Constitución, por Alejandra Castillo

Constitución, por Alejandra Castillo

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“Senabiles fecit (DEUS) nationes órbis terrarum: et non est in illis medicamentum exterminii, nec inferorum regnum in terra. Justitia enim perpetua est, et immortalis” (Henríquez, 1811, 53). Con ocasión de la inauguración del Primer Congreso Nacional de Chile el 4 de abril de 1811, siete meses más tarde de celebrada la Primera Junta de Gobierno, el diputado Camilo Henríquez (1769-1825) pronunciaba un provocador y sorprendente discurso político que comenzaba con un breve pasaje en latín del Liber Sapientae, precisamente el versículo I/14-15 con el que iniciamos este texto.

Si sorprendía el hecho de la utilización de un versículo de la Vulgata en latín, lengua desusada para los asuntos políticos de la época, era aún más sorprendente su peculiar manera de traducirlo: “Las naciones tienen recursos en sí mismas: pueden salvarse por la sabiduría, y la prudencia: “Senabiles fecit nationes órbis terrarum”. No hay en ellas un principio necesario de disolución y de exterminio: “Non est in illis medicamentum exterminii”. Ni es la voluntad de Dios que la imagen del infierno, el despotismo, la violencia, y el desorden se establezcan sobre la tierra: “Non est inferorum regnum in terra…”. “Existe una justicia inmutable e inmortal anterior a todos los imperios” (Henríquez, 1811, 53). Debido a la notoria persistencia en su traducción de dos contextos argumentales e interpretativos, uno religioso y otro secular, bien se podría colegir que la justicia a la que hacía referencia Camilo Henríquez sería aquella divina, emanada de las leyes de la Iglesia, esto especialmente debido a su ordenación como fraile de la Buena Muerte. Sin embargo, la connotación dada a dicho concepto será de distinto signo: esta “justicia inmutable” no será otra que la emanada del propio ejercicio de la razón de los hombres.

En este sentido y haciendo explícito este argumento secular e ilustrado, Henríquez dará el siguiente giro en su traducción, no menos sorprendente por cierto: “Justitia perpetua, est, et immortalis; y los oráculos de esta justicia promulgados por la razón, y escritos en los corazones humanos nos revisten de derechos eternos. Estos derechos son principalmente la facultad de defender, y sostener la libertad de nuestra nación, la permanencia de la religión de nuestros padres, y las propiedades, y el honor de las familias. Mas como tan grandes bienes no pueden alcanzarse sin establecer por medio de nuestros representantes una Constitución conveniente a las actuales circunstancias de los tiempos, esto es un reglamento fundamental, que determina el modo con que ha de ejercerse la autoridad pública” (Henríquez, 1811, 54). Este discurso pronunciado al inaugurar el Primer Congreso Nacional puede ser consignado como el final de una fase en la historia política chilena y el comienzo de otra. Anuncia el ocaso de un período en que el concepto de constitución había sido considerado solo en términos de la imposición y mantención, del orden establecido por las autoridades españolas en Chile, para apuntar hacia una visión que incorporaba las ideas de la soberanía popular, de los derechos individuales y de la libertad.

Esta variación en el significado del concepto constitución implicaba, primero, la transformación de otro término: el concepto de ‘derecho’. En efecto, antes fue necesaria la variación del concepto de derecho entendido como un ordenamiento destinado a inducir a los individuos, o bien, a abstenerse de ciertos actos considerados perjudiciales a la sociedad, o bien, a realizar otros, considerados de utilidad para ella. En 1803, el diccionario de la Real Academia Española consignaba la voz ‘derecho’ en tres acepciones: una de ellas remitía la palabra ‘derecho’ al “impuesto que se carga, a las mercaderías, o comestibles, a las personas y tierras, por contribución real”; una segunda, lo definía como “lo mismo que obligación. Deuda”; y una tercera especificaba al derecho en la adjetivación “derecho de gentes”. Este último sentido se explicaba como lo que “introdujo e hizo común entre todos los hombres la necesidad, y la costumbre, para formar y conservar las sociedades, reprimir las violencias y facilitar el mutuo comercio” (RAE; 1803). Si bien en las Actas del Cabildo de Santiago de Chile de 1810 todavía el uso de la palabra ‘derecho’ remitirá tanto a un orden jurídico específico como a todos los mecanismos para su imposición y mantención; era también posible hallar, durante el mismo período, en los discursos políticos afines a la independencia de Chile la utilización del término ‘derecho” invocando a las garantías individuales de la libertad personal y de la propiedad individual.

