Oui, oui, escucháis bien, Jacques Derrida.
A Ana Porrúa, que me regaló este segundo epígrafe:
En la playa de Monte Hermoso, el niño Heródoto aplicaba el oído a la boca de un caracol y registraba historias de naufragios,
Mario Ortiz.
1. No se trata de que la lectura se reduzca y, por ello, entre, por ejemplo, en crisis un determinado nicho de mercado, ya sea el de los libros escolares o el de alguna editorial. Tampoco que queden sin trabajo los llamados “humanistas” o los “literatos”. No. La sentencia “sin literatura, lo humano no tiene porvenir” debe entenderse tal cual. Hay algo en ella, en la ficción literaria, que ha permitido el desarrollo de la especie humana, por lo que es insuficiente señalar que, junto al conjunto de los saberes que configuran lo que aún llamamos “humanidades”, posibilita el pensamiento crítico. Además, no hay universidad (neoliberal) que no se ufane de tenerlo como una “competencia” principal de su formación. La defensa de las humanidades, y de la literatura en particular, debe entonces asumir una estrategia distinta, más simple, pero no por ello menos importante y hoy no menos revolucionaria, si reparamos que en su efectivo cultivo se juega la existencia de lo humano en tanto especie. Por cierto, diatribas contra la mal comprendida ciudad letrada (completamente distinta de lo que se podría llamar “ciudad literaria”, o facultad inferior, como indica Kant en El conflicto de las facultades) hoy no hacen más que asumir la posición solicitada por la lógica cultural del capitalismo avanzado. Pero antes de adentrarnos en las potencialidades de lo literario, se hace necesario reconocer que las humanidades pertenecen al orden de lo inconmensurable, de lo invalorizable o inmedible y en ello se asemejan a la física teórica o a la matemática pura, por nombrar solo algunas áreas de las que generalmente se las distancia. Pretender medir el tiempo necesario para leer un poema, desarrollar el cálculo de una fracción continua o determinar la energía del estado fundamental del vacío es una quimera que subsume a una axiomática cuantificable lo incuantificable. Lo sabemos, pero actuamos como si ello fuera posible. Es lo que nos queda para no desaparecer de la universidad y de la “sociedad” en general, una “sociedad” que, reducida a lo mercantil, solo está dispuesta a financiar lo que, automatizado, genere réditos económicos. De lo contrario, el significante calidad, cuyos antecedentes se retrotraen a la empresa armamentística, no habría sido introducida con tanto éxito en la lengua universitaria del siglo XXI. ¿Quién podría estar en su contra?
2. Pero no escribiré sobre las humanidades, sino sobre la literatura y primeramente sobre cómo se entra a ella o en ella. Cuando se aprende a leer, cuando logramos reconocer una palabra u n i e n d o algunas l e t r a s, la imaginación se eleva hasta hacernos sentir dueños de aquello que, en voz alta, hemos escuchado pronunciar por nosotros mismos, y fantaseamos. Imagínense lo que debe haber sido leer con la tipografía de Geoffroy Tory, que replicó la anatomía humana en la configuración de las letras. El solo saberlo nos lleva a soñar con la posición que debería haber tenido la M o la A o la R o la X… Y si recordamos que hace unos siglos las páginas se componían de diversas tipografías y tamaños… aprender a leer era una aventura, costosa, pero una aventura al fin y al cabo, que la mecanización tipográfica redujo al someter la palabra a un espacio híper diagramado y reglado. Ahora, si del plano de la visión nos movemos o “retrocedemos” más bien hacia el de la audición, que es lo que aún desarrollan magníficamente lxs niñxs antes de aprender a escribir, e incluso durante el proceso, es el oído el que cataliza la imaginación. Escuchar, por ejemplo, “La cólera canta, oh diosa, del Pelida Aquiles”, “Cuando