“El hombre más extraordinario del mundo”. A propósito de Sociedades Americanas en 1828, por Hugo Herrera P.

“El hombre más extraordinario del mundo”. A propósito de Sociedades Americanas en 1828, por Hugo Herrera P.

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«Al igual que las viñetas sirven para indicar el paso del tiempo, mostrar una serie de imágenes enmarcadas y en movimiento implica la presencia de pensamientos, ideas, acciones y lugares o emplazamientos».

Will Eisner, El cómic y el arte secuencial

 

 

La forma como modo de existir. Al leer lo que Simón Bolívar llegó a decir de su maestro, amigo y tocayo Simón Rodríguez —que era “el hombre más extraordinario del mundo”— en la Edición facsimilar, documentada y anotada de Sociedades Americanas en 1828, publicada en México durante el pasado año 2018, recordé el título de una de las novelas gráficas más célebres de Chris Ware, su aclamada Jimmy Corrigan, el chico más listo del mundo (y también, de pasada, el título de un soberbio poema de Mario Verdugo que es una paráfrasis del título de Ware, “Aníbal Jara, el hombre más moderado del mundo”). Más allá del deseo de que Rodríguez haya querido pintar con palabras, ¿qué relación pueden tener el trabajo gráfico de un artista —o “historietista” como él ha preferido autodenominarse— como Chris Ware, reconocido también por publicaciones magistrales como el Catálogo de novedades Acme o Fabricar historias, y el monumental e inconcluso proyecto de Simón Rodríguez, en el que el “filósofo-tipógrafo” intentó construir un lenguaje que, por medio de juegos tipográficos, llaves y diagramas, buscaba establecer correspondencias entre un triple movimiento: el de las páginas, el del pensamiento y el del cuerpo? Seguramente lo experimental e innovador de sus obras, lúdicamente exploratoria con los materiales a su disposición. Es precisamente este aspecto el rasgo distintivo de la edición de la obra rodriguista preparada por el grupo de investigación “O inventamos o erramos”, la que se presenta como la primera en respetar fundamentadamente las características materiales diseñadas por Rodríguez, así como en un pormenorizado análisis de los problemas de transmisión acarreadas por el texto a lo largo de las distintas ediciones que tuvo durante el siglo XX, y que, además, viene en una cuidada caja (otro improbable rasgo de similitud con Ware, esta vez con su Fabricar historias) cuyo color es grana cochinilla, una pigmentación autóctona mexicana, simbólico homenaje material de los responsables de la edición para con el radical pensador venezolano, quien llegó a expresar —y a legarnos— que “la forma es un modo de existir”.

La página, el pensamiento, el cuerpo. Para Rodríguez leer era “resucitar ideas”, en tanto que, a su juicio, “el modo de pensar” se formaba “del modo de sentir; el de sentir del de percibir; y el de percibir de las impresiones que hacen las cosas, modificadas por las Ideas que nos dan de ellas los que nos enseñan”. Las asociaciones de lecturas o ideas que realizamos y las exploraciones de sentido que tanteamos establecer a partir de ellas son una de las expresiones en que se materializan estos modos de sentir y de percibir durante el acto de leer. El triple movimiento implicado en la lectura pensado por Simón Rodríguez me hizo recordar el texto de George Perec “Leer: bosquejo sociofisiológico”. En él, Perec precisamente reflexiona sobre lo que nos sucede mientras leemos, en “los ojos que se posan en las líneas, y su recorrido, y todo lo que acompaña este recorrido: la lectura llevada a lo que es en primer lugar: una actividad precisa del cuerpo, la participación de ciertos músculos, diversas organizaciones posturales, decisiones secuenciales, opciones temporales, todo un conjunto de estrategias insertadas en el continuum de la vida social y que hacen que no leamos de cualquier manera, ni en cualquier momento, ni en cualquier lugar, aunque leamos cualquier cosa” (20). Reflexionando sobre el caso específico de la secuencialidad de las viñetas, en su texto Los lenguajes del cómic, Daniele Barbieri aglutinó algunos de estos aspectos sociofisiológicos relevados por Perec bajo la noción de “ritmo gráfico”, pensada sobre todo a partir de aquella línea blanca o negra o que inclusive en ciertas obras llega a ser de color, que separa las distintas imágenes, y construye así su secuencialidad. Desde el punto de vista narrativo, este “ritmo gráfico” cumple una doble función de demarcación temporal y, a la vez, de separación espacial, ya escande o hiende derecha de izquierda, arriba de abajo, diagramando el recorrido de las líneas en que los ojos se posan. A propósito de líneas, diagramas, Perec, el cómic y (por supuesto) Simón Rodríguez, recuerdo que Tim Ingold ha desarrollado en Líneas. Una breve historia toda una arqueología antropológica, en la que propone que la línea recta “ha pasado a ser un símbolo virtual de la modernidad, un indicador del triunfo de lo racional, diseño resoluto por encima de las vicisitudes del mundo natural” (211). A partir de esta hipótesis, llega a distinguir entre “guías” y “trazados”, entendiendo por aquellas el desplazamiento de una línea recta en dirección ortogonal, mientras que estos son pensados como la conformación de un diagrama en la superficie de un plano. Resulta notorio que este planteamiento de Ingold, así como tantos otros contenidos en su libro, producen resonancias con la asombrosa aventura filosófico-tipográfica emprendida por Simón Rodríguez hace ya casi doscientos años. Al respecto, quisiera señalar algo más sobre el trazar diagramas desafiantes de ciertos símbolos virtuales de la modernidad. Pienso que el trabajo sobre la obra rodriguista (si es que no se ha hecho ya a estas alturas) se encuentra próximo a experimentar algo que, por ejemplo, los poetas concretos brasileños ―o algunos de sus seguidores―realizaron con parte de su obra al trasladarla a las tecnologías digitales y con ello explorar en el espacio de la página web lo que en el espacio de la página de papel es limitación: los movimientos y la dimensión audiovisual. El sitio oficial de Augusto de Campos es ilustrativo con respecto a esto (http://www2.uol.com.br/augustodecampos/).