Cabe indicar que este tránsito desde una definición del concepto de derecho como “orden coercitivo” hacia la definición de éste como “garantías individuales” utilizó de puente a la idea de “derecho de gentes”. Este derecho de hospitalidad, de viajeros y comerciantes, que Francisco de Vitoria definiera como el derecho sobre las cosas comunes, permitirá desafiar al derecho natural entendido como lo racional, universal, inmutable y lo divino instalando un espacio para la negociación y el diálogo. “¿Cómo se han de observar las leyes; cómo se ha de guardar el derechos de las gentes; cómo se ha de pensar en la administración de justicia, en que reina la equidad si el principio está dañado, si esos hombres que van a ser el depósito de la autoridad y de la confianza del Soberano no llevan otro fin que enriquecerse?” (De Rojas, 1775)

Con reflexiones como éstas sobre el rapaz comportamiento de los funcionarios españoles en América, el concepto de derecho de gentes irá incorporando lentamente en su significado la idea de ‘garantías individuales’, en particular, la protección de los derechos de propiedad. Pero no será hasta 1810 que este término se asimile al vocabulario de la emancipación. Así lo hacía, por ejemplo, Juan Egaña, para algunos el “ideólogo” del nuevo escenario constitucional chileno que comenzaba a estructurarse en esos primeros años del siglo XIX, en sus Apuntes para el manifiesto que debe hacerse en la declaración de la Independencia de Chile de 1810. En ellos articulará la idea de soberanía nacional con la de derechos de gentes, haciendo de la declaración de independencia un derecho universal. Buscando afianzar esta idea Egaña escribía: “como los deberes de humanidad y justicia impresos en el corazón de cada hombre forman aquella obligación que reunida en los gobiernos nombramos derechos de gentes, Chile confía que habiendo declarado su independencia llamando a todos los pueblos que tienen con él un interés natural y social para formar las bases de unas relaciones públicas que sean mutuamente ventajosas” (Egaña, 1810).

Es preciso notar que serán, además, las huellas del racionalismo ilustrado, que consideraba al hombre educado legislador de sí mismo, las que harán posible nombrar en cercanía a las palabras de constitución y de derechos en esos turbulentos años que antecedieron a la independencia chilena. En este escenario de turbulencia política y de búsqueda de legitimación de un nuevo orden político y constitucional es que es posible entender, por ejemplo, que fuese una peligrosa acusación el ser denunciado como un “Voltereano” (Amunátegui, 1909).

No está demás señalar, en este punto, que solo años más tarde, Henríquez reconocerá y rendirá públicamente tributo a las ideas provenientes de la ilustración francesa afirmando que no serán otros que Voltaire, Rousseau y Montesquieu los artífices del nuevo orden político chileno. En el Mercurio de Chile de 1823 así lo registraba: “Voltaire, Rousseau, Montesquieu son los apóstoles de la razón. Ellos son los que han roto los brazos del despotismo” (Henríquez, 1823). De un modo decisivo, este nuevo uso del término constitución se distanciaba de aquél que lo definía como un simple “conjunto de ordenanzas o estatutos con que se gobierna algún cuerpo o comunidad” para acercarse más a aquella otra acepción que la definía como una “forma o sistema de gobierno que tiene adoptado cada Estado” (RAE, 1803).