dios, en el principio, creó los cielos y la tierra”, “Érase una vez un pobre campesino”, “En un lugar de la Mancha”, “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre”, “La historia nos había mantenido alrededor del fuego”, o “Todo en el mundo comenzó con un sí”, provoca el despliegue de un conjunto de procesos mentales cuya complejidad está dada por la memoria de estímulos similares ya retenidos en nuestro “espacio mental”, por lo que a mayor escucha mayor potencia imaginativa. Lxs niñxs no lo saben, pero lo intuyen. Conversando con Vicente (entonces no había cumplido los 7) sobre la épica, en realidad, sobre las batallas épicas, le comenté que la más grande de todas era la de Aquiles con Héctor, a lo que contestó que posiblemente sí, pero que eso no le impedía imaginar una aún más épica entre Aquiles y Vegeta. Este juego, y ahora quien intuye es quien esto escribe, se debe a que, desde muy pequeño, se le ha leído sobre los dioses del Olimpo y sus historias. No por azar es que también imaginó una batalla del mismo tenor entre Héctor y Don Quijote. Y no se arredró ante la enormidad de Moby Dick, le fascinó la existencia de un libro tan grande, aunque partió por el epílogo y luego me pidió que le leyera el comienzo. Pero cuando la audición se secundariza a favor de la vista, es evidente que algo se gana. Una extraña, diría que mágica sensación nos invade cuando nos damos cuenta que el mundo también puede ser reconocido por… mí. Tengo 6 años, cerca de cumplir 7. Somos más de treinta en una sala para veinte intentando descifrar lo que la página nos dice. Repetimos al unísono, en voz alta, c a s a y así, hasta armar la frase: l aa c aa s aaa dd oon dde vvivvo ess t aa l l l e j o s. En realidad, está a 4 cuadras, pero son laaargas cuatro cuadras las que debo recorrer para llegar a la escuela. Cuento con dos caminos. Si salgo hacia la izquierda, puedo cruzar la plaza de armas (bien sureña, con bastantes palmeras, una de las cuales tiene incrustada la tapa de una rueda, regalo del tornado del 82), mirar el correo, la municipalidad, bomberos, la iglesia, el banco, las grandes “autoridades del pueblo”, doblar donde está(ba) la biblioteca municipal, en cuyo frente se halla(ba) la central telefónica con sus operadoras, y de ahí, un poco más adelante, la antigua escuela de hombres D-99, pero ya tengo muchas compañeras, una de las cuales me enseñó, luego de ridiculizarme, a atarme los zapatos. ¡Cómo olvidarlo! Si camino hacia la derecha por Brasil, y doblo a la izquierda en Vicuña Mackenna y luego a la derecha por Independencia, me encuentro con unas letras enormes que osaré, tal como estoy aprendiendo, descifrar, pero, me doy cuenta ahora (a las 12:44 del 29 de mayo del presente), las leo como si fueran las letras de Geoffroy Tory: ssa paa tee ría la n e gg r ii taa, ssa s trré r r ia (¡qué difícil!) L la ma, zzu peer mmer kqaa doo qoo rr dii yee ra a, bba ssa rrr ssoo ff ri qui. La Zoofrichi (Kino, lotería, artículos de librería, diarios y revistas) era uno de nuestros lugares favoritos, el punto de venta de las láminas y los libros escolares. Luego, doblo a la izquierda por Diego Portales y llego a la antigua escuela de hombres D-99, pero ya tengo muchas compañeras, una…. En el trayecto, descifro, como hace poco vi hacer a Vicente, hasta los boletos de micro que decoran el suelo. Desde entonces camino mirando hacia abajo (me cuesta creer que solo una vez me haya encontrado dinero, frente al supermercado Cordillera, un billete de 5.000 que un otoño Eolo osó robarme. La batalla fue dura, pero no lo logró). Desde que aprendí a leer, dejé de cruzar por la plaza, y eso contribuyó al desarrollo de la fantasía. Hoy esas cuadras no tienen ninguna gracia, seguramente nunca la tuvieron, pero fueron mi “felicidad clandestina” (Lispector), completamente