El tipo español: Borges, Derrida, intraducibilidad, por Jacques Lezra

El tipo español: Borges, Derrida, intraducibilidad, por Jacques Lezra

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El tipo español. No se trata de buscar nacionalismos vetustos, por ejemplo de los que nos permitirían decir que el “tipo español”, el “típico español”, si tal hubiera, no se traduce, no pasa del español castellano, pongamos, al chileno, y desde luego es intraducible, en tanto típico, al francés, al inglés, etc. No van por allí los tiros. Busco más bien ofrecer una propuesta que versa sobre dos campos de estudio, uno emergente, el otro ya antiquísimo. Lo que de veras interesa, como se imaginarán, es la relación entre los dos, que son, por una parte, la filosofía de la intraducibilidad, y por otra la metateoría del valor, es decir, la consideración de las bases sobre las cuales se establece si una propuesta, un enunciado o un argumento pueden declarase ser una “teoría del valor”. Todos estas fórmulas les parecerán tenebrosas, controvertidas, oscuras, y la relación entre ellas aún más. Entiendo la palabra “valor” en todos sus sentidos, pero enfocaré el del valor económico, con la esperanza de que se den en todo caso traducciones espontáneas hacia el sentido de valor moral, hacia los juicios de valor estéticos —con toda las precauciones que nos debe levantar este tipo de traducción más o menos espontánea, más o menos incontrolable. La definición de “intraducibilidad” que derivamos de este encuentro entre el problema de la traducibilidad y la metateoría del valor difiere bastante de las definiciones conocidas que ofrece Barbara Cassin y, en su estela, Emily Apter. Os recuerdo que para Cassin, lo intraducible no es lo que no se puede traducir, sino lo que no puede no seguirse (no) traduciendo, aquello para lo cual no se da, y de darse momentáneamente no se puede ni mantener, ni defender, una traducción.

¿Qué hay en juego? ¿Qué es, de qué sirve hoy la intraducibilidad? El concepto data, claro, desde que se ha dado traducción —es decir, desde que hay lenguas humanas. Pero tiene, hoy, en 2019, una forma concreta, que le ha dado la articulación de las prácticas de traducción con las prácticas de la globalización. En el campo de la filosofía y de la filosofía política, la intraducibilidad sirve de dispositivo que marca lo externo a la articulación entre globalización y traducción, o mejor, entre la globalización y la traducibilidad. Y el dispositivo más potente, el proyecto con mayor proyección para marcar este “afuera”, es el proyecto que impulsa Cassin, el Vocabulaire européen des philosophies: Dictionnaire des intraduisibles, que se publica en francés en 2004, y a continuación en ruso, en inglés, en castellano, en rumano, y de forma abreviada en portugués y en árabe. Se proyecta una edición en chino. Pero, ¿cuál era el blanco contra el que arremetía el Dictionnaire des intraduisibles? ¿Qué significa, qué valor tiene, la “traducibilidad” hoy día, en la época del capital global?

Procedo en tres tiempos. Voy a querer plantear, primero, con cierto cuidado, en qué consiste el problema de la traducibilidad, en su articulación contemporánea con la forma-valor del capital global. A continuación, paso a mostrar en qué consiste la articulación valor-intraducibilidad, esta vez de la mano de un texto de Jacques Derrida, inédito en castellano, de título en francés Droit de regards, que nos propone la lectura de una serie de fotografías de la fotógrafa belga Marie-Françoise Plissart. Entre los objetos que fotografía Plissart figura un extracto de un texto de Jorge Luis Borges, “Los espejos velados”, copiado a mano por uno de los personajes también fotografiados, pero sin atribución, sin firma de autor. Entre este objeto, si lo es, manuscrito y fotografiado; la serie de fotos; y el texto de Derrida, se monta un esquema en el que pugnan una suerte de narrativa o de representación que llamaremos babélica, con una suerte de presentación alternativa, que llamaremos hipótesis intraducible, o el tipo español. Interesa la pugna, que nos ofrece, si no me equivoco, una manera de pensar más allá de la crisis que vivimos en la economía política contemporánea —es decir, más allá del sistema-valor del capitalismo global.