Más con un agregado: constitución como una forma particular de gobierno que establecen los hombres razonables con el objeto de sentar las bases fundamentales para la defensa de los derechos y la libertad de la nación. Para reconocer la novedad y radicalidad de esta re-semantización del concepto de constitución es útil rescatar que solo siete días antes de celebrada la primera Junta de Gobierno, en septiembre de 1810, era todavía de uso oficial la voz constitución en tanto el conjunto de leyes dispuestas por la corona española para regir a sus vasallos. Tal era el uso de la palabra constitución, por ejemplo, en las anotaciones de las Actas del Cabildo de Santiago del día 11 de septiembre del año 1810. A pesar de la notoriedad pública de las disputas entre los partidarios del viejo orden monárquico y los que exigían el establecimiento de un nuevo orden constitucional, Mateo de Toro Zambrano Presidente, Gobernador y Capitán General de Chile, a siete días del establecimiento de la Primera Junta de Gobierno, anotará en dichas actas de cabildo que “después de una larga conferencia, de las reflexiones vertidas por los concurrentes conformes con el principal designio de cortar de pronto la raíz de las discordias populares, y en resolver lo conveniente a que todos estén unidos en los principios más sanos arreglados a las leyes, a la obediencia debida a la Constitución Española y al actual poder que se ha prometido respetar, como representativo de la majestad de nuestro rey y señor don Fernando VII en su Consejo de Regencia, siendo notorio que, según las públicas, fidedignas y generales últimas noticias oficiales y de particulares, no se halla la península en el estado de disolución que se figura por las gentes sediciosas, sino anunciando el más pronto triunfo de la buena causa que sostiene” (Actas del Cabildo, 1810, 46).

Debe ser notado que el significado dado al término de constitución por Mateo de Toro y Zambrano dice más sobre un reglamento para la mantención del orden que acerca de un conjunto de leyes destinado a garantizar los derechos de los ciudadanos –tal como lo establecía, por ejemplo, la “Declaración de los derechos del Hombre y del ciudadano” publicada en Francia en el año de 1789, declaración que ya circulaba en numerosas copias manuscritas a finales del siglo XVIII en Chile (Barros Arana, 1886). Sin embargo, definición muy afín –la de Mateo de Toro y Zambrano– a lo establecido en la Real ordenanza de 1786 que encargaba a los funcionarios de la monarquía española en América que tuviesen a la vista e hiciesen “particular estudio de todas las leyes de Indias que prescriben las más sabias y adoptables reglas para la administración de Justicia y el buen gobierno de los pueblos de aquellos mis dominios”.

Agregando luego que la función primordial de dichas leyes será el establecimiento y mantención de la “paz en los Pueblos de sus provincias, evitando que las justicias de ellas procedan en parcialidad, pasión o venganza: en fin deben interponer su autoridad y remediar los daños que de las enemistades resultan a la causa pública y a mis vasallos” (Real Ordenanza, 1786, 31).  En lo que se refiere a la palabra ‘ley’, ésta era usada siguiendo aún una antigua definición otorgada por el Diccionario de la Lengua Española que ya desde el año 1734 la consignaba como “el establecimiento hecho por varones prudentes, para el premio o castigo de las acciones de los hombres, y para el gobierno y comercio humano, arreglado al derecho y razón natural”.

A esta particular forma de entender la constitución y las leyes es a la que se opondrán los más notables promotores de un nuevo orden constitucional chileno: Camilo Henríquez, Juan Martínez de Rozas y Juan Egaña. Esta oposición y la necesidad de un nuevo orden constitucional serán justificados, principalmente, en tres proposiciones: i) “los principios de la religión católica, relativos a la política, autorizan al Congreso Nacional de Chile para formarse una constitución; ii) “existen en la nación derechos, en cuya virtud puede el cuerpo de sus representantes establecer una constitución, y dictar providencias que aseguren su libertad, y felicidad”; iii) “hay deberes recíprocos entre los individuos del Estado de Chile y los de su Congreso nacional; sin cuya observancia no puede alcanzarse la libertad, y felicidad pública. Los primeros están obligados a la obediencia; los segundos al amor de la patria, que inspira el acierto, y todas las virtudes sociales” (Henríquez, 1811, 54-55).

