Para el primer semestre de 2021 ediciones mimesis prepara la publicación de Clima y capital. La vida bajo el antropoceno, de Dipesh Chakrabarty. Con este libro inauguramos la colección «Mundos por venir», dedicada a la reflexión sobre crisis ecológica y humanidades. La traducción de la entrevista realizada al autor en 2017 por Actuel Marx (Stéphane Haber y Paul Guillibert) es un adelanto.
AM: Desde fines de la década de 1980, junto a Ranajit Guha y Gayatri Spivak en particular, usted ha sido uno de los iniciadores de los estudios poscoloniales. Sin embargo, a partir de su ensayo titulado “El clima de la historia: cuatro tesis”, publicado en 2009, parece que sus intereses se han desplazado hacia la historia medioambiental. ¿Puedes explicarnos las motivaciones de esta nueva trayectoria?
Hay razones autobiográficas e intelectuales para este aparente cambio. No voy a negar lo autobiográfico. Cuando se trabaja en humanidades, los dos conjuntos de razones a menudo están entrelazados, pero los accidentes de lo autobiográfico a menudo tienen que ceder el lugar a las presentaciones “racionales” del intelecto. Por supuesto que también tengo mis razones “racionales”, pero permítaseme al menos darle a la autobiografía el lugar que le corresponde. Esta historia [story] pertenece a la historia [history] de la globalización de las clases medias en la India.
Nací y crecí en Calcuta en las décadas de 1950 y 1960, tiempo en el que formé parte de la izquierda estudiantil universitaria, hasta que salí de la ciudad a fines de 1976 para realizar mis estudios de doctorado en Canberra, Australia. Al sector de la clase media bengalí al que pertenecía, educado y de espíritu literario, le gustaba las representaciones de la naturaleza —ríos, árboles, lagos, estanques, montañas, bosques, flores, pájaros, animales, cielo, lluvia, sol, luna y miles de millones de estrellas— ofrecidas por la literatura, la música y el cine, incluso cuando la ciudad se veía cada vez más privada de la “naturaleza”, dado el gran crecimiento de su población y el declive económico iniciado en los años posteriores a la independencia. Este declive, así como una cierta nostalgia por la “naturaleza” de una ruralidad idealizada influyeron en nuestro marxismo, creando, creo, un terreno receptivo para las teorías de la izquierda que a menudo prometían el retorno a una mítica “Bengala dorada”, visualizada, en esencia, como rural. Esta imagen fue un regalo del movimiento nacionalista anticolonial, pero la izquierda bengalí la hizo suya durante los movimientos campesinos de la década de 1940. Y siguió siendo una poderosa herramienta emotiva en el repertorio cultural de dicha izquierda, incluso en los años sesenta y setenta, tanto en la provincia india de Bengala Occidental, como en la parte del vecino país de habla bengalí que se convertiría, en 1971, en Bangladesh.
Sin embargo, mi descubrimiento de la “naturaleza real” y el aire libre —es decir, la “naturaleza” más allá de la palabra impresa y la pantalla grande—, se produjo cuando llegué a Canberra y aprendí a enamorarme del “arbusto” australiano que atraviesa y abraza esa atractiva ciudad. Viajo a Canberra todos los años y me encanta su belleza “natural”. Sin embargo, en un año triste, se perdieron todos los parajes naturales que amaba en Canberra, debido a una horrible tormenta de fuego que la arrasó y que destruyó más de 300 casas en 2003. Con pena, intenté leer la bibliografía que explicaba la historia de los incendios forestales en Australia, y cuanto más leía, más aparecía este fenómeno del “cambio climático antropogénico”, puesto que todos los comentaristas informados señalaban que aquel no fue un incendio provocado por el ciclo “ordinario” de sequías que este continente seco sufre bastante a menudo. La de aquel año fue una sequía exacerbada por el cambio climático inducido por el humano. Me dio curiosidad entonces saber qué era esto del “cambio climático antropogénico”, y cuando comencé a leer lo que los científicos del clima escribían para los legos, ¡mi visión del mundo recibió una sacudida! La parte intelectual de esa experiencia entonces se expresa en el primer ensayo que escribí al respecto: “El clima de la historia: cuatro tesis”, publicado en Critical Inquiry en 2009.
Para mí, como alguien que apoyaba diversos tipos de derechos para los seres humanos, que valoraba la idea de “libertad” en sus diferentes connotaciones, que soñaba con futuros emancipatorios para los humanos, y cuyo sentido de la historia estaba imbuido de esta idea de libertad, la “conmoción del antropoceno” significó un shock, al descubrir lo que le dio a este tema de la “libertad” su materialidad: ¡el acceso humano a energía barata y abundante! No hace falta decir que la mayor parte de esa energía provino de combustibles fósiles, primero carbón y luego petróleo y gas. No solo eso. Sin el uso de los combustibles fósiles, habría sido difícil para los humanos, incluso para los humanos pobres, vivir más de lo que era posible en el pasado. Los combustibles fósiles, gracias a su uso en fertilizantes, en medicinas, en riego, por poner algunos ejemplos, también son responsables del gigantesco tamaño que la población humana ha alcanzado en los últimos cien años.
