de esa expropiación. Pensamos. Después, ya nada da lo mismo. Un pensamiento que piensa lo que da lo mismo, se autoconfuta, pues adelanta en su anuncio aquello que abole en la diferencia requerida para anunciarlo.

Willy Thayer: Pero, ¿cuál es el alcance?

Federico Galende: El alcance está en que lo real es lo que nunca deja de no darse, condición evasiva que siempre ubica al pensamiento ante su propia deuda. Y esa deuda no la puede pagar dándose lo mismo, lo que da lo mismo. Hay algo que hemos perdido, y que siempre estamos en condiciones de recuperar. Tal vez se trate de esto, de devolvernos a nosotros mismos la conciencia de que eso que llamamos lo real es demasiado frágil. Personalmente, creo que la idea de que aun todo puede ser transformado tiene que ver, antes que con la voluntad, con la convicción de que toda realidad es débil, de que todo orden se desvanece cuando está ante un imaginario que lo desborda. Uno podría volver atrás y pensar en autores como Gorky, como Benjamin, como Simone Weil (a los cuales nada, por supuesto, los une entre sí), y notar que en ellos hay un punto de partida en común, que, además de ser la partida desde ningún punto en común, consiste en el saber de que lo real es lábil, endeble, volátil. He ahí un exterior posible respecto de la telemática, una ventisca que siempre podemos volver a agitar. Todo puede ser cambiado. ¡Nunca había estado tan optimista como en esta mañana!

Willy Thayer: Lo que uno presiente, sin embargo, es que eso que tú llamas realidad, como un afuera de la universidad o del mercado, un afuera ya no revolucionario sino fragilizado al extremo, es como la conciencia desventurada de Hegel. ¿Cómo no pensar que ese más allá o lo que resta no es sino el momento en que el “más acá” (o la identidad) se clausura como ilusión de un más allá (diferencia). Lo que resta es cantera de la técnica o del plus-valor. Y la cantera no está fuera de la técnica.

Me gustaría ponerme en ese lugar exterior tuyo, raicilla de tu optimismo de esta mañana. O en un humor estéticamente más tolerable como el del cinismo. Por eso, a parte de la amistad personal, le dediqué el libro al libro de Pablo, al dedo de Diógenes, me refiero.

Pablo Oyarzun: Otra de las cuestiones que cruza el libro entero, y que tiene que ver muy fundamentalmente con la cuestión del cuerpo, es el tema de la lengua, de la lengua como una especie de metonimia del cuerpo: no sólo la lengua idealizada como habla, sino la lengua corpórea, la lengua de vaca, si tú quieres. Esto me parece decisivo cuando se trata de las reservas que uno tiene a propósito del optimismo de que hablabas, reservas que no ciegan la posibilidad de afirmar siempre una cierta alteridad no reducida, que a mí me parece que es lo único en lo que tiene sentido porfiar ahora. Una multiplicidad de dificultades salen al paso cuando se intenta pensar esa cuestión, dificultades que atañen a los condicionamientos con los cuales operan el mercado, la telemática y todos los sistemas de globalización contemporáneos. Tal vez esos condicionamientos son de dos grandes tipos, uno de eficacia y otro de presentabilidad, y hacen sentir su fuerza sistemática en distintos sectores, en distintos niveles, en el nivel de la lengua, en el de la presentación corpórea, en el de la articulación de los deseos y los propósitos y en el nivel económico, obviamente. Y pareciera que todos estos condicionamientos tienen como sentido general la captura de la experiencia, de la experiencia como elemento diferidor, como evento de lo real irreductible, o sea, de ese real que está siempre en diferimiento respecto de sí mismo. Así, en cuanto al lenguaje, uno podría pensar cómo opera todo el sistema de la información y de la comunicación contemporáneas, no tanto en cuanto a hacernos sentir que no hay más experiencias posibles, sino, por el contrario, que es perfectamente posible que siga habiendo muchas experiencias, pero sin que el modo en que tú narras esas diferencias haga diferencia ya; dicho de otro modo, sería el relato de la experiencia lo que ya no es posible como experiencia. Ahí me parece ver una de las grandes cuñas de este sistema, una cuña que no tiene que ver en primer término con el factor que sería el más previsiblemente apocalíptico, o sea, la supresión de la experiencia, sino que atañe más bien a la supresión de las condiciones para hacer presente la experiencia como tal a través de la lengua, de la gestualidad corpórea.

Federico Galende: Me refiero al punto respecto de la experiencia, tú pensarías como algo completamente codificado.

Pablo Oyarzun: No.

Federico Galende: O algo que justamente es aquello que nunca termina dejarse codificar.