La frase dada, o tal palabra, o aquella formación cultural, se dicen “traducibles” cuando se pueden expresar en otro idioma. Empiezan a darse dificultades. En primer lugar, se impone una sospecha posiblemente demoledora. El problema, o no es tal, o es de una generalidad abrumadora y banal. Lo que buscamos definir como “traducibilidad”, ¿no es simplemente la generalización del proyecto comunicativo —es decir, del problema del expresarse-a-otra-persona, independientemente de la diferencia de idiomas? Digo que “hace frío”, y lo digo en castellano (aunque no en chileno, o también en chileno, no lo sé, habría que comprobarlo), y me entendéis, la expresión se traduce, aunque para mí, que vivo en Los Ángeles donde las temperaturas no bajan mucho, la expresión “hace frío” no puede tener el mismo referente objetivo que para vosotros. Y, sin embargo, lo que se comunicaría es una experiencia subjetiva, una serie digamos de síntomas, una fenomenología, que, sin necesitar de identidades, funciona, y lo suficientemente bien para que no penséis que estoy loco y para que entendáis por qué llevo un abrigo, o por que me tiemblan las manos. No necesitaremos identidades semánticas, objetivas; nos bastan aproximaciones, sujetas a la variación cultural que damos por supuesta. Si digo “It’s cold” o “Il fait froid”, ¿no estaremos en ambos casos ante la misma situación comunicativa? Claro que tendréis que entender la expresión inglesa y la francesa, incluso tendréis que saber que el idioma que uso es el inglés o el francés, pero sabiéndolo, la cosa se traduce, la cosa “se expresa”, y el mecanismo es el de la comunicación-en-general. O más bien, algo de “la cosa” se expresa, se expresa lo justo, lo necesario, lo suficiente, para que podamos decir que hay comunicación, que se comprenden las expresiones “hace frío”, “it’s cold”, o “il fait froid”. Lo “traducible” es, pues, lo “expresable” o lo “comunicable”, y si abandonamos el criterio espurio de la identidad —que jamás se aplica en todo caso en el lenguaje o la comunicación ordinarias— no habrá cosa, o expresión, que no sea, en principio, salvando las diferencias que damos por sentadas, intraducible. No habría, pues, desde luego dado el caso de una frase banal como “hace frío”, necesidad de seguir traduciendo, y desde luego no estaríamos ante la situación que nos describe Cassin, de una palabra o una expresión que no se puede no seguir intentando traducir. No problem, como dicen en inglés. Y este no problem nos permite afirmar, hoy, en el idioma universal, el inglés o el de Hollywood, que No problem, que salvando ciertas diferencias locales, o incluso valiéndonos de ellas, dándoles a las diferencias un valor añadido, pero calculable en todo caso, la traducibilidad general que constatamos a nivel del idioma o de la expresión tiene la forma exacta del mercado global, en el que las mercancías circulan, se producen en tal sitio para consumirse en otro, con valores diversos pero relacionados. La traducibilidad general del valor tampoco está sujeta a identidades —cierta mercancía puede valer más o menos en tal o cual lugar, puede incluso ser otra cosa según el marco cultural, la historia, la ecología, los recursos locales—, pero las diferencias o bien añaden, o restan, valor, según principios que se revelarían, por eso mismo, universales: principio o sintaxis del mercado de los mercados, del mercado global.

Y, sin embargo, sí hay problema, y mayor. Filosófico, económico, y político. Convengamos que no todas las expresiones son de la banalidad cansina de un “Hace frío” o incluso de un “El tipo es español”, más complicada, y convengamos también que no hay un principio dado, convenido, axiomático, para distinguir de antemano las expresiones banales de las, digamos, más complejas, las que sí nos obligarían a una traducción sin fin, es decir, que sí se podrían dar como ejemplos de intraducibilidad —pongamos una frase como “El espíritu es un hueso”, Der Geist ist ein Knochen, que sacamos así, como si nada, de la Fenomenología del espíritu de Hegel. El problema es incluso anterior a este, que nace de la indeterminabilidad del objeto a definir. Donde digo que tal o cual palabra, expresión, o lo que sea, “se puede expresar” en otro idioma o en el mismo que manejamos tú y yo, el castellano y el chileno, ¿no estoy diciendo que se puede traducir a éste? Y por tanto, ¿no estaré cayendo en la tautología, en la trampa de definir mediante el definiendo, de decir que lo traducible es lo que se deja traducir, lo que permite la traducción? Digo que tal o cual frase o palabra “se puede expresar”, y escondo, tras la voz impersonal y reflexiva, mayores problemas. ¿En qué consiste esta “posibilidad” de expresión? ¿Qué es lo que “se expresa”? Lo “traducible”, si es que tal hubiera, ¿lo es en virtud de la identidad de sentido de las “expresiones”, el original y la traducción, de la identidad del uso que tienen, de su función? Hemos visto que no, y necesariamente que no. Pues el sentido, el uso, y la función de tal o cual expresión dependen de un marco, y de unas condiciones extrínsecas a la expresión, que por definición no serán idénticas, ni de un idioma a otro, ni de un instante a otro en el mismo idioma. La “traducibilidad” es o conlleva la afirmación de que entre esta frase o palabra, y aquélla que la “expresa”, se da algo inexpresable, intraducible, que nos saltamos caritativamente cuando decimos traducir o cuando nos expresamos, y cuando decimos comunicar, por ejemplo, que “hace frío” o, a fortiori, que “El espíritu es un hueso”. El salto caritativo que damos cuando abandonamos el criterio de identidad, para pasarnos a una pragmática universal, no nos puede satisfacer filosóficamente —obvio, pero tampoco la satisfacción filosófica es el bien mayor. El caso es que si la traducibilidad conlleva necesariamente la hipótesis de un intraducible irreductible, estaremos asimismo abriendo la posibilidad, no, la necesidad, de que se den “cosas” cuyo valor no se puede ni dar, ni expresar, en el “universal” del mercado; que no caben, justamente, en el modelo de la comunicabilidad; que permitirían, posiblemente, buscarle un “afuera” al universal del capital, y —filosóficamente— al universal a secas.