Se instala un nuevo escenario argumental y de legitimación de un orden constitucional moderno que hará suyo el ideario revolucionario francés de la emancipación y de la autonomía, mas coexistiendo, al menos en declaraciones, con ciertas ideas provenientes de la tradición apostólica y romana. Al comienzo, por supuesto, este giro conceptual quedará circunscrito sólo al ámbito de las ideas políticas o argumentos proclives a la Independencia de Chile. No obstante, esta incorporación racional del acervo político de la ilustración pasará a ser una reivindicación efectiva que se incorporará, al menos, en los distintos ensayos constitucionales y reglamentos provisorios que comenzaron a circular en Chile desde el año 1811. Una de las primeras reformulaciones del concepto de constitución, desde esta perspectiva abierta por el ideario de la emancipación, será proporcionada por Juan Egaña (1768-1836) en el primer ensayo constitucional del que tengamos noticia: Proyecto de una Constitución para el Estado de Chile escrito en 1811, publicado, sin embargo, en 1813. En él la idea de la igualdad ante la ley se volverá eje en la re-conceptualización del término constitución. Por ello no es casual que este primer ensayo comience consignando que “todos los hombres nacen iguales, libres e independientes” (Egaña, 1813).

Esta misma línea de razonamiento es retomada en el Reglamento para el Arreglo de la Autoridad Ejecutiva Provisoria de Chile, publicado durante el año 1811 en el mes de agosto. En este se incorporarán las ideas de gobierno representativo y el de la división de los poderes, ahí se indicará que: “el congreso representativo del reino de Chile, convencido íntimamente, no sólo de la necesidad de dividir poderes, sino de la importancia de fijar los límites de cada uno sin confundir ni comprometer sus objetos, sin aventurar en tan angustiada premura la obra de la meditación más profunda quiere desde el primer momento consagrarse sólo a los altos fines de su congregación”. Asimismo, en el Reglamento Constitucional Provisorio, promulgado por José Miguel Carrera en 1812, se sumarán las ideas de pacto social y el de soberanía popular. Tardíamente, sin embargo, se incorporarán las ideas de derechos del hombre y del ciudadano. Esto tendrá lugar, específicamente, en agosto de 1818 en el Proyecto de Constitución Provisoria para el Estado de Chile promulgado por Bernardo O’Higgins. En este se indicará, por primera vez en un texto constitucional, que “los hombres por su naturaleza gozan de un derecho inajenable e inamisible a su seguridad individual, honra, hacienda, libertad e igualdad civil”.

La discusión sobre la necesidad del establecimiento de una legalidad propia para las naciones americanas y la necesidad de establecer un orden constitucional se desencadenó de manera abrupta con la invasión francesa a España en 1808 y, sobretodo, con la captura y prisión del rey Fernando VII por el ejército francés. Esta discusión se volvió, sin embargo, urgente en 1810 debido a los hechos revolucionarios que se venían sucediendo en la ciudad de Buenos Aires. Con intranquilidad se registran tales hechos en las actas de la sesión extraordinaria del cabildo de Santiago en el mes de junio del año 1810. En una descripción de la situación en Buenos Aires que más dice de la propia incertidumbre y de los encontrados argumentos políticos, ya sea en favor o en contra de un nuevo orden constitucional, se anotará que “de los papeles públicos y privados insertos una notable variedad de hechos en que se funda la legitimidad o ilegitimidad de aquél procedimiento, asegurando unos que fue acordado y dispuesto por las mismas autoridades constituidas, otros que éstas sucumbieron por la violencia del pueblo; unos que se halla nuestra Metrópoli sin la competente autoridad representativa de nuestro adorable Monarca, y otros que ahora se halla legítimamente organizada” (Actas del cabildo, 28, Junio, 1810).

El excepcional hecho de la captura del rey Fernando VII y los procedimientos llevados a cabo por la revolución en Buenos Aires precipitaron en Chile la necesidad de discutir, seriamente, el problema de la soberanía y, en consecuencia, el problema de la Constitución. Años más tarde José Victorino Lastarria en su texto Bosquejo Histórico de la Constitución del gobierno de Chile, durante el primer período de la revolución, escribirá de este momento instituyente que “nadie concebía en aquella época (1811) que la unidad y energía de acción de que tanto necesitaba el gobierno revolucionario, no podían alcanzarse en un directorio compuesto de hombres que representaban intereses y principios diversos; pero era preciso imitar; y el único modelo que se presentaba era la copia desfigurada de la revolución Francesa que se dibujaba en los procedimientos de la de Buenos Aires” (Lastarria, 1848, 260).