Sociedades Americanas en 1828: “texto múltiple”. Mientras leía la emotiva presentación de la nueva edición, preparada por los editores María del Rayo Ramírez Fierro, Rafael Mondragón Velásquez y Freja Ininna Cervantes Becerril, recordaba el trabajo de Peter Stallybrass y Margretta de Grazia titulado “La materialidad del texto shakesperiano”, en el que desarrollan las implicancias que tuvo la irrupción de la categoría de “texto múltiple” en el corpus del escritor inglés, volviendo al menos difusa la impresión de que existe un original ideal detrás de lo que se nos ha presentado como obra. “Durante más de 200 años El rey Lear fue un solo texto; en 1986, con el Shakespeare de Oxford se convirtió en dos; y en 1989, con The Complete King Lear 1608-1623, en cuatro (por lo menos)” (240). Con posterioridad también aparecieron “textos múltiples” de obras tales como Hamlet, Otelo o Troilo y Crésida. La edición preparada por el grupo “O inventamos o erramos” valora la obra maestra inconclusa de Rodríguez en tanto “texto múltiple” que “sobrevive en cinco versiones relacionadas entre sí”, reproducidas facsimilarmente y antecedidas cada una por un estudio introductorio: a) Sociedades americanas en 1828. Cómo serán y cómo podrían ser en los siglos venideros (Arequipa, 1828); b) Sociedades americanas en 1828. Cómo serán y cómo podrían ser en los siglos venideros. 4ª parte. Luces y virtudes sociales. Primer cuaderno (Concepción, 1834); c) Sociedades americanas en 1828. Cómo serán y cómo podrían ser en los siglos venideros. Primera parte. Luces y virtudes sociales (Valparaíso, 1840); d) Sociedades americanas en 1828 (Lima, 1842); y e) Crítica de las providencias del gobierno (Lima, 1843). De esta atención a las características materiales de cada texto superviviente surge la hipótesis de trabajo del grupo, la que se “fundamenta en la posibilidad de pensar las cinco ediciones de Sociedades americanas en 1828 como parte de un proyecto editorial unitario desarrollado por Rodríguez a lo largo de su vida” (17), en vez de pensarlo, como tradicionalmente se hizo, de manera combinada. La edición de la Biblioteca Ayacucho es paradigmática de esto último, ya que reunió las cuatro ediciones principales (Arequipa, Concepción, Valparaíso y Lima) “en un formato de libro impreso, que nunca fue”, lo que “despoja al proyecto editorial original de su materialidad, y con ella, de su pertenencia a una historia de las ideas impresas, a una historia de la lectura que quería movilizar, y a la pertenencia de los debates de su tiempos” (40).