Permítaseme, además, retomar un punto que el historiador John McNeill en particular ha resaltado a menudo. Sin combustibles fósiles —es decir, sin acceso a energía barata y abundante— los humanos aún tendrían que utilizar mano de obra forzada o “no libre” para construir enormes estructuras como la Torre Sears en Chicago o el Empire State Building en Nueva York. En otras palabras, uno no puede escribir la historia del “trabajo libre” sin tener en cuenta el lugar que los combustibles fósiles han jugado en él.
Como alguien que reflexiona sobre las ironías de la historia humana, inmediatamente me llamó la atención el papel irónico del combustible fósil en la historia del “avance” humano. Los mismos combustibles fósiles que nos dieron “libertades” modernas estaban poniendo en peligro nuestra “civilización” y nos amenazaban con la más grave de las crisis ecológicas: el calentamiento global, el aumento del nivel del mar, la acidificación de los mares que conducen a la pérdida de la biodiversidad marina, y la posibilidad de una sexta gran extinción de especies, con consecuencias nefastas para los humanos. Esta no fue una crisis ambiental ordinaria, como la contaminación por partículas en las ciudades, cuyos efectos podrían mitigarse con un mayor desarrollo de la tecnología y las economías. El cambio climático antropogénico fue impulsado por el propio “desarrollo” basado en combustibles fósiles. No hubo curva de Kuznets en el cambio climático.
Se puede decir que desde entonces mi trabajo ha sido una exploración de los significados humanos de la profunda “ironía” derivada del hecho de que los combustibles fósiles representados en el progreso humano son, a la vez, los principales facilitadores de este “progreso” y la razón de su propia ruina.
AM: ¿En qué sentido podemos decir que el “antropoceno”, entendido como un nuevo período geológico durante el cual la humanidad se ha convertido en una fuerza geológica, trastornó la forma clásica de escribir historia? ¿Qué pasa con la naturaleza y la historia en esta nueva epistemología?
Necesitamos ser claros sobre lo que se reclama aquí. La vida, a través de sus diversas formas, actúa como una fuerza geológica. Recordemos el papel de las bacterias en hacer que la atmósfera sea rica en oxígeno o en la forma en que la vida dependiente del oxígeno crea un planeta rico en minerales. Si se toma la palabra “geológico” en su sentido literal —en relación con el suelo o la tierra—, los humanos han sido geológicos probablemente durante el tiempo que han existido (cuestión que ya afirmó George Perkin Marsh en el siglo XIX). La afirmación de que la humanidad se ha convertido en una fuerza geofísica que anuncia el concepto de Antropoceno es una afirmación más específica. Nuestras emisiones de gases de efecto invernadero, por ejemplo, están interfiriendo el ciclo glacial-interglacial del planeta. Este es el ciclo que controla nuestras estaciones y que, a su vez, depende de las inclinaciones axiales, la excentricidad orbital, la precesión, etc. (también se la llama efecto Milankovitch, nombre del científico yugoslavo que planteó la hipótesis y cuyos cálculos se confirmaron en la década de 1970). Tales enormes fuerzas que, digamos, determinan algo como el sistema climático de todo el planeta estaban, hasta hace poco, simplemente fuera del alcance de la capacidad humana. Estas fuerzas proporcionaron el trasfondo sobre el cual se desarrolló el drama de la historia humana. Esta usualmente se ha encontrado con la historia de la tierra a través de desastres ocasionales como la erupción de un volcán o un terremoto. Pero nuestras acciones parecen estar ahora determinando la historia de la tierra en sí. De hecho, esta es también la afirmación del Grupo de Trabajo Antropoceno de la Comisión Internacional de Estratigrafía, con sede en Londres: ese impacto de la actividad humana ya ha dejado suficiente evidencia en las rocas para que los geólogos puedan decir que hemos cruzado el umbral del período del Holoceno y hemos empujado la historia de la Tierra —o la historia del sistema terrestre— hacia una nueva época geológica, el Antropoceno. Es decir, las instituciones y las prácticas humanas (incluidas sus desigualdades) han convertido a los humanos en una fuerza geofísica a una escala sin precedentes. Y se trata de una fuerza que puede afectar al planeta en su conjunto. Dos implicaciones surgen aquí para quienes estudian la historia humana. La disciplina de la historia, tal como surgió a fines del siglo XVIII y principios del XIX y recibió una forma académica con el surgimiento de las ciencias sociales a medida que avanzaba el siglo pasado, se basó, intelectualmente, en una separación de las historias naturales y humanas. Nadie expresó esta comprensión mejor que el filósofo de Oxford R.G. Collingwood (un especialista en Vico y Croce) que