La incorporación del término constitución al vocabulario político de la época, en un primer momento que puede ser fechado entre los años 1810 y 1850, transitará entre dos significados: uno que afirma un determinado orden estatal y otro que incorpora contenidos específicos de garantías individuales, aunque la reivindicación social de éstas no tendrá lugar hasta finales del siglo XIX. De algún modo, es posible indicar que el uso del concepto de constitución asumirá las ideas ilustradas de la autonomía y de la emancipación con el objeto de afirmar, luego, la soberanía nacional. Esto es, a pesar de la incorporación gradual del ideario moderno ‘garantista’ del término constitución, lo que será decisivo para su uso en los primeros años del siglo XIX será su vínculo con el término de ‘soberanía’. Si tal como lo establecía la teoría del soberano que entendía al monarca como “ley viviente” (teoría ampliamente utilizada por las autoridades españolas para legitimar su poder en las colonias americanas) y era en su persona donde residía el orden jurídico, incluso su suspensión, se volvía evidente que había un vacío de poder estando este prisionero.

Esto es, si el rey soberano de las colonias americanas Fernando VII, en cuyo cuerpo coincidía ley y soberanía, era hecho prisionero por una nación extranjera y su poder era “usurpado”, era legítimo que el poder delegado por el pueblo a su monarca volvía a sus verdaderos dueños: el pueblo. En 1810 una proclama anónima exponía del siguiente modo la relación entre el vacío de poder provocado por la invasión francesa a España y la soberanía del pueblo: “acabarán de conocer que los opresores nada pueden cuando el pueblo quiere que nada puedan: ya conocen el camino: defenderán con vigor y con energía a sus hermanos; pero es necesario para consumar la obra, establecer sin perder tiempo, su junta provisional; esta medida es urgente, ya no admite demoras: las provincias de España se hallan en poder de los franceses, y la junta se ha disuelto” (1810, 44).

Destaquemos que el argumento político que subyace a dicha afirmación no es otro que el de la soberanía popular. No sin polémicas y discusiones se establecerá este argumento para legitimar la instauración de un nuevo orden jurídico. Esto debido, principalmente, a que la idea de soberanía popular debía desplazar a aquella otra que sostenía que la legitimidad del poder radicaba en la figura del soberano de manera no delegada, sino que su poder emanaba directamente de Dios. Tesis que, si bien venía siendo discutida en España ya desde el siglo XV, en especial por los jesuitas Francisco Suárez y Luís de Molina, era, sin embargo, esgrimida en Chile para mantener el poder económico y político en las manos de la monarquía española. Paradójicamente, la afirmación y defensa de esta última tesis también contribuirá al reclamo por un orden jurídico y político autónomo e independiente. En busca de medios para establecer este argumento en favor de un nuevo orden constitucional, no se dudará en combinar el postulado de la soberanía monárquica, arraigada en el cuerpo del rey, con el postulado de la soberanía popular, no cumpliéndose el primero, debido al cautiverio del legítimo monarca, se realizaba, en consecuencia, el segundo.

Desde esta estructura argumental, Juan Martínez de Rozas (1759-1813), uno de los firmantes de la primera Junta de Gobierno en 1810, argüirá que “a una voz, todos los vivientes de Chile protestan que no obedecerán sino a Fernando; que están resueltos a sustraerse a toda costa a la posibilidad de ser dominados por cualquier otro, y a reservarle estos dominios, aun cuando los pierda todos” (Martínez de Rozas, 1811, 36). Sin embargo, junto a este argumento agregaba, a continuación, que “si acertamos a reunir todos los principios que hagan su seguridad y su dicha; si formamos un sistema que les franquee el uso de las ventajas que les concedió la exuberancia de la naturaleza; si, en una palabra, les damos una constitución conforme a sus circunstancias. Debemos emprender este trabajo, porque es necesario, porque nos lo ordena el pueblo, depositario de la soberana autoridad” (Martínez de Rozas, 1811, 40). Esta misma forma argumental, para algunos contradictoria, estará también presente en el primer Reglamento Constitucional Provisorio de Chile promulgado con fecha 28 de octubre de 1812. En éste se señalará en su título primero, artículo 3º, que: “su rey es Fernando VII que aceptará nuestra Constitución en el mismo modo que la de la Península”. Para agregar, luego, en el artículo 5º: “ningún decreto, providencia u orden, que emane de cualquiera autoridad o tribunales de fuera del territorio de Chile, tendrá efecto alguno; y los que intentaren darles valor, serán castigados como reos de Estado”.