disponibles para mí; me enseñaron a reconocer la diferencia entre ssoo ff ri qui y Zoofrichi (vaya uno a saber lo que significa, y en verdad no es ne ce saar r io saberlo). De la mano de mi mamá o de mi abuela, tenía la suerte de atravesar por el pequeño centro de la ciudad, lo que posibilitaba posar los ojos en esos “gigantescos” letreros cuyas tipografías, tan distintas a las de los textos escolares, configuraban el libro por el que podía caminar hacia o desde el colegio, imaginando combinaciones de palabras, colores, imágenes e incluso sonidos. Así, todo un mundo, todo el mundo, se (me) iba abriendo, produciéndose lentamente para quien “descubría” el manejo de una tecnología que hace miles de años nos permitió a los niños del mundo asumir las características que, para el paleontólogo André Leroi-Gourhan, dan cuenta de lo humano: la capacidad de simbolizar gracias a la imaginación, capacidad que la grafía inscribe sobre diversos soportes, como aquel sobre el que escribí estas líneas o sobre el que ustedes, donde quiera que se encuentren, las l e e e n n.
3. El espacio mental puede simular el físico, no tanto, como ha señalado Alexander Schlegel (2013) y su equipo de investigación, gracias a las operaciones, como a las representaciones, esto es, gracias a las simbolización de la realidad. Y concluye: “las mismas regiones que median las representaciones de la percepción sensorial también están involucradas en la imaginería mental. Sin embargo, se desconoce cómo la mente puede manipular estas representaciones”. Lo que es claro es que la imaginación comporta una enorme complejidad operatoria cuya comprensión (e importancia) recién se está determinando debidamente. “Las operaciones sobre representaciones visuales en el espacio del trabajo mental se realizan a través de una actividad coordinada de una red de distintas regiones que abarca al menos las cortezas frontal, parietal y occipital”. En otras palabras, soñar, imaginar y percibir son actividades que ponen en movimiento amplias y centrales zonas del cerebro, y su articulación potencia el desarrollo de la imaginación. Y si bien se desconoce concretamente cómo se manipulan a nivel neuronal las representaciones que (nos) hacemos, no hay duda de cómo podemos estimularlas. Publicado hace más de 50 años, El gesto y la palabra, de Leroi-Gourhan, ya lo ha señalado, pero percibiendo además el papel que juega la mano en el pensamiento, porque intelecto y manipulación no se pueden comprender como piezas independientes: “Tendría poca importancia que disminuya el papel de este órgano de fortuna que es la mano, si todo no demostrara que su actividad es estrechamente solidaria del equilibrio de los territorios cerebrales conexos […] No tener nada que pensar con sus diez dedos [nada que escribir] equivale a carecer de una parte de su pensamiento normal y filogenéticamente humano”. Para Leroi-Gourhan, lo que nos define, el pensamiento simbolizante, lo posibilitó el grafismo, que expresó primero unos ritmos mediante figuras abstractas, antes que unas formas referenciales (el hombre cazando, por ejemplo). Ningún carácter realista orienta las primeras inscripciones, mitogramas que permitieron la emergencia de lo que con los siglos se terminará llamando arte; este, liberado de las formas y del movimiento, alcanzará la curva del realismo, para luego hundirse en su estandarización. De otra manera, el arte figurativo tiene su base en lo abstracto y es inseparable del lenguaje simbolizante constituido por el par intelectual fonación-grafía, pero el referencialismo propio del siglo XX terminará movilizando (discretizando, diría Bernard Stiegler) conjuntamente la visión y la audición, apoderándose así “de todo el campo de la percepción”, con lo cual, concluyó Leroi-Gourhan, se reduce peligrosamente la capacidad de