La hipótesis intraducible —que tiene el gran peligro, ya mentado, de caer en el nacionalismo ontológico o en el esencialismo lingüístico—, la hipótesis intraducible preocupa sobremanera tanto a la filosofía contemporánea, como al mercado universal. También, claro, a la filosofía política: decir que tal expresión en inglés es intraducible por ser en inglés, nos permite afirmar que la peculiaridad del inglés permite, no, necesita de dispositivos políticos para su afirmación o protección —un muro, un populismo etno-nacionalista, campos de concentración, la ideología trasnochada de una América que busca ser “grande” de nuevo. Buscamos, pues, afirmar la hipótesis intraducible, sin caer en el nacionalismo ontológico. Fijémonos, a modo de contraste, en los tres dispositivos que ofrece la filosofía para combatir la hipótesis intraducible, y en la que ofrece lo que llamaba el mercado universal, o el universal-mercado.

La filosofía analítica, con vocación formal, se apoya, o bien en el axioma de la traducibilidad a priori del lenguaje natural al lenguaje simbólico; o en la tesis, también a priori, de que las propuestas filosóficas únicamente pueden darse en lenguaje formalizable. Por su parte, lo que se podría llamar, más genéricamente, la filosofía del lenguaje corriente se apoya en la tesis del pragmatismo general de la situación comunicativa que describíamos hace un momento: no hay propuestas propiamente “filosóficas”; hay actos de palabra entre individuos o comunidades, con efectos más o menos previsibles, y el criterio de “verdad” (y los otros criterios clásicamente filosóficos) se someten al régimen de la pragmática. Y finalmente la fenomenología, que, como comentábamos, ofrece la hipótesis del mundo-experiencial-compartido, en el que, a falta de identidades objetivas a las que refiere tal enunciado, prima el universal de la relación entre un yo-trascendental (pero vacío), y el mundo-que-experimenta: la hipótesis de lo intraducible acompañaría a lo traducible como el mundo-experimentado acompaña al yo-trascendental, y se vería sujeta a la misma reducción trascendental.

No quiero detenerme en ninguna de estas posiciones propia o impropiamente filosóficas, que tienen su interés, desde luego, pero que no me ayudan a pensar directamente la cuestión que me preocupa, que es la relación, decía, entre la metateoría del valor, la traducibilidad y la intraducibilidad. Fijémonos en cambio en la respuesta que ofrece, tendencialmente, el “mercado global” a la hipótesis intraducible: la respuesta es lo que ha dado en llamarse el “globish”, término que la Wikipedia define como un “lenguaje internacional auxiliario… artificial”, y como “el subconjunto del idioma inglés, formalizado por Jean-Paul Nerrière [que consiste en] un subconjunto de la gramática estándar del inglés, y de una lista de 1500 palabras inglesas… [es, según Nerrière] la base común que adoptan los parlantes no-nativos del inglés en el contexto de los negocios internacionales”.[1] El “globish” —híbrido infumable del “globe” con el “English”, apócope de “global English”—, el “globish” no parece gozar del estatuto de las tres respuestas que ofrece la filosofía a la hipótesis intraducible. De hecho es posible que el “globish” no exista como tal, como idioma propio, sino como tendencia o pulsión del mercado de los mercados, pulsión que por milagro del dispositivo-capital se plasma en la forma-mercancía, inexistente o fantasmática o incluso ya olvidada, de nombre “globish”. En todo caso no existiría filosofía del “globish”, ni filosofía “globish”, y desde luego cualquier acercamiento filosófico o parafilosófico que quisiéramos ofrecer al “globish”, no lo expresaríamos en “globish”, porque para explicar el globish nos tendríamos que poder valer de patrones gramaticales, o de términos, que precisamente podrían caer fuera de “la base común que adoptan los parlantes no-nativos del inglés en el contexto de los negocios internacionales”. Esta última no es una objeción definitiva: si hubiera tal cosa como una “filosofía del español castellano”, no tendría por qué tener que expresarse en castellano. El lenguaje que usamos cuando hablamos acerca de uno u otro idioma no tiene por qué ser idéntico al idioma objeto. De hecho, existe una propuesta, llamémosla wittgensteiniana, que insistiría en que el idioma que uso para hablar acerca de uno u otro idioma no podría ser idéntico al idioma-objeto, ya que los objetos del idioma-objeto, en el uso corriente, son los objetos del mundo que está a mano, y no son en absoluto objetos lingüísticos. El idioma que uso para hablar del idioma es un idioma que está, como dice Wittgenstein, de vacaciones. El trabajador que anda de vacaciones es una criatura diferente del mismo (malamente dicho) trabajador sentado en el despacho, o de oficio en la cantera, o en el aula universitaria. El “globish”, invención del mercado global para facilitar el comercio global, es la ultima ratio del principio de traducibilidad general: el mundo que crea y que refleja, y el mundo que describe, es, digamos, el mundo típico, el mundo constituido, no por singularidades, sino por tipos de objetos, cosas, o propuestas. Y aquí la expresión “mundo constituido” quiere decir: sistema de tipos de objetos relacionados sintácticamente según reglas también típicas: objetos en tanto forman parte de una sintaxis de tipos. El globish nunca se va de vacaciones, nunca veranea; siempre opera, hasta cuando no lo hablamos —produce mercado, es mercancía y máquina de producir valor. Tal o cual mercancía ostenta valor, ostenta hasta valores distintos según el marco o el mercado local, pero dentro del marco general, dentro del globish de la tipología, de la sintaxis del mercado general, global, de mercados. El globish, es decir, la pulsión expresiva del capital en tanto valor universal y en tanto sistema universal de valorar y de crear valor, expresa asimismo la fantasía última del capital: la fantasía de la existencia del trabajador universalmente productivo, previsible, mecanizado, que nunca veranea, cuyos costos son fijos, que no acumula valor ni se resiente ante la extracción ajena de plusvalía del producto de su trabajo. Tal es el lenguaje, el globish, infinitamente traducible, al que tiende el capital global.