Pablo Oyarzun: Eso, más bien. Pienso que la globalización telemático-mercantil tiene que ver con eso que nunca puede terminar de ser codificado, pero que, sin embargo, sólo es presentable a partir de códigos reconocibles. Es ese momento, en que el relato de la experiencia ya no hace ninguna diferencia, cuando las palabras sólo se limitan a repetir su propio desgaste (y, si se quiere, su propia estética del desgaste), el momento en que no hay ninguna posibilidad de reconocer allí una enunciación que resulte reveladora, si se quiere, apocalíptica.

Federico Galende: Quizá ahí se dé la experiencia de no poder narrar sino con códigos elididos de la experiencia. Me refiero a que por fuera del código queda siempre una suerte de residuo estético, algo que somos lateralmente al modo en que nos conocen. Todos creían que él era feliz, pero resulta que él estaba feliz de haber sido un hombre triste. Cosas de ese tipo, etc. Nadie sabía que alguien estaba mal, pero al mismo tiempo ese alguien pensará que no había que saberlo para que su áspero tesoro se preservara. Debe existir un dorso de la conciencia que elude el código. ¿Quién sabe?, ¿no? Si así fuera, habría un trozo de la experiencia que no latiría bajo el peso brutal del código, sino al interior de un saber intransmisible, indecible, indecidible. Allí la tristeza puede ser un palo trabando la rueda universal del conocimiento. Tal vez sea eso la experiencia, el bache que se abre entre lo vivido y lo que se da a conocer.

Guadalupe Santa Cruz: Respecto del desgaste del lenguaje, de la narración, un fragmento del primer epígrafe en el libro, de Scherpe, me llamó la atención: la materialización en la bomba del “dominio del trabajo muerto sobre el trabajo vivo”. Se podría hacer un paralelo entre esa imagen y el hecho de que hoy en día, la técnica, los objetos que nos rodean —y nos asedian— parecieran traer incorporado el relato, el argumento, lo que pone en jaque tanto a la reflexión crítica, como a la escritura literaria. Como si los otros lenguajes debieran entonces atenerse a lo descriptivo, sin lo cual estarían bajo amenaza de caer en el terreno de la “abstracción” —esta cualidad aparece hoy en nuestro país, paradojalmente, como uno de los pecados capitales—, o de ser convertidos en meros excedentes. A este propósito (lo cito todas las veces que puedo, porque me parece que se trata de un verdadero manifiesto para los tiempos en que vivimos), al asumir Eduardo Frei R.-T. su período presidencial, anunció algo así como: “Seré parco en palabras y pródigo en hechos”. Otro tema pendiente, siento yo, tanto en el libro como en esta conversación, es la filosofía latinoamericana y la filosofía chilena. ¿Qué pasa allí? Respecto de este tema, de la institución local de la filosofía, hay un gran silencio en el libro.

Willy Thayer: Lo “local” del libro podría consistir en la “mala citación”, las lecturas a medias, el exceso de interpretación, etc. Pero en qué creemos cuando decimos mala cita o lecturas a medias. ¿Acaso en citas y lecturas plenas? La imposibilidad de la plenitud, o la plenitud como amenaza, como forma de la dominación metafísico-estatal con que permanentemente hay que vérselas en toda interrogación universitaria, interrogación frente al cual siempre se está en la situación de no tener idea qué es lo que hay que decir y de quedar remitidos a la cita, a lo que otros —estatalmente autorizados— dicen. Pero esta situación muy típica del castellano hispanoamericano o del “intelectual latinoamericano”, pareciera ser ya “universal” o referible a cualquiera, pareciera la condición del intelectual europeo de siempre.

Pablo Oyarzun: Pero por allí hablas del equeco.

Willy Thayer: Claro, el equeco como intelectual latinamericano. Pero todos los intelectuales serían ya equecos, si es que no lo fueron siempre. Decir que los equecos seamos “nosotros” es pretencioso. Se pudo creer que toda la tradición de escritura hispanoamericana tienen la forma equéquica, reverencial o paródicamente referida a otras tradiciones. Pero, sabemos ahora, el equeco es el mercado.

El problema, en cualquier caso, y para retomar la cuestión de fondo, es atribuirse políticamente en la actualidad, el lugar de una lengua débil como lugar de la diferencia, así como antes, modernamente, pudo serlo el atribuirse una lengua fuerte o estatal nacional para luchar contra la lengua imperial. Atribuirse una débil fuerza lingüística contra la fuerza lingüística de las lenguas modernas, estatales, nacionales.