simbolizar. Lo que comenzó con cierta forma de hacer cine, se ha profundizado gracias a la algoritmización que opera mediante los dispositivos a través de los cuales interactuamos entre nosotros y con el mundo, dispositivos que discretizan los flujos de la imaginación para dar lugar a “una situación de enorme miseria simbólica” (Stiegler). No se trata de un problema del soporte, que eso quede claro, sino de lo que se hace con él. La masificación de las series y sus efectos son un claro ejemplo de captura de la imaginación, captura que espera por un nuevo caballero andante. Sé lo que se objetará a estas puntualizaciones. Un crítico severo dirá que se trata de un reclamo conservador, nostalgia de pretéritos tiempos, a lo que respondo: ¿qué hace que, por ejemplo, una violenta fantasía medievalista, cuyos personajes centrales, por cierto, pertenecen en su totalidad a la aristocracia, no sea conservadora? ¿A diferencia de El cantar de los nibelungos, es suficiente su masividad o su popularidad? Por supuesto que no pretendo ver el pasado de la enseñanza como un idílico jardín, sino insistir en la importancia del deseo que despierta la literatura y el efecto subjetivante que puede producir. Se necesita una política de la imagen que resista la discretización de las representaciones mentales, pues la democracia de la imagen, bajo el orden neoliberal, es pura axiomática inmovilizadora. Solo que tal política no puede reemplazar a una política de la literatura, debe suplementarla. “La imaginación”, concluyó Leroi-Gourhan, “es la propiedad fundamental de la inteligencia y una sociedad donde la propiedad de formar símbolos se debilitase, perdería conjuntamente su propiedad de actuar”. Es más fácil imaginar el fin del mundo que algo más modesto que el fin del capitalismo, dice la famosa frase de Fredric Jameson. Esta afirmación es la que me ha llevado a preguntarme por qué efectivamente nos cuesta tanto imaginar el futuro, puesto que si no intentamos recuperar la propiedad de actuar, simplemente desapareceremos. Pero para actuar, debemos volver a leer. Leer no es solo seguir unas letras, leer es, como aventuraron Paolo y Francesca, también y sobre todo, imaginar, soñar y desear, cueste lo que cueste, y eso hoy la enseñanza (escolar y universitaria) lo reprime bajo la lógica clientelista de la competencia, porque lo importante no es, según reza un experto, “captar lo más objetivamente posible lo que un autor ha querido transmitir a través de un texto escrito”, sino relacionar lo que se lee con lo que ya se ha leído, e imaginar, así, lo que no hemos visto, lo imposible.
4. Documentales, remake y sagas, cortos, series y películas basadas en “hechos” o “vidas reales”, golpean incesantemente nuestra capacidad de imaginar, prácticamente hasta anularla. El presente (o el pasado presentificado) se impone y la plasticidad de la forma deviene fórmula plástica. El éxito de los algoritmos de Netflix lo confirma. Al doblegarse sin mayores resistencias a este format(e)o, que ha terminado haciendo suyo, la crítica literaria y cultural itera la indigencia imaginativa sin la necesaria incomodidad; a veces incluso sin malestar alguno. Profesoras, profesores y estudiantes han comenzado, de manera progresiva, a dejar de leer, para comenzar a ver (y oír), han dejado de reseñar o criticar libros para, ahora, además de imágenes en movimiento, escribir sobre performances, esculturas, monumentos, pinturas, postales, videos, animales, plantas, insectos, afectos, muebles, ropa, polvo, agua, tierra, aire, bosques y geografías varias (desérticas, acuáticas y aéreas), y un sinnúmero de objetos que, en no pocos casos, la escritura (en un sentido tradicional, no gramatológico) puede estar completamente ausente o adelgazada. La representación colma la escritura, desalojando toda preocupación