Por su parte, el argumento de la soberanía popular se elaborará en Chile en torno a tres herencias y tradiciones: una de orden religioso vinculada a las ideas escolásticas de la soberanía popular, conocidas en Chile a través de La Compañía de Jesús; otra de orden filosófica relacionada con el ideario ilustrado francés de la emancipación; y otra de orden política emparentada con la tradición del humanismo cívico. Tres herencias y tradiciones que ya para comienzos del año 1810 circulaban en las ideas y discursos sobre la necesidad de la independencia de Chile. Indiquemos que tanto el discurso de la soberanía popular, como los de la separación de los poderes y el de las virtudes del ciudadano, elementos claves para la definición moderna del concepto de Constitución, coexistían, sin contradicción, ya sea en panfletos o proclamas a partir de 1810. Muchas de ellas anónimas o escritas bajo seudónimos, instaban a la independencia y la emancipación política de los pueblos americanos. Uno de los más conocidos de aquellos textos “subversivos” fue el Catecismo Político Cristiano firmado bajo el seudónimo de José Amor de la Patria.

Este pequeño texto se cuestionaba sobre la naturaleza y legitimidad del poder y sin mayor preámbulo hacía la siguiente pregunta “¿Si los reyes y todos los gobiernos tienen su autoridad recibida del pueblo que los ha instituido, los mismos pueblos podrán deponerlos, variar y alterar la constitución común, y no es ésta la opinión corriente? La respuesta que el propio texto otorga es la que sigue: “El pueblo que ha conferido a los reyes el poder de mandar, puede, como todo poderdante, revocar sus poderes y nombrar otros guardianes que mejor respondan a la felicidad común. Si el rey es un inepto, es un malvado o un tirano para creer que los hombres en la institución del gobierno no se han reservado el derecho sagrado, imprescriptible e inalienable y tan necesario para su felicidad, era preciso suponer que todos estaban locos, que todos eran estúpidos, o mentecatos; por la misma razón pueden alterar la forma de gobierno una vez establecida, por justas y graves causas, siempre que esto sea conveniente a la utilidad y provecho de los pueblos” (Amor de la Patria; 1810, 35).

Volviendo compatible lo religioso y lo político, en este pequeño Catecismo Político Cristiano se dejaba traslucir aquella teoría, proveniente de la tradición conciliarista de la baja edad media, que sostenía que el poder político se encontraba en la comunidad secular. Para decirlo brevemente, el argumento central que sostenía a esta teoría de la soberanía popular consistía en afirmar, en primer lugar, que toda sociedad tiende a la perfección, existiendo dos sociedades principalmente: una eclesiástica y otra secular. En segundo lugar, se argüía que cada una de dichas sociedades, en tanto corporaciones autónomas e independientes, poseían la autoridad necesaria para su propia conducción y legislación sin intervención externa. En tercer lugar, se agregaba que la autoridad en la sociedad secular residía en el propio cuerpo comunitario, de ahí que ningún gobernante pudiese detentar algo que le era impropio: el poder. Esta idea de la soberanía popular no solo quedará registrada en proclamas o discursos proclives a la emancipación chilena sino que también en el primer Reglamento Constitucional Provisorio de Chile, donde se establecerá en su artículo 6º que “si los gobernantes (lo que no es de esperar) diesen un paso contra la voluntad general declarada en la Constitución, volverá al instante el poder a las manos del pueblo”.