Pablo Oyarzun: Ya dije antes que percibo la cuestión de la lengua como otro eje de todo el libro. Un eje eminentemente crítico. Porque se trataría de situar en la lengua el espacio más agudo de conflicto entre lo categorial y lo experiencial. Una lengua fuerte sería tal vez una lengua que puede instalar ese espacio e instalarse en él. No una lengua que pueda reivindicar determinadas experiencias contra la categorialidad, o que pueda organizar la experiencia categorialmente, sino una lengua que logra sobrevivir en ese conflicto, que logra mantenerse en esa tensión y hacérsela presente a quienes actúan en ella, a quienes la habitan. La debilidad de las lenguas tendría que ver con el hecho de que la incomposibilidad entre lo categorial y la experiencia ya no se vive como estímulo, sino como desgano. A propósito de esto me parece que se plantea una de las cuestiones quizá más abismáticas del libro. Me refiero a la apelación, en la filosofía y como filosofía, a ciertos momentos, que son aquéllos con los cuales se mide esa fuerza. Mencionaba al principio esos grandes nombres filosóficos, que están allí como monumentos de una tensión aguda, entre los dos polos de lo categorial y lo experiencial, y que socavan, a la vez, el suelo temprano de la inauguración de la universidad y el tardío de su clausura. Ello ocurre cuando aludes a Sócrates, el que no escribe, cuando aludes a Descartes, que es aquél que se deshace de todas las palabras, cuando mencionas a Kant, que establece el espacio de la reflexión como pura posibilidad, y que es , por tanto, un espacio para el cual ninguna palabra es propia, uno, más bien, en que toda palabra tendrá que ser juzgada —puesto que el juicio funciona allí como la fuerza fundamental que permite constantemente volver a restablecer una relación con el lenguaje—, y cuando aludes a Nietzsche, como aquél que deshace genealógicamente todas las formas consolidadas del lenguaje. Y uno podría seguir agregando algunos nombres que no aparecen inmediatamente referidos en el texto, y que se alinean un poco bajo la noción del poema, que aparece en un solo lugar del texto, muy marcadamente, y nunca más vuelve a ser retomada, nombres como los de Benjamin, Heidegger u otros por el estilo.

Willy Thayer: De acuerdo. El capitulo sobre Nietzsche está organizado desde la confrontación entre lengua materna — como lengua suelta y atea— y lengua universitaria, como lengua reunidora y capitalista. Pero el problema se duplica cuando la lengua universitaria, la lengua categorial y capitalista o teológica se yergue como un otro poema que el poema genealógico, ateo, disolvente. Todas las instituciones finalmente, y todos los saberes, son poemas petrificados.

Federico Galende: Como poema, lo veo demasiado convicto. Eso. Un poema convicto.

Willy Thayer: La manera como se vuelve convincente un poema es otra cosa. El punto sería que originalmente toda ley es el efecto de un aspaviento ilegítimo que se instaura y tiene una forma de imperar, de hacer historia y anclar en nombres la peregrinación de una etnia.

Federico Galende: Tratándose de un poema finalizado… En fin, estaríamos frente a un poema que destituye su poesía.

Pablo Oyarzun: Claro, porque está obsesionado por la legitimidad.

Federico Galende: Claro, salvo que uno arme algo así como una teoría instrumental de la poesía.

Guadalupe Santa Cruz: Es extraño, o tal vez hice una lectura muy errática de tu libro. Me pareció todo el tiempo que lo que estaba en la orilla, lo que estaba en el exterior, era el poema. Este es otro de los silencios que arman, permanentemente, el texto.

Willy Thayer: Pero, en qué creemos, o que se hace cuando creemos que hay una poesía no capitalizable, no instrumentalizable en el poema. Como arrogarse, ahora, un “saber” o, más que eso, el lugar de la poesía del poema. Desde que experiencia se habla cuando se habla así. Creo que eso es analogable a presuponer un saber sobre el muerto. Presuponerse en el lugar del muerto o de la poesía del poema, por otra parte, eso siempre ha sido una operación de capitalización, de la facultad de medicina, de psiquiatría, o de literatura. Yo concentré la cuestión de la resistencia o de la diferencia que se indispone a las formas de dominación, antes de la ideología de fragilidad y de la reserva, en la cuestión del “andar bien por la lengua” nietzscheano, cuya inversa, “andar mal”, es andar universitariamente por la lengua. Andar bien equivale a andar genealógicamente, peregrinar en el estado físico del asco hacia toda capitalización o teología. La poesía del poema se salvaguarda de la captura universitaria vomitando la universidad, y no asimilándola. En cualquier caso creo que el libro está leyendo el poema desde el rendimiento que la teleología le saca. Y en este sentido es un libro universitario. El punto de vista del poema cuya poesía la universidad destruye, ese otro lugar, no es posible arrogárselo para resistir a la universidad.