La noción de “texto múltiple” enfrentada a la tradición shakesperiana provocó como uno de sus efectos un profuso cuestionamiento a la tradición editorial, la que por lo general dio largamente por supuesto la identidad de su objeto, subvirtiendo así su misma naturaleza al desatender la dimensión propiamente material de los textos. Para Stallybrass y de Grazia “Cuando la materialidad de los primeros textos se confronta con las prácticas y teorías modernas, se ponen en duda las mismas, revelando que también poseen —e igualmente que estás sujetas a— una historia específica. Esto nos hace enfrentarnos a nuestra propia situación histórica” (242). Para el caso de los editores de la reciente Edición facsimilar, documentada y anotada de Sociedades Americanas en 1828, la toma de conciencia frente a la situación histórica es explícita: “El pensamiento de Rodríguez representa el inicio de una tradición radical del pensamiento latinoamericano que pone el centro de su reflexión en el problema de cómo garantizar el sostenimiento de la vida de los sectores sociales más desprotegidos en América” (15). Para estos sectores incluso Rodríguez había acuñado una palabra concreta extrapolada desde el léxico vegetal: “criptógamos”. En su apasionante ensayo sobre el educador caraqueño, León Rozitchner trazó a estos sectores carentes de la herencia de nutrientes que es traspasada por los padres como “los pobres que como él cayeron en la tierra, abandonados, desnudos, sin cobijo, en la tierra histórica de los godos que la quieren, voraces hasta el crimen, para sí solos” (30).

Categorías pos-identitarias. En el análisis de Stallybrass y de Grazia, la interpelación de la noción de “texto múltiple” en el corpus shakesperiano produjo un cuestionamiento a nivel epistemológico en torno a la persistencia de categorías subyacentes al supuesto de la existencia de un original ideal. Lo que los autores denominan como las cuatro categorías básicas del tratamiento dominante post-ilustrado de Shakespeare: obra, palabra, personaje y autor. Citando a Fredric Jameson, Stallybrass y de Grazia reconocen que este proceso produce una inversión sobre lo que el crítico norteamericano denominó como las “dinámicas del tribunal histórico”, debido a que no son “los patrones del presente los que dictan sentencia sobre las formas del pasado, sino que más bien son éstas las que retornan para juzgar a los primeros” (243). Al nivel de la categoría “obra”, una errática práctica recurrente había estribado en la conflictiva decisión de combinar textos en lugar de reconocer las respectivas variantes como entidades diferenciadas, más aún cuando la confusión de títulos y de textos parece haber sido un hecho típico en las imprentas durante la Edad Moderna, fenómeno que un estudioso de la materialidad textual como lo fue Donald F. McKenzie denominó “la normalidad de la heterogeneidad”. Al nivel de la categoría “palabra”, uno de los principales yerros causantes de ulteriores confusiones en las distintas variaciones textuales shakesperianas fue el sometimiento de un campo semántico, aún no normado por un código léxico a una “ortografía monológica posterior” (252). En la categoría “personaje” Stallybrass y de Grazia advirtieron una reducción similar, aunque más aguda en términos políticos. “En la edición moderna de una pieza teatral, la lista de dramatis personae precede a la obra, sugiriendo que los personajes preexisten a sus diálogos. Los primeros lectores de Shakespeare, sin embargo, no recibieron tal sugerencia; en ninguna de las ediciones in quarto publicadas en vida del autor figuran listas de personajes. El First Folio las incluye sólo para siete de las 36 obras recopiladas, y en cada caso la lista aparece al final de la obra en vez de al principio. Los lectores debían arbitrar por sí mismos las fronteras de la identidad, construyendo personajes «individuales» (o fracasando en su construcción, rechazándola) durante el proceso de lectura. Literalmente sin un programa y, por tanto, no preparados para encontrarse con un grupo de personajes unificados, en lugar de eso debieron negociar con una serie de posicionamientos relativos al rango, familia, género, edad e, incluso, al personal específico de la compañía de teatro” (256-257). La imposición editorial de criterios de uniformidad y claridad normó la inestabilidad en la designación de nombres (influida por factores tales como la difusa nomenclatura dramática o por la heterogénea distribución de roles entre los actores), lo que llevó que en algunos casos se cometieran errores de edición como cambiar pronombres masculinos por femeninos o masculinos por neutros. Por último, por todo lo anterior la categoría “autor”, en el caso de Shakespeare, ya no pudo percibirse de la misma forma. “La autoría difícilmente es una construcción del autor, vemos aquí que hasta la propia forma de su nombre es una producción de la imprenta”, señalan en un pasaje de su trabajo Stallybrass y de Grazia.