Y ahora —formalicemos la hipótesis intraducible.

Volvemos a empezar. Tengo enfrente el texto de Derrida de 1985 “Lecture: Droit de regards”. No existe traducción completa al castellano; se tendrán que fiar de mí.

En “Lecture: Droit de regards” hay dos interlocutores que dialogan; también existe un “tu” o un “vous” al que se refieren, posiblemente el lector o las lectrices del diálogo filosófico de Derrida, aunque los pronombres siempre permiten cierta confusión con los pronombres que manejarían los personajes del diálogo. Derrida viene explicando cómo emergen, en la serie [suite] de fotos, distintas “genéricas”, des génériques, que sirven para organizar o capturar un subconjunto de encuentros o eventos —dos parejas de mujeres; un hombre y una mujer; dos niñas; una partida de damas; una mujer misteriosa que escribe en un cuaderno; una mujer que sale de un edificio. Subseries, micro-suites, génériques. Aparte de los cuerpos vestidos y desnudos, de la pluma y del cuaderno, del tablero y las damas, los objetos de la puesta-en-escena son: una cama (ciertos de los encuentros son eróticos); un vaso, cigarrillos, una cámara, una foto, un espejo, y la casa misma —enorme, vacía, la mansión o manse o demeure en la que tiene lugar la acción, si tal hay. La palabra génériques significa los créditos de la película, los títulos a la cabeza o al final que explican cómo se reparten las responsabilidades, los nombres, las partes —y que también puede significar, según aclara también el traductor al inglés David Wills, una propuesta introductoria o generativa, productiva. La relación de générique con génesis, con genealogía, y con género en todas sus acepciones es definitiva: una générique genera, y signa o marca aquello que genera con trazas de género; una générique ofrece lo que genera en la medida en que se relaciona con un género o un tipo; en la medida en que lo que ofrece la générique acredita el tipo.

Llamemos “profundidad” este acreditar-el-tipo, esta tipicalidad, que recibe tal individuo en dado momento —cuando se da un segundo caso o una segunda imagen o fotografía de lo que parecía una singularidad. Como aquí:

“En cuanto a esta nueva profundidad”, Quant à cette nouvelle profondeur, escribe Derrida:

Quant à cette nouvelle profondeur, fausse profondeur ou trompe-l’œil de la seconde photographie, elle se développera tout au long de la séquence suivante: un deuxième ou un troisième générique vient donc de faire son apparition. Une autre photogénie, ce sera la séquence que je surnommerai: le type espagnol. Un homme paraît en effet, pour la première et la dernière fois. Comme sa partenaire, il a le type espagnol. Type espagnol, ce sera aussi celui de la langue écrite, l’écriture photographiée, plutôt, le graphotogramme de la séquence suivante: des mots espagnols sur une page. Entre les deux Espagnols, une scène, du verre brisé (verre à boire) qui rappelle ou annonce d’autres bris de verre (sous-verre, miroir). La scène du type espagnol développe donc le générique d’une photographie, elle l’anime, la différencie, l’agrandit, la travaille, l’explicite…