por la forma y por la escritura misma. El lenguaje deviene mero medio de comunicación de objetos y conceptos que juegan el juego del mercado (académico) y del entretenimiento. Sé lo que se objetará a estas puntualizaciones. El mismo crítico dirá que se trata de un reclamo conservador, nostalgia de pretéritos tiempos, a lo que respondo: ¿qué hace que el estudio de objetos no literarios sea una política del saber progresista o emancipadora? ¿Qué concepción de la letra (y de la imagen) se tiene? Por qué escribir sobre los animales o las plantas pareciera más crítico (y no elitista) que escribir sobre el empleo de la sintaxis en Lispector o el uso de la anáfora en Bolaño? Se podría argüir que el conjunto de las ciencias humanas han sido expropiadas de su crítica por una metafísica de la presencia que, en nombre de la actualidad (el presente histórico), desdeña pasados, recientes y remotos, muchos colmados de novedad, como diría Walter Benjamin, sometiéndolos al olvido (estratégico). Ni siquiera la Edad Media se salva de este presentismo formateado. Para cierta crítica, la literatura deviene así un mero soporte de algo más importante: la referencia o, mejor aún, la presencia que obnubila todo trabajo imaginativo, al instalarnos en el orden metafísico de la re-presentación, de la verdad platónica, siempre conocida e idéntica a sí misma. Mimetologismo puro. No lo parece, pero hoy por hoy no hay nada más conservador que la referencialidad, tan cotizada, incluso y quizá sobre todo cuando se pretende intermedial y, como tal, alejada de la supuesta tradicionalidad de la letra. Porque la conjunción simultánea de tipos, imágenes y sonidos no hace sino redoblar la exigencia de presencia. Aprehender el gramófono o el teléfono en el Ulises, y luego sentir la sonoridad que atraviesa esa novela de cabo a rabo, en su pura grafía, nos distancia completamente del orden de la referencialidad, a pesar de la hiperreferencialidad con la que Joyce la tejió. “Oui, oui, escucháis bien”.
5. Creo que es necesario volver a los personajes. ¿Qué tienen en común el joven Werther, Jane Eyre, Bernard Profitendieu y Emilio Renzi? Dirás que son personajes de papel, ironía que recibo con gusto. Cuando leí Los monederos falsos, quedé sorprendido que Bernard contase con apenas quince años. Sí. Quince. Me pregunté qué hacía yo a los quince, y también qué hace hoy un chico de quince. A su edad, Bernard es una persona completamente resoluta y determinada, aunque, lo que es lógico, también temeroso. 15 años. Pero ello no le impide irse de su casa e intentar vivir por su cuenta. Cuando uno lee las novelas del siglo XIX e incluso las del XX, encontramos personajes que con veinte años cuentan con una madurez sorprendente, una madurez que hoy no vemos ni en “chicos” de cuarenta. Algo tiene que ver el mercado, que desde hace unas dos o tres décadas viene convirtiendo sostenidamente a adolescentes y niñxs (y aquí sus mascotas tampoco se salvan) en sujetos de consumo, esto es, produciendo tiranxs narcisxs, como muy bien ejemplifica el filme Jefe en pañales. Antes de que me critiques, permíteme proponerte una hipótesis: ello no habría ocurrido si estxs impotentes jefxs se hubiesen enfrentado a la literatura, así como se enfrentaron a ella Werther, Eyre, Profitendieu o Renzi. Estos personajes de papel resultan increíbles hoy no porque sean anacrónicos, sino porque para su edad se comportan como si ya hubieran vivido el doble. Y en parte, así ha sido, pero vicariamente. La lectura les ha ofrecido experiencias de otras y otros que en determinado momento podrán calibrar para resolver sus propias experiencias. Como ha señalado Roberto Bolaño respecto de Huck Finn, “El chico lucha con su conciencia mientras trata de entender cuestiones morales relativas a la libertad, la esclavitud y la dignidad