Guadalupe Santa Cruz: Hay para mí otras incomodidades respecto de los silencios del texto. En algún momento tu nombras el pensamiento feminista, en una pequeña cita en medio del libro… A propósito de naturaleza y cultura, justamente, todo el contrato social nos deja fuera a las mujeres. Entonces, hay un discurso aquí que no tiene piso: ¿quién habla? ¿a propósito de quién habla?

Celia Amorós, una filósofa española, dice que el contrato social nos califica a nosotras como naturaleza, pero de una manera ambigua, que exalta y excluye a la vez. Por un lado, como naturaleza legitimante, en el sentido del laissez-faire, laissez passer, dentro del hogar, en el espacio privado —porque ahí también empieza la división entre privado y público—, como guardianas de una cierta virtud en el seno de la familia. Y en la otra noción de naturaleza que es aquella que hay que dominar, que controlar. Hay una ilación por hacer aquí, pero es imposible sin declinar, sin adjetivar, sin ponerle suelo a la conversación. Tú decías al principio “traté de no adjetivar”; yo hubiera adjetivado más.

Federico Galende: ¿Y a ti no te convence eso? ¿Lo de la naturaleza?

Guadalupe Santa Cruz: No, no me convence. No ser parte del Contrato Social es algo que a las mujeres nos ha hecho, evidentemente, problema. Entonces cuando se habla del contrato social, del “sujeto moderno”, ¿a quién se está suponiendo? Para mí ese “sujeto moderno” tiene que declinarse, particularizarse, ubicarse histórica y geográficamente…

Willy Thayer: Me parece, en todo caso, que queda claro en el libro que la universidad y el Estado se erigen contra las mujeres, contra los verbos que el mismo Estado y la universidad instituyó discriminatoriamente como femeninos o afeminados. El Estado como aparato pedagógico capitalista requiere la producción de sujetos públicos y de fuerzas de trabajo en el sentido del capitalismo estatal. Requiere de individuos autobiográficos —y subrayo el auto—, es decir, el yo estatal moderno como palanca de la modernización. De ahí que los “grandes” nombres, las grandes autobiografías, como vidas ejemplares modernas, que regulan la erección de lo materno suelto y sobrevigila panópticamente los estados alterados de la naturaleza. Las mujeres entran, sin embargo, en el último momento a la universidad y al Estado. Entran en el momento de su muerte en el mercado post-estatal. Ese punto me parece políticamente importantísimo de considerar respecto la apertura de los curricula en el contexto de la neoliberalización de los curricula.

Guadalupe Santa Cruz: Contra las mujeres, pero también contra otras subalternidades, eso no lo hemos dicho.

Willy Thayer: La función educativa estatal moderna, que está hecha para construir sujetos públicos, o sea, masculinos, ha estado entregada a las mujeres y esa es la mayor insidia del Estado pedagógico, en tanto capitaliza el saber de la afección, en tanto saber de mujer, para anestesiar la impiedad de la letra estatal contra las subalternidades.

Federico Galende: Yo quería decir lo último retomando lo del principio, el problema del exterior del libro. Ahí uno se pone a pensar algo, lo difícil que ha sido en este país articular un campo ensayístico cultural autosuficiente respecto de la universidad y como uno puede seguir encontrando todavía grandes ciudades donde ese campo es finalmente autónomo, donde la vida intelectual no necesita producir su transacción con lo académico. En ese sentido es muy notorio aquí como la escritura es siempre una escritura dividida, en el sentido de ser escritura ensayística y escritura académica alternativamente. Por la misma necesidad de establecer esa transacción con el único campo intelectual posible, no queda un afuera. Eso es muy notorio respecto de las consecuencias que ha tenido, por ejemplo, en la narrativa, en el cine, en la prosa. Donde prácticamente toda la narrativa está puesta en un lugar de invisibilidad, por la falta de averiguación de un campo crítico por afuera de la academia. Es muy difícil tener una narrativa seria, tener un cine serio o tener incluso una intelectualidad seria en un país donde finalmente la universidad —y hoy se habría llegado a un extremo de eso— es la constitución permanente del orden de la necesidad. En un contexto donde ese orden de la necesidad todo el tiempo está siendo creado por el mismo ser universitario.

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Esta conversación acompañó la primera edición de La crisis no moderna de la universidad moderna, publicada en 1996 por Cuarto Propio.

Imagen:  J. M. W. Turner, Stormy Sea Breaking on a Shore (1840-1845), oleo sobre tela, Yale Center for British Art.