En cuanto a esta nueva profundidad, falsa profundidad, trampantojo o engañifa de la segunda foto, se revelará [elle se développera] a lo largo de la secuencia que sigue: acaba de aparecer, pues, una segunda o tercera genérica. Otra fotogenia, que será la secuencia que apodaré: el tipo español. Y en efecto: aparece un hombre, por primera y última vez. Al igual que su pareja, tiene tipo español [il a le type espagnol]. Tipo español, será también el del lenguaje escrito, o más bien, de la escritura fotografiada, el grafotograma de la secuencia siguiente: palabras españolas en una página. Entre los dos Españoles, se monta una escena: vidrio roto (el del vaso) que recuerda o anuncia otras roturas de vidrio (el del vidrio de la foto enmarcada, el del espejo). La escena de[l] tipo español revela [développe] pues esta foto genérica; le da vida…

Volveré en breve a la novelofoto babélica de Plissart, y a este momento bien atípico en la lectura de Derrida —momento que no es, desde luego, lo que se esperaría de Derrida, muy poco típico de su obra, que no parecería prestarse a los estereotipos nacionales o étnicos que pareciera ofrecer esta descripción del “tipo español”. El drama, la violencia, la hospitalidad, la gravedad, la melancolía, la pasión, los celos, hasta la violencia más salvaje —ese es, para el imaginario francés, europeo, para el imaginario de la leyenda negra, ese es el tipo español. Recordemos a Mérimée, a Théophile Gautier, a la Carmen de Bizet. Para el tipo francés, el tipo español siempre monta una escena, siempre rompe vidrios y vasos, el vidrio de la foto, el del espejo. Y, ¡qué desastre cuando, más que un único y sólo español, salen dos, dos españoles, un tipo y una tipa, o incluso dos tipos de español, en escena y a montar la escena!

No creo que hayan detectado el vínculo entre la narrativa babélica que, según pretendo, montan las génériques de Plissart, y la teoría o la metateoría del valor. A ello voy, aunque en realidad ya ha comparecido, a escondidas. El relato de Babel es, en efecto y como sabemos, el tipo o el género según el cual se identifican, se clasifican, y se evalúan, las narrativas sobre la traducción, y las traducciones de tales narrativas. Toda teoría del valor es, y ofrece, un relato babélico, y vice-versa: todo relato babélico es, y ofrece, una teoría del valor. Toda teoría de valor desde Babel es una teoría de la traducibilidad y de la intraducibilidad.

Me explico. Entiendo que el desencanto que parece distinguir la llamada modernidad Occidental, y la hegemonía del capitalismo global imaginario, es sinónimo y contemporáneo más o menos del declive de conceptos de valor inmanente. Con la modernidad, diremos, se determina o se afirma el valor de tal o cual cosa, mercancía, lugar, cuerpo, o qué se yo, más y más mediante la relación de tales entidades con otras cosas y otros usos de tales cosas, en uno u otro contexto, a tal o cual fin. Diremos que la modernidad Occidental se construye, típicamente, como axiología transcendental, si nos quedamos en la definición técnica, abyecta, de lo “transcendental” —el valor de tal o cual cosa se determina o se afirma según criterios que no surgen únicamente de, ni se conforman perfectamente con, ni saturan a, la cosa o el enunciado que declara el valor de la cosa. El valor de la mercancía se determinará, por consiguiente, de dos maneras. Relativamente, mediante un proceso doble de traducción del valor local de la mercancía hacia un equivalente general, y de allí hacia los valores de otras mercancías cuyo valor local a su vez ha padecido tal traducción, universal; tanto relativamente, decía, como absolutamente, derivando este valor del uso singular de la mercancía. Diremos en este caso que el valor de tal o cual mercancía es el uso de ésta, en un momento concreto, en circunstancias singulares. La traducción, en sus dos formas hiperbólicas, por una parte una forma justificada por el principio del intercambio universal y de la traducibilidad general que ofrecen los géneros o los tipos, y por otra parte una forma movida y limitada por el principio de la universal singularidad del génesis y del uso, nos ofrece el símil de la forma-valor tanto transcendental como relacional de la modernidad europea.

Pero atención —la traducción-traducibilidad que describo, a caballo entre sus dos formas hiperbólicas de la universal traducibilidad del relativo valor de cambio y la universal singularidad del absoluto valor de uso, es algo más que un símil, algo más que otra forma de denominar la forma-valor de la modernidad occidental. La traducción no es únicamente el concepto que ofrece el capital global para entender cómo se establece el valor de las cosas, mercancías o enunciados: es asimismo y a la vez, típicamente, el dispositivo mediante el cual se establece el valor. La traducción lingüística y cultural modela la acumulación y la disolución del valor, según la cosa pasa de mercado a mercado, o entre momentos de extracción material, producción, distribución y consumo de la cosa que fabrico o de la frase que enuncio acerca de ella. La cosa que fabrico, o la frase acerca de ella —no solo en sí, sino en la medida que transitan y que portan la firma del momento, del emplazamiento, de los idiomas de los que pasan y a los que llegan—, en esta medida, y tan solo, la cosa y mi enunciado acerca de ella tienen valor. Cualquier cosa puede transitar, ganar o perder valor al cruzar mercados y contextos lingüísticos. Y a la vez: ninguna cosa transita, incambiada y continua consigo misma, a través del campo discontinuo del mercado de los mercados. Pues en la medida que la cosa y mi enunciado acerca de ella se mantienen como tales, reconocibles, es decir, en la medida que la cosa o el enunciado se entienden, traducidas, como repeticiones de un enunciado, o como instancia de esta cosa que efectivamente ha transitado, es o habrá sido propiamente intraducible. En la medida que adquieren “profundidad” o “tipicalidad”, se hacen o se revelan intraducibles. Estas posturas hiperbólicas, irreconciliables pero simétricas, operan en todo momento y le dan forma al mercado de los mercados —nos montan la escena que llamamos el globo, nuestro globo, nos globalizan. La instabilidad de la forma-valor que ofrecen determina la posibilidad de escape y captura que hace interminable el régimen del capital, y que somete a éste a un sin fin de crisis y de contingencias. La teoría del valor que le es propia al capital global es la teoría de la relación entre traducibilidad e intraducibilidad, o, para ser más precisos, es la teoría del género de esa relación, una teoría que supone y propone que la relación entre traducibilidad e intraducibilidad funciona típica o genéricamente.

