Bienvenido al Estado suicida, por Vladimir Safatle

Bienvenido al Estado suicida, por Vladimir Safatle

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Eres parte de un experimento. Quizá no te des cuenta, pero eres parte de un experimento.

El destino de tu cuerpo y tu muerte son parte de un experimento de tecnología social, de un nuevo modo de gestión. Nada de lo que está ocurriendo en este país, de lo que podría considerarse parte de nuestra historia, es fruto de la improvisación o del voluntarismo de los dirigentes. Porque incluso nunca se intentaron comprender los procesos históricos desde la intencionalidad de los agentes. Saber lo que ellos piensan, lo que están haciendo, es realmente lo que menos importa. Como se ha dicho más de una vez, normalmente ellos actúan sin saber.

Este experimento del cual formas parte, en el cual te han puesto a la fuerza, tiene nombre. Se trata de la implementación de un “Estado suicida”, como dijo una vez Paul Virilio. Es decir, Brasil enseña definitivamente cómo es el escenario en que se intenta implementar un Estado suicida. Una nueva etapa en los modelos de gestión inmanentes al neoliberalismo. Ahora, en su faceta más cruel, en su fase terminal.

Se equivoca quien cree que esto es, apenas, la tradicional figura del necro-Estado nacional. Caminamos hacia un más allá de la temática de la necropolítica del Estado como gestor de la muerte y de la desaparición. Un Estado como el nuestro no es solamente el gestor de la muerte, es el permanente actor de su propia catástrofe, es el productor de su propia explosión. Para ser más preciso, es la mezcla entre la administración de la muerte de amplios sectores de su propia población y el coqueteo continuo y riesgoso con su propia destrucción. El final de la Nueva República será un macabro ritual de emergencia de una nueva forma de violencia estatal y de los rituales recurrentes de destrucción de los cuerpos.

Un Estado de esta naturaleza solo apareció una vez en la historia reciente, y se materializó de forma ejemplar en un telegrama. Un telegrama que poseía número: Telegrama 71, a través del cual, en 1945, Adolf Hitler proclamó el destino de la guerra, entonces perdida. Decía: “Si la guerra está perdida, que la nación perezca”. Con ello, Hitler exigía que el propio ejército alemán destruyera lo que restaba de la infraestructura de la debilitada nación, ante su inminente derrota. Como si ese fuera el verdadero objetivo final: que la nación pereciera bajo sus propias manos, las mismas que desencadenaron todo. Esa era la respuesta nazi a una rabia secular contra el propio Estado, y contra todo lo que hasta entonces había representado. Celebrando su destrucción y la nuestra. Hay múltiples maneras de destruir el Estado y una de ellas, la contrarrevolucionaria, es acelerando en dirección de su propia catástrofe, aunque se pague con nuestras vidas. Hannah Arendt hablaba sobre el hecho espantoso de que aquellos que adherían al fascismo no vacilaban, incluso cuando se convertían en víctimas, incluso cuando el monstruo empezaba a devorar a sus propios hijos.

Sin embargo, lo espantoso no es eso. Como decía Freud: “Aun la autodestrucción de la persona no puede ocurrir sin satisfacción libidinal”. En realidad, ese es el verdadero experimento, un experimento de economía libidinal. El Estado suicida logra hacer de la revuelta contra el Estado injusto, contra las autoridades que nos excluyeron, el ritual de liquidación de sí mismo en nombre de la creencia en la voluntad soberana y la preservación de un liderazgo que debe escenificar su ritual de omnipotencia, aun cuando sea clara como el sol su miserable impotencia. Si el fascismo siempre fue una contrarrevolución preventiva, no olvidemos que siempre supo transformar la fiesta de la revolución en un ritual inexorable de autoinmolación sacrificial. Hacer que el deseo de transformación y diferencia conjugue la gramática del sacrificio y de la autodestrucción: esa siempre fue la ecuación libidinal fundante del Estado suicida.

El fascismo brasileño y su nombre propio, Jair Bolsonaro, encontraron por fin una catástrofe para llamar propia. Llegó bajo la forma de una pandemia que exigiría someter la voluntad soberana, y su paranoia social compulsivamente repetida, a la acción colectiva y a la solidaridad genérica, teniendo en mente la emergencia de un cuerpo social que no dejara a nadie en el camino en dirección a Hades. Frente a la sumisión a una exigencia de autopreservación —que saca de la paranoia su teatro, sus enemigos, sus persecuciones y sus delirios de grandeza—, la decisión fue, sin embargo, el coqueteo continuo con la muerte generalizada. Si aún necesitamos una prueba de que estamos lidiando con una lógica fascista de gobierno, esta sería la definitiva. No se trata de un Estado autoritario clásico que usa la violencia para destruir enemigos, se trata de un Estado suicida de tipo fascista que solo encuentra su fuerza cuando pone a prueba su voluntad frente al fin.