humana” y uno no puede permanecer impávido cuando la ficción nos dona historias como esta. O como aquella que le sucediera a Werther, cuando el conde le pide que deje su casa, porque la aristocracia no está a gusto con su visita. “Me alejé de la distinguida sociedad sin llamar la atención, salí, me senté en un cabriole y viajé hacia M… para ver posarse el sol desde la colina y, mientras, leer en mi Homero el magnífico canto en que Ulises es hospedado por uno que guardaba puercos”. Se refiere a Eumeo atendiendo sin saberlo al rey de Ítaca, que acaba de arribar a la isla como pordiosero. “Extranjero”, le dice, “no tengo por norma despreciar a un huésped, ni si llega alguno incluso más mísero que tú. Pues de Zeus vienen todos los huéspedes y mendigos. Mi donativo resulta pequeño, pero sincero”. Qué hermosa escena la que Goethe elige como contrapunto. Imagino que no podrás discordar… e incluso podemos imaginar juntos que escenas como esta le harían muy bien a nuestro inhospitalario presente. Podrás decir que se trata de una imagen un tanto snob, pero, perdona la sinceridad, eso da cuenta de tu falta de imaginación. Martín Rivas, por poner un ejemplo, o María, otro, tienen escenas mucho más afectadas, pero ello no impide percibir que su arquitectura está moldeada a partir de la estructura social de la que formaban parte. Tu crítica suena como la de aquellos que no leen el Quijote porque nadie habla como el caballero de la triste figura. Lo que quiero señalar es que en la literatura se puede, aunque nunca con garantías, encontrar una forma de saber que, vicariamente, puede contribuir al desarrollo de nuestra propia subjetividad, e incluso de una ética, y ello como puro excedente, pues la literatura, como señaló Mark Twain en la primera página de Huckleberry Finn, no tiene como finalidad dar buenos consejos: “Las personas que intenten encontrar un motivo en esta narración, serán perseguidas. Aquellas que intenten hallar una moraleja, serán desterradas. Y las que traten de encontrar un argumento, serán fusiladas”. Y si no me crees, te arriesgas, junto a Eolo, a arder en el octavo círculo del infierno, que cada vez más se parece al mundo en que vivimos.
6. Dirás que el cine también ofrece un saber similar y ahora soy yo quien no puede discordar. Pienso inmediatamente en Billy Elliot y Happy together. Pero… Pero algunas de las mejores imágenes en movimiento no hacen más que recurrir a viejas estrategias narrativas. Por ello creo que no se pueden equiparar. El documental Searching for Sugarman pone en juego procedimientos que aprendimos, gracias a Aristóteles, a reconocer en la tragedia. Anagnórisis, peripecia y agnición, las técnicas que harían de Edipo la obra por excelencia, son magistralmente utilizados para sorprendernos con la vida de Sixto Rodríguez. ¿Y recuerdas a Tyler Durden? Si me dices que sí, es porque David Fincher o Chuck Palahniuk, usaron muy bien un recurso que El socio, de Jenaro Prieto, había puesto en práctica 80 años antes: dadas las traducciones y puestas en escena de la novela, es difícil que no la conocieran: “–Es inútil que dispare, mister Pardo [el Jack de Prieto]… Usted mismo acaba de decir que me ha inventado [dice el Tyler Durden de El socio, que aquí se llama Walter R. Davis], que soy un producto de su imaginación, ‘una creación del arte’, si no encuentra un poco petulante el nombre. Y las creaciones del arte no mueren, mister Pardo. ¡Son los autores los que mueren! Consulte su biblioteca. No es muy abundante, pero le quedan algunos libros clásicos, los clásicos no se venden. Eolo, Edipo, Hamlet, Don Quijote… seres inventados, seres que están libres del asesinato… Entonces Julián [Pardo] tomó el revolver y lo apoyó sobre su sien derecha”. “Y aprieto el gatillo”, dijo a su vez Jack. Adiós David, adiós Tyler… Pero esculpir en el