A este esquema le daremos el nombre de paradigma de Babel. Es el que he defendido en trabajos anteriores. Hoy, sin embargo, me parece insuficiente —sobre todo porque no nos ofrece una perspectiva desde la cual imaginar el final del capital, que es también el final del paradigma de la traducibilidad universal. Para imaginar el final del tiempo del capital hay que recurrir a otro esquema, que no sume a la terrible hipótesis de intraducibilidad en el esquema hiperbólico, simétrico, del paradigma de Babel.

Nos topamos otra vez con el tipo español.

Acompaña al paradigma de Babel, pero le monta una escena —rompe los vidrios, vasos, y espejos, donde se engendra el género normativo, en los que se guarda el paradigma, que lo repiten y que lo reflejan. Ella, y él. Nos topamos con el tipo español, primero sin especificar el género, justo aquí: Type espagnol, ce sera aussi celui de la langue ecrite, “tip[o/a] español, será también el de la lengua escrita”. En el centro mismo de la serie fotográfica de Plissart, esta imagen de una mujer que escribe.

 

Pero, ¿qué hace? ¿Va transcribiendo lo que va pensando? Figura, pues, clásica de la inspiración, casi dantesca: dice de sí mismo el poeta, en el canto 24 del Purgatorio, “I’ mi son un che, quando/Amor mi spira, noto, e a quel modo/ch’e’ ditta dentro vo significando​”. El tipo español piensa, transcribe, lo que “nota dentro”, digamos, en español. ¿O acaso copia un texto que recuerda de memoria? Su mirada, ¿es un índice del pensamiento? En apariencia pensativa, ¿inventa o compone estas palabras de tipo español, como si estuviera poniendo de manifiesto, por escrito, el principio que le da forma a la serie de fotografías, de las cuales la suya sería, pues, parte, pero también norma, género, paradigma? ¿Está tomando nota de lo que le presentan sus pensamientos, fotográficamente, para fotogramatizarlo a continuación, representando los pensamientos, deletreándolos, posiblemente traduciéndolos, desde el campo de lo eidético al discurso, o más, de la fotografía al fotograma, o incluso de otro idioma al español? Y lo que escribe, ¿es español? Derrida dice, poco antes, que en realidad no hay que saber español para entender algo de lo que está escribiendo —en lo que escriben, el tipo o la tipa españoles permiten que se revele otro tipo, un tipo francés, o un tipo proto-romance, o latino, tipo-génesis del español, “Et même si on ne sait pas l’espagnol, on devine”, “Hasta sin saber español, se adivina…”, se adivina por semejanzas, por parecidos genéricos… Y por otra parte, no hay necesidad, claro, de saber español para escribir el español. El tipo español, el tipo de la escritura, o hasta podríamos decir, la escritura misma o en sí, se da justamente cuando no se sabe en qué idioma se escribe; si hubiera por consiguiente y recíprocamente una lectura misma o lectura en sí, diríamos que se da cuando no se sabe, o mejor: cuando no se necesita saber, en qué idioma se está leyendo. Como si en vez del proceso de revelado de una imagen fotográfica, se tratara de una de-velación o mejor de un velar, de una velación o de un velado del idioma concreto. El tipo español, el tipo de la escritura-lectura en sí, velado de la idiomaticidad del idioma.

¿O no será que la mujer lee allí, aquí, en donde el objetivo de la cámara la captura? ¿Donde el aparato la produce como objeto para el objetivo? Escribe como si leyera palabras o pensamientos escritos en la lente de la cámara, en el objetivo. ¿Acaso imagina, o piensa, o traduce, o transcribe, de forma mecánica? Se llama —o más bien, Derrida la nombra— Pilar. Nombre propio, claro, bajo el cual, como velado, se lee también el sustantivo “pilar”, y recordamos, los que somos del tipo español, que el nombre “Pilar” muchas veces va de la mano de cierta virgen, la del Pilar. El valor y la función de Pilar, pues, consisten en generar y soportar escritura que se vela y desvela: tipo, tipa español.