Es obvio que tal Estado se funda en esa mezcla tan nuestra de capitalismo y esclavitud, de publicidad, de coworking, de rostro joven, de desarrollo sustentable e indiferencia asesina hacia la muerte, reducida a efecto colateral del buen y necesario funcionamiento de la economía. Algunos creen que están escuchando a los empresarios, dueños de restaurantes y publicistas, cuando puercos travestidos de heraldos de la racionalidad económica vienen a decir que peor que el miedo a la pandemia debe ser el miedo al desempleo. En realidad, ellos están frente a dueños de esclavos que aprendieron a hablar business English. La lógica es la misma, solo que ahora aplicada a toda la población. La producción no puede parar. Si para eso algunos esclavos mueren, bien, nadie realmente va a preocuparse por ellos, ¿no es verdad? Y, después de todo, ¿qué significan cinco mil, diez mil muertes, si estamos hablando de “garantizar empleos”, es decir, garantizar que todos continuarán siendo masacrados y expoliados en acciones sin sentido y sin fin, mientras trabajan en las condiciones más miserables y precarias posibles?

La historia de Brasil es el uso continuo de esta lógica. La novedad es que ahora esta lógica se aplica a toda la población. Hasta hace muy poco tiempo, el país dividía a sus sujetos entre “personas” y “cosas”, es decir, entre aquellos que serían tratados como personas, cuya muerte provocaría duelo, narrativa, conmoción, y aquellos que serían tratados como cosas, cuya muerte es apenas un número, una fatalidad que no implica ninguna razón para llorar. Ahora llegamos a la consagración final de esta lógica. La población es apenas el suministro desechable de un proceso de acumulación y concentración que no para bajo ningún supuesto.

Sin duda, siglos de necropolítica proporcionaron al Estado brasileño ciertas habilidades: sabe que uno de los secretos del juego es hacer que desaparezcan los cuerpos. Impides la circulación de números, cuestionas los datos, pones sobre los muertos por coronavirus otra rúbrica, abres tumbas en lugares invisibles. Bolsonaro y sus amigos, venidos de los sótanos de la dictadura militar, saben cómo operar con esa lógica. Es decir, el viejo arte de gestionar la desaparición, que el Estado brasileño sabe manejar tan bien. De todas formas, there is no alternative. Ese era el precio a pagar para que la economía no parara, para que los empleos fueran garantizados. Alguien tenía que pagar por el sacrificio. Lo curioso es que siempre son los mismos quienes pagan. El verdadero cuestionamiento es otro, a saber: ¿quién no paga nunca por el sacrificio mientras predica el evangelio espurio del azote?

Pues vean qué cosa interesante. En la República Suicida Brasileña no hay ninguna oportunidad de hacer que el sistema financiero vierta sus ganancias obscenas en un fondo común para el pago de sueldos de la población confinada, ni de por fin implementar el impuesto constitucional sobre grandes fortunas, para tener a disposición parte del dinero que la élite vampirizó del trabajo compulsivo de los más pobres. No, esas posibilidades no existen. There is no alternative: ¿será necesario repetirlo una vez más?

Esa violencia es la matriz del capitalismo brasileño. ¿Quién pagó a la dictadura para crear aparatos de crímenes contra la humanidad en la cual se torturaba, violaba, asesinaba y se desaparecían cadáveres? ¿No estaba ahí el dinero de Itaú, Bradesco, Camargo Correa, Andrade Gutierrez, FIESP, es decir, todo el sistema financiero y empresarial que hoy obtiene ganancias, garantizadas por los mismos que ven nuestras muertes como un problema menor?

En la época del fascismo histórico, el Estado suicida se movilizaba a través de una guerra que no podía parar: la guerra fascista no era una guerra de conquista. Era un fin en sí mismo. Como si fuera un “movimiento perpetuo, sin objeto ni objetivo” cuyos impasses llevan a una aceleración cada vez mayor. La idea nazi de dominación no está enlazada al fortalecimiento del Estado, sino a un movimiento constante. Hannah Arendt hablará de la “esencia de los movimientos totalitarios que solo pueden permanecer en el poder mientras estén en movimiento y transmitan movimiento a todo lo que les rodea”. Una guerra ilimitada que significa la movilización de todo efecto social, la militarización absoluta en dirección a una guerra que se vuelve permanente. Guerra, sin embargo, cuya dirección no puede ser otra que la destrucción pura y simple.