tiempo, al decir de Tarkowsky, es muy distinto de hacerlo en el espacio que aloja a la escritura. Su diferencia, diría que radical, estriba en que ponen en juego de manera distinta la visión del movimiento y la audición, posibilitando reducir en un caso, aumentar en otro, la potencia simbolizadora. (Por cierto, si se piensa, por ejemplo, en el trabajo de Malena Szlam, lo inverso también se puede dar, pero aquí estamos centrándonos en producciones estandarizadas). Para Leroi-Gourhan, lo audiovisual –agregaría que siempre en su (a falta de un término mejor) vertiente comercial, discretizada, porque, insisto, no se trata de lo audiovisual en sí– inmoviliza los medios de interpretación, hasta hacer de la retórica un arma para los nuevos tiempos. Y como lo audiovisual (algoritmizado) ha terminado ocupando el lugar de la literatura, nuestro paleontólogo cierra su libro preguntándose por “el destino del homo sapiens”: “liberado de sus útiles, de sus gestos, de sus músculos, de la programación de sus actos, de su memoria; liberado de su imaginación por la perfección de los medios de teledifusión; liberado del mundo animal, vegetal, del viento, del frío, de los microbios, de lo desconocido de las montañas y de los mares; el homo sapiens de la zoología se encuentra probablemente al fin de su carrera […]; las especies no envejecen, se transforman o desaparecen”.
7. Sí. Es verdaderamente preocupante. Por ello es que he querido insistirte en el devenir de la ficción, cuya etimología Leroi-Gourhan habría aplaudido. Viene de fingir, y por tal Sebastián de Covarrubias entendía, y vale la pena citarlo, lo siguiente: “del verb. Latino fingo, gis. xi. ctum. formo, informo, como hacer alguna cosa de barro, dedo se llamó figulo [y figulo se llamó] el alfaharero, o ollero q haze vasos de tierra, esto es en rigor, pero estiéndese a todo aquello que se forma, y forja, o con el entendimiento, o con la mano”. ¡“Con la mano”! La ficción no es o no depende, como generalmente se piensa, solo de la imaginación, que es como decir, del intelecto. No. La ficción no se puede pensar alejada de la mano y, por tanto, de su movimiento, razón de la importancia del manejo de la escritura. Si escribimos con las manos, es porque con ellas pensamos. A diferencia de la imagen en movimiento discretizada, la literatura operacionaliza una enorme complejidad operatoria simplemente porque, estimulada, logra una capacidad de simbolización mayor. En la era de la imagen, la carencia de imaginación (y de ética) que tiene nuestro mundo, amigo mío, bien podría deberse a que la ficción literaria ha perdido terreno frente a otros soportes y frente a otras ficciones, como la del capital ficticio, en manos de anónimas personalidades jurídicas (persona ficta, como le llamaban los latinos), y en ello, quienes supuestamente nos dedicamos a su enseñanza, hemos estado errando con su defensa, e incluso trabajando en su contra. “Had we but world enough, and time”, como dice Andrew Marvell, podríamos entrar en ello con más calma, lo mismo que en las paradojas de la letra, según el bello título que Julio Ramos le dio a uno de sus libros. Si tuviéramos tiempo y mundo suficientes, podríamos seguir discutiendo, pero no lo tenemos y es hora de volver a leer. “El mundo está fuera de quicio”, amigo mío. ¡Pero la literatura podría recomponerlo! La literatura y sus lectorxs.
Viña del Mar, mayo de 2019
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raúl rodríguez freire es profesor de literatura y teoría literaria. Ha publicado Sin retorno. Variaciones sobre archivo y narrativa latinoamericana (2015) y La condición intelectual. Informe para una academia (2018). Pronto se publicará La forma como ensayo. teoría ficción crítica (2019).
Imagen: extracto fotografía de Henri Cartier-Bresson, Rue Mouffetard, Paris, 1954.