He multiplicado incertidumbres. Pilar piensa, o escribe, o recuerda, o copia, del poema en prosa o cuento filosófico de Borges “Los espejos velados”. Lo sabemos —o lo recordamos— aunque el fragmento aparece, sin firma, como mímesis de la escritura espontánea o recordada, así como mímesis, copia del copiar —en el centro mismo de la serie de fotografías.[2] El recuerdo o el reconocimiento de la autoría del fragmento no solucionan ninguno de los problemas, no da respuesta a ninguna de las preguntas, que ofrecía el tipo español. Ella, Pilar, es la apoderada, la segunda, el otro Borges de Borges. Posiblemente —pero si es así habremos de preguntarnos si él, “Borges”, cuando escribe “Los espejos velados”, piensa, o recuerda, o escribe, o copia— los predicados que aplicábamos a Pilar se traducen a “Borges”. O quizás la mimesis del pensamiento espontáneo que pondría de manifiesto la foto de la Pilar que compone el texto de “Los espejos velados” nos recuerde ese otro gran momento en el que se encuentran la copia, el pensamiento, la traducción, y el recuerdo —el “Pierre Menard, autor del ‘Quijote’” del mismo Borges. ¡Cuánto más rica, infinitamente más original, la versión de Pilar de “Los espejos velados”, que la del mero “Borges”! Y que no se nos olvide que ese original de Borges, “Los espejos velados”, narra el cuento de una mujer acosada y enloquecida por la imagen de Borges —o quizás, no lo sabremos nunca, la terrible idea de que la imagen de Borges anida en todo espejo es el síntoma, y no la causa, de su locura. La repetición-copia-composición-recuerdo-pensamiento que hace Pilar de la fábula de Borges la emplaza en la fábula, y a nosotros también, recordándola con ella, recordando con ella la imagen de la firma del autor de la fábula, acreditando a Borges de la autoría que Pilar, más que posiblemente, le haya arrancado.

¡Vaya escena de lectura y de escritura han montado estos dos españoles, estos dos tipos españoles o tipos de español, “Borges” y Pilar, el español de “Borges” y el de Pilar! Si es que lo que está fotogramizando Plissart es una escena —vidrio roto, espejos hechos añicos, batalla de los sexos entre la dama negra y el precursor que ella piensa, o a quien recuerda, o reemplaza, o vela, o transcribe mecánicamente. En la serie de predicados que conforman y disgregan el valor del tipo español, y el valor que tiene el tipo como dispositivo para generar valor, se escenifican y se multiplican, se generan, todo tipo de violencias y de encuentros. La escena que monta Plissart entre Pilar y “Borges” —escena de lectura y escritura, como hemos comprobado— ¿no será también la escena del encuentro pasional, apasionado, de dos tipos españoles, o de dos tipos de español, el interior y el externo, el recordado y el compuesto, el inspirado y el que se va notando, el porteño y el castellano? El mecanismo de simultánea conformación y disgregación se extiende, podríamos decir, en todas direcciones —hacia la relación que la escritura, el idioma, y el tipo, el español, tienen con el original velado (si es el original); y hacia la caracterización de la escritura, o del personaje, español, como tipo. Fijémonos en la homofonía en la que se apoya, como en un pilar, Derrida —la homofonía entre el español, tal personaje, y el español, el idioma. Recordemos las palabras que cité hace un momento:

Une autre photogénie, ce sera la séquence que je surnommerai: le type espagnol. Un homme paraît en effet, pour la première et la dernière fois. Comme sa partenaire, il a le type espagnol. Type espagnol, ce sera aussi celui de la langue écrite, l’écriture photographiée, plutôt, le graphotogramme de la séquence suivante: des mots espagnols sur une page.

Otra fotogenia, que será la secuencia que apodaré: el tipo español. Y en efecto: aparece un hombre, por primera y última vez. Al igual que su pareja, tiene tipo español [il a le type espagnol]. Tipo español, será también el del lenguaje escrito, o más bien, de la escritura fotografiada, el grafotograma de la secuencia siguiente: palabras españolas en una página. Entre los dos españoles, se monta una escena…

No hay que saber casi francés, se adivina casi, para casi recordarlo, que “un type” y “ce type” son también apodos que se le dan, o formas de referirse, a tal o cual persona, como cuando decimos, en castellano, “se me acercó un tipo español” o “un tipo francés” o “un tipo argelino” o “un tipo árabe” (la expresión “un type”, un tipo, es fundamental en L’étranger de Camus). Hasta la palabra “type”, que organiza la “lectura” que hace Derrida de la serie de fotos, pero que también, más ampliamente, nos da el paso entre el valor de la imagen en tanto singularidad absoluta y valor relativo, deja de ser una, para volverse, paradigmáticamente, más-de-una. “Un type”, “ce type”, tipo genérico, que no se distingue de otros tipos, tipo entre tipos, un cualquiera; pero también un tipo, este tipo en tanto encarna lo típico de todos los tipos, en cuanto paradigma de lo típico, portador, por tanto, del génesis y de la genealogía de todos los tipos en tanto conforman, todos, el tipo: el tipo del español, un tipo que es de pasiones, de celos, del drama, etc. El tipo español y el tipo del español (por decirlo rápido, y para separar lo inseparable) son dobles velados el uno del otro, le type y le type, ce type y le type, el individuo que forma parte del conjunto de individuos que juntos conforman el tipo, o el conjunto; y el tipo en tanto representante paradigmático del tipo “tipo”.