De esta afirmación acerca de la locación del poder legítimo en la comunidad se colegía, a continuación, que el poder era delegado por el pueblo a su gobernante, pero este nunca podría poseer más poder que la comunidad en su conjunto. En segundo lugar, es posible argumentar que se retomaban aquellas formulaciones del derecho natural que establecían la diferencia entre un “gobierno natural” y un “gobierno político”. Distinción que buscaba, principalmente, defender la idea de que una comunidad política no es el resultado de la designación de un monarca. De ahí que se sostenga luego, que los derechos que el pueblo otorga a su gobernante son solo delegados y que, ante todo, dichos derechos son originariamente poseídos por la comunidad. Esta distinción entre gobierno natural y gobierno político, nueva para el vocabulario político de la época, era posible hallarla en algunos escritos de Juan Egaña, aunque tímida y aisladamente ya desde 1807. Desde el ideario republicano, Juan Egaña sostendrá en un breve texto titulado Discurso sobre el amor de la patria que “felizmente es Chile un conjunto de ciudadanos sensatos que conoce la felicidad de su constitución civil, y volviendo los ojos a todos los pueblos que ocupan el Universo, se compara con ellos y reconoce que es al que menos cuesta este contrato social que llamamos gobierno” (Egaña, 1807, 145).

Dotando al lenguaje de la política con las metáforas de la virtud cívica, de la fortuna y del amor a la patria, Egaña redactará el primer proyecto constitucional en el año 1811. Pero no será hasta 1823, siendo parte de la comisión constituyente cuando tendrá la oportunidad de plasmar sus ideas de la política en la primera constitución de Chile. En este “código”, como le llama, hacía suyos “los principios fundamentales e invariables, proclamados desde el nacimiento de la revolución, tal es: la división e independencia de los poderes políticos, el sistema representativo, la elección del primer mandatario, la responsabilidad de los funcionarios, las garantías individuales” (Constitución de Chile, 1823). Esta declaración de principios era especificada en el artículo 1º donde se indicaba que la nación de Chile era “la unión de todos los chilenos en ella reside esencialmente la soberanía” y luego se agregaba en el artículo 6º que “todos los chilenos son iguales ante la ley, sin distinción de rangos ni privilegios”.

A pesar que esta Constitución incorpora las nociones de igualdad entre los hombres, soberanía popular y la de división de los poderes del estado promoverá, sin embargo, una forma de gobierno mixto entre aristocracia y democracia. Esta última, en palabras de Juan Egaña, en su forma ‘pura’ es, simplemente, un tipo de gobierno “defectuoso e impracticable” (Egaña, 1823). A un año de su promulgación esta carta fundamental considerada ‘utópica’, ‘moralista’ y desajustada a la realidad política y cultural chilena, más bien reflejo de la erudición política de Juan Egaña, será derogada y reprobada como inadecuada para Chile, declarándola, por ese motivo, nula el día 29 de diciembre de 1824. Entre los años 1824 y 1827 se promoverán con intensidad proyectos federalistas notablemente influenciados, en principio, por la Revolución Norteamericana y el Federalista de Hamilton, Madison y Jay y, en la práctica, por los desencuentros entre las elites santiaguinas y las de provincia. Destaquemos que esta idea “federal” de lo político recogerá, principalmente, la noción de soberanía popular en tanto descentralización y antiautoritarismo.

También se vinculaba a ella la idea de libertad y representación popular (Benavente, 1825). Las discusiones sobre un proyecto constitucional federal no se vieron plasmadas en un texto constitucional, a pesar que para el año 1826 el Consejo Directorial, instaurado por el General Ramón Freire, había dividido en otras ocho nuevas provincias al país e incluso se habían dictado algunas leyes federales como la que prescribía que en caso de disolución violenta del congreso, las provincias reasumirían su “soberanía” (13 de Julio, 1826). Esto, cabe destacarlo, en preparación de un régimen completamente federal. Sin embargo, la Asamblea Provincial de Santiago se opondrá fuertemente a todo intento federal pretextando caos y falta de conducción (La Abeja Chilena, 1825). A este periodo, que para algunos significó “una luminosa interrupción, un oasis de humanidad y candor”, le seguirá en 1828 un ensayo Constitucional liberal firmado por Don Francisco Antonio Pinto, quien representará un importante paso hacia la organización definitiva de la República de Chile.