Solo que el Estado brasileño nunca ha necesitado de una guerra, porque siempre fue el gestor de una guerra civil no declarada. Su ejército no ha servido para otra cosa que para volverse cada tanto en contra de su propia población. Esta es la tierra de la contrarrevolución preventiva, como decía Florestan Fernandes. La patria de la guerra civil sin fin, de los genocidios sin nombre, de las masacres sin documento, de los procesos de acumulación del capital realizados mediante la bala y el miedo contra lo que se mueva. Todo eso aplaudido por un tercio de la población, por sus abuelos, sus padres, por aquellos cuyos circuitos de afectos están sujetos a ese deseo inconfesable del sacrificio de los otros y de sí, desde hace generaciones. Pobres de los que aún creen que es posible dialogar con quienes estarían en este momento aplaudiendo a los agentes de la SS.

Alternativas existen, pero si son implementadas serán otros afectos los que circularán, fortaleciendo aquellos que rechazan la lógica fascista y permitiendo, por fin, que ellos imaginen otro cuerpo social y político. Tales alternativas pasan por la consolidación de la solidaridad general que nos hace sentir en un sistema de mutua dependencia y apoyo, en el cual mi vida depende de la vida de aquellos que ni siquiera forman parte de “mi grupo”, que no están en “mi lugar”, que no poseen “mis propiedades”. Esta solidaridad que se construye en los momentos más dramáticos les recuerda a los sujetos que ellos participan de un destino común y que deben sostenerse colectivamente. Algo muy diferente al “si yo me infecto es problema mío”. Mentira atroz, pues será, en realidad, problema del sistema colectivo de salud, que no podrá atender a otros porque necesitará cuidar de la irresponsabilidad de uno de los miembros de la sociedad. Pero si la solidaridad aparece como afecto central es la farsa neoliberal la que cae, esta misma farsa que debe repetir, como decía Thatcher: “no existe esa cosa llamada sociedad, solo hay individuos y familias”. Solo que el contagio, Margaret, el contagio es el fenómeno más democrático e igualitario que conocemos. Él nos recuerda, al contrario, que no existe eso del individuo y la familia, sino que hay una sociedad que lucha colectivamente contra la muerte de todos y experimenta de manera colectiva cuando uno de los suyos decide vivir por cuenta propia.

Como dije anteriormente, alternativas existen: la suspensión del pago de la deuda pública, tasar por fin a los ricos y proporcionar a los más pobres la posibilidad de cuidar de sí y de los suyos, sin preocuparse por volver con vida de un ambiente de trabajo que puede ser un foco de diseminación, que puede ser una ruleta rusa. Si alguien hiciera un recuento en las hordas del fascismo, relataría lo que está ocurriendo con uno de los únicos países del mundo que se niega a seguir las recomendaciones de combate a la pandemia: será objeto de un cordón sanitario global, del aislamiento por ser un foco no controlado de proliferación de una enfermedad con la cual los otros países no querrán nunca más tener contacto. Ser objeto de un cordón sanitario global debe ser realmente algo muy bueno para la economía nacional.

Mientras, nosotros luchamos con todas las fuerzas para encontrar algo que nos haga creer que la situación no es tan mala, que son apenas resbalones y falta de tacto de un insensato. No, no hay insensatos en esta historia. Este Gobierno es la realización necesaria de nuestra historia de sangre, de silencio, de olvido. Historia de cuerpos invisibles y de capital sin límite. No hay insensatos. Al contrario, la lógica es clara e impecable. Eso solo ocurre porque cuando es necesario radicalizar siempre alguien en este país dice que todavía no es el momento. Frente a la implementación de un Estado suicida, solo nos resta una huelga general por tiempo indeterminado, un rechazo absoluto a trabajar hasta que este Gobierno caiga. Solo nos restaría quemar los establecimientos de los “empresarios” que cantan la indiferencia ante nuestras muertes. Solo nos restaría parar la economía de una vez, utilizando todas las formas de contraviolencia popular. Solo nos restaría parar de sonreír, porque ahora sonreír es consentir. Pero ni siquiera un trivial pedido de impeachment es asumido por quien dice estar en la oposición. No deberíamos olvidar esas palabras del Evangelio: “Si la sal no sala, ¿de qué sirve entonces?”. Debe servir para no hacernos olvidar el gesto violento de rechazo que debería aparecer cuando intentan darnos, a la fuerza, nuestra propia carne servida fría.

Traducción: Ana Patto y Leticia Colleti

Revisión: Salomé Esper

Imagen: Fragmento de Los papagayos, de Beatriz González.

* Agradecemos a la editorial Diecisiete, de 17, Instituto de Estudios Críticos, por la autorización para publicar esta traducción, circulada a través de: www.diecisiete.org. El texto fue publicado originalmente por la editorial n-1 edições en su sección Pandemia crítica.