En relación a estos alcances materiales, la edición desarrollada durante largo tiempo por el grupo “O inventamos o erramos”, y ahora concretada, también presenta y proyecta rigurosas críticas a tres categorías tradicionales y naturalizadas de la crítica, las que por su naturaleza podríamos denominar como “pos-identitarias”. Estas categorías son “autor”, “página” e “investigación”. En cuanto al “autor”, uno de los tantos logros de esta nueva edición de la fascinante obra de Simón Rodríguez es mostrar cómo la construcción de una figura monumentalizada de este como maestro de Simón Bolívar trajo aparejado como efecto la merma en la valoración de Sociedades americanas en 1828, en tanto proyecto intelectual y editorial, lo que precisamente la edición que estamos comentando se propone restituir. En cuanto a “página”, y retomando la noción anterior de “ritmo gráfico”, las editoras y el editor hacen ver que, por ejemplo en la edición publicada en Valparaíso en 1840, “la mayor disponibilidad de tipografías de la Imprenta del Mercurio le permitió a Rodríguez construir un folleto altamente experimental desde el punto de vista editorial, en donde muchas veces los cortes de página tienen que ver con una suerte de “ritmo” creado por el equilibrio vertical y horizontal en la disposición tipográfica de los razonamientos” (30). De esta forma, cada una de las páginas de esos textos “representa un objeto estético cuya finalidad es la comunicación y comprensión de una manera de pensar y sentir el pensamiento” (42). A juicio del grupo editor, “Desde la publicación del ‘Pródromo’ de Arequipa, Rodríguez emprendió una significativa reflexión sobre las relaciones entre lengua y política que lo llevaron a una experimentación estética que alcanzó la puesta en página del impreso” (41). Por último, en lo relativo a la “Investigación”, este trabajo monumental nos expresa e interpela mediante una elaboración colectiva y sostenida en el tiempo, creadora de redes de asociación mayormente horizontales, todos aspectos que desafían comprometidamente las lógicas competitivas y empresarizadas de la investigación académica en las universidades actualmente atravesadas por procesos neoliberales, trabajo que así nos hace vislumbrar uno de los logros más visibles a los que debería conducir la investigación: la crítica radical a las nociones asentadas con las que trabajamos y que nos fueron legadas.

Utopía política y materialidad del libro en América Latina. El retorno de Simón Rodríguez en esta cuidada nueva edición nos permite visualizar una constelación en la historia cultural latinoamericana que enlaza utopía política y materialidad del libro. Una constelación que amplía lo imaginado a la vez que interviene en las condiciones de su propio soporte. En esta constelación podemos agrupar a textos (divergentes entre sí en términos políticos) como Nueva corónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala y sus más de cuatrocientas ilustraciones intercaladas a lo largo de casi un millar de páginas, El cautiverio feliz Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, el que históricamente experimentó un proceso editorial reductivo a la parte narrativa, excluyendo los tres tercios restantes de la obra que, a juicio de su propio autor, constituían su parte más importante, o también a Emeterio Villamil de Rada y su ―igualmente monumental e inconclusa obra, proyectada a 16 o 18 tomos― La lengua de Adán y el hombre de Tiahuanaco. Es conocido el vínculo etimológico que asocia lex y legere, verbos empleados en latín para la recolección de bellotas. Ilex era el árbol de este fruto, siendo lex su respectiva cosecha y legere connotaba formas verbales asociadas a dicha práctica como «reunir», «escoger» y «recoger». Como otras palabras clave ligadas a actividades intelectuales, tales como cultura o texto o las líneas componentes de las páginas, lex y legere se desplazaron por metaforización desde el ámbito semántico de lo agrícola. Lex se trasladó hasta el punto de ser identificada como la reunión de los pueblos en asamblea pública, concretándose así su sentido de ley. Legere, por su parte, pasó a ser reconocida como el acto de reunir las letras en una palabra, y por lo tanto leer. Lex y legere, ley y lectura, de allí que pueda ser posible relacionar lo legal con lo legible o la legalidad con la legibilidad, es decir como aquello que reúne, recoge o escoge regímenes de sentido. Proyectos utópicos como el de Simón Rodríguez, Villamil de Rada, Guamán Poma o Núñez de Pineda nos muestran que el vínculo entre lo legal y lo legible no solo se basa en la agrupación, sino que también es necesaria la dispersión, la digresión, lo rizomático, si se quiere, libros en definitiva que, en su configuración de “trazados” mediante “la presencia de pensamientos, ideas, acciones y lugares o emplazamientos”, alborotan la línea recta y su simbolismo moderno-racional. 

 

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Hugo Herrera Pardo. Es Doctor en Literatura y profesor de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Ha editado La querella de realidad y realismo, de Ángel Rama (mimesis, 2018) y prologado la segunda edición de El discurso sobre el ensayo en la cultura argentina desde los 80 (mimesis, 2019). Forma parte del colectivo Communes y escribe crítica literaria en el Suplemento Grado Cero

Imagen: Cajistas en una imprenta, xilografía francesa del siglo XIX.