Esta nueva Carta fundamental evitaba el mandato imperativo y suprimía los poderes con instrucciones obligatorias que se otorgaban a los diputados bajo pena de revocación de los mismos si se obraba en contra de las instrucciones. Precauciones que buscaban evitar la instauración de un gobierno federal. Dicha Constitución promulgada el 8 de agosto de 1828 intentaba establecer un sensato equilibrio entre federalismo y centralismo, abolía los mayorazgos, resguardaba por ley la libertad de imprenta y la educación pública. Sin embargo, pronto encontraría detractores que la declararán desajustada, nuevamente, de la realidad social. Uno de ellos, quizás el más importante, Diego Portales haciendo explícitas sus sospechas respecto a la igualdad y la libertad de todos los ciudadanos indicará, algunos años antes, que: “la democracia, que tanto pregonan  los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera república … la república es el sistema que hay que adoptar, ¿pero sabe como yo la entiendo para estos países? Un gobierno fuerte centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos” (Portales, 1822).

Este tipo de críticas llevó en 1833 a promulgar una nueva Constitución que intentaba, primero, ajustar la ley a la realidad social, que para aquél entonces no significaba otra cosa que hacer calzar las leyes con la tradición y el rango social; segundo, establecer un ejecutivo con amplísimas facultades; tercero, legitimar un modelo oligárquico de la estructura política; y cuarto limitar la soberanía a los propietarios de un bien raíz o de un capital invertido en una especie de giro o industria (Constitución de Chile, 1833). Reactualizando un modelo monárquico de la política, esta nueva carta fundamental que tendrá vigencia hasta 1925, dotará al ejecutivo de poderosas facultades. En esta se dispondrá que el presidente “administra el Estado, y es el Jefe Supremo de la Nación” (Art. 59). Dentro de aquellas facultades, cabe destacar, que el presidente de la república no tendrá responsabilidades políticas durante el ejercicio de sus funciones (Art. 83) y que en la formación de leyes dispondrá de veto absoluto (Art. 45).

Si bien desde los albores de la historia constitucional chilena ya eran parte del léxico político los conceptos de racionalismo jurídico, derechos del hombre y del ciudadano y de soberanía popular; estos no formaban, sin embargo, parte esencial de la definición del término de Constitución. Lo esencial de ella será la afirmación de la “soberanía nacional”. En este sentido, es necesario relevar que la fluctuación del concepto ‘constitución’ entre las definiciones de “orden estatal” y de “garantías individuales” quedará, finalmente, restringida sólo a la primera de ellas con la promulgación de la Constitución de Chile de 1833. Instalado a firme el concepto de soberanía nacional en 1830 ya no fue más necesario invocar junto a él la idea de ‘soberanía popular’, necesaria, en un primer momento, para la reclamación del poder político por el “pueblo Chile”. Con el desplazamiento de la idea de ‘soberanía popular’ también se desplazaron las ideas afines de igualdad y de derechos ciudadanos.

Es, precisamente, este concepto autoritario y patriarcal de Constitución el que debemos evadir para poder darnos una Constitución democrática, popular y feminista.    

 

Bibliografía

Fuentes primarias

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Benavente (1825), F. V., Vol. 821.
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Constitución de Chile (1828), Anales de la República, compilado por Luís Valencia, Santiago, 1951.
Constitución de Chile (1833), Anales de la República, compilado por Luís Valencia, Santiago, 1951.
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Diccionario de la Lengua Española (1734)
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Fuentes secundarias

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Jocelyn-Holt, Alfredo, La independencia de Chile. Tradición, modernización y mito, Santiago, Editorial Planeta, 1999.
Salazar, Gabriel, Construcción de Estado en Chile (1800-1837), Santiago, Editorial Sudamericana, 2006.
Villalobos, Sergio, Tradición y reforma en 1810, Santiago, RIL Editores, 2006.

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Alejandra Castillo. Filósofa feminista.