Imposible, sin embargo, de conservar juntos, de soportar juntos, los dos tipos. Donde se da el tipo (español), se va velando el tipo (español). Se revela la mano de Pilar; se vela la del otro tipo (español), un tal “Borges”. Donde el lector galo lee, o adivina, el idioma español (el castellano, en este caso) sin saberlo, donde nosotros, lectores metropolitanos, parisinos, leemos el español sin saberlo, se vela la mano de Borges. Tras el tipo (español) se esconde, velado, otro tipo (español). Hay que saber español, lo justo, para recordar que la palabra velado, palabra titular velada y desautorizada en el texto tanto de Plissart como de Derrida, pero firmada espectralmente de la mano de un tal Borges, que la palabra velada remite al velo y al encubrimiento de los espejos en casa de la pobre loca Julia, que en lugar de ver en ellos su cara ve la de Borges, de igual manera, quisiéramos decir, que la firma espontánea de Pilar pareciera borrar o develar la de Borges en la obra de Plissart; recordemos, digo, los que tenemos el tipo español, que lo velado es aquello que se vela en el velatorio, la velación o el velorio,​ lo difunto, lo desaparecido, el resto. El título, velado, de la obra que escribe-copia-repite-piensa-imagina Pilar, “Los espejos velados”, también remite al velorio del espejo, de los espejos: espejos que cierto tipo español ha hecho añicos, y que velan los fotogramas de Plissart. Espejos velados por ofrecer más de lo que debieran, el rostro de Borges o la firma del tipo español tras el tipo español paradigmático; por otra parte, espejos velados, espejos rotos, difuntos, caducos, destrozados (escena típicamente española), que velamos, que montamos en un escenario para velarlos: velorio del espejo, marca de su ausencia, de su falta. (Que, aparte, se vuelve a escindir, genitivo objetivo y subjetivo).

Hemos puesto en escena, pues, al lado del paradigma o tipo de Babel, al tipo español y el tipo español. Junto al paradigma narrativo o tipo de Babel, el género o tipo españoles, tipo en el que el valor normativo del tipo está irreconciliablemente dividido. Al lado de la torre, destrozada —el pilar, velado, como la ruina de una ruina. O para decirlo de forma algo menos alegórica. Les sugerí que la teoría del valor que le es propia al capital es la teoría del género de la relación entre traducibilidad e intraducibilidad, y, por consiguiente, que la relación entre traducibilidad e intraducibilidad funciona de acuerdo a una normativa dictada por el género o el tipo. Las posiciones hiperbólicas de la traducibilidad universal y la intraducibilidad universal desestabilizan la forma-valor y determinan, es decir, que generan, el género o el tipo en el que se dan la fuga y captura típicas del capitalismo global, que hacen de éste una condición in-finita, infinitamente sujeta a las crisis y a la contingencia. Pero el tipo español, que siempre acompaña al de Babel, siempre ya está en escena, siempre montando escenas, el tipo español revela-vela el género y los tipos. Aquello que puede perfectamente describir el paradigma de Babel, es decir, la infinitud y la permanencia de la contingencia-crisis-fuga-captura del capitalismo global, la pulsión fantástica de expresión productiva del capital, esto lo revela y lo vela la hipótesis intraducible, es decir, el tipo español, y al revelarlo-velarlo ofrece géneros para pensar y para enunciar más allá de la catástrofe del capital.

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Conferencia magistral pronunciada en el Museo Nacional de Bellas Artes (Santiago, Chile), en el marco del encuentro internacional “Challenges of Translation. Translation’s Theoretical Issues, Practical Densities: Violence, Memory, and the Untranslatable”, 15-26 de julio, organizado por el Centro Interdisciplinario de Estudios en Filosofía, Artes y Humanidades de la Universidad de Chile (CIEFAH).

Jacques Lezra, Profesor de Filología Hispánica y de Literatura Comparada, Universidad de California—Riverside. Entre sus publicaciones, se encuentran Wild Materialism: The Ethic of Terror and the Modern Republic (2010), Contra todos los fueros de la muerte: El suceso cervantino (2016), On the Nature of Marx’s Things (2018), Untranslating Machines: A Genealogy for the Ends of Global Thought (2017). Pronto aparecerá República Salvaje. De la naturaleza de las cosas.