dijo que si las funciones naturales del cuerpo humano debían ser estudiadas por el científico biológico, entonces lo único importante para el historiador eran sus consecuencias sociales. Los procesos naturales incluían cambios, pero la naturaleza no tenía historia en el sentido en que los humanos pudieran tenerla: los humanos pueden observar o imaginar las motivaciones psicológicas de sus semejantes, incluidos los del pasado, pero la naturaleza no tiene esa vida interior. Incluso se podría decir que hasta los historiadores económicos que escriben sobre instituciones y estadísticas trabajaban bajo un modelo motivacional del ser humano, el homo economicus. A mediados del siglo XX, cuando la escuela de los Annales comenzó a retratar a la “naturaleza” como un fondo activo de la historia humana, lo natural fue tratado como cíclico en su dinámica o como un factor poderoso e impredecible que podría entrar en erupción y cambiar el curso de la historia humana en regiones particulares del mundo. Los historiadores ambientales de la década de 1970 hicieron que este modelo interactivo fuera más poderoso: los humanos y sus entornos se influenciaban recíprocamente. Gracias a ellos, sabíamos del papel que desempeñaba la expansión europea en el transplante de especies de una a otra parte del mundo y, por lo tanto, en entornos cambiantes en todo el globo. Pero incluso en esta historia, la idea de “agencia” de los humanos seguía siendo similar a la de otras ramas de la historia: los humanos individuales y sus motivaciones importaban (con algunos humanos como Alexander von Humboldt como héroes) al igual que las instituciones que los humanos construyeron.
El calentamiento global cambia o complementa esta historia de maneras imprevistas. Los humanos no son solo una fuerza que interactúa con algo llamado “naturaleza”; son una parte integral de la geofísica del planeta con un potencial para cambiar la historia de la vida al provocar la sexta gran extinción. Aquí el binario humano / naturaleza se descompone por completo y la humanidad se convierte en un elemento controlador de las ciencias del sistema terrestre. Esto es, seguro como el infierno, cierto tipo de agencia, pero ¿de qué tipo? No uno basado en un modelo motivacional del ser humano. Pues no se trata de una forma de agencia a la que los individuos puedan tener una suerte de acceso fenomenológico.
En segundo lugar, comprender este nuevo papel de los humanos requiere que nos involucremos con las historias profundas tanto del planeta como de la vida sobre la Tierra. De lo contrario, no podemos saber cuál podría ser el tema de la “ciencia del sistema terrestre”; ni entender cómo las acciones humanas podrían estar interfiriendo con las complejas condiciones de vida tal como se establecieron hace cientos de millones de años en la historia geológica del planeta. Por lo tanto, sentimos la necesidad de reescribir la narrativa habitual de la historia humana —de los últimos quinientos o como máximo de los últimos 6.000 años (la historia de la civilización humana)— en una escala de tiempo mucho mayor.
AM: Usted argumenta que la crisis climática es un descubrimiento importante de los años 80-90 del siglo pasado. Sin embargo, hay, como lo han demostrado muchos historiadores del medio ambiente, una larga historia de diferentes tradiciones, especialmente en el contexto colonial, de ambientalismo. ¿Invalida la “longue durée” del ambientalismo la gran narrativa de la modernidad occidental?
Así como hay historias de destrucción humana de su medio ambiente, de manera similar hay historias de humanos que cuidan su medio ambiente. Estas son, de hecho, largas historias. Es igualmente cierto que tanto la civilización industrial como el moderno gobierno colonial involucraron muchos experimentos y desastres ambientales. Además, desde al menos el movimiento ambiental de los años sesenta y setenta, hemos sido más conscientes de los efectos ambientalmente destructivos de la ganadería y otras instituciones a gran escala. Todo esto no lo discuto. Mi punto se ancla más bien en el intento de fechar la ciencia sobre el fenómeno del “calentamiento global antropogénico” sobre el cual el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) ha estado informando. Esta ciencia tiene raíces antiguas que se remontan al siglo XIX, pero en su forma moderna, con su aspecto retro de postguerra fría, es más reciente. Como tal vez se sepa, fue después de la Segunda Guerra Mundial que el gobierno de Estados Unidos comenzó a monitorear regularmente el estado de la atmósfera del planeta; por un lado, para vigilar las consecuencias radiactivas de pruebas nucleares, por otro, para mantener su posición en la competencia espacial, y, en parte, también por un interés en el desarrollo de “armas climáticas” (la capacidad de causar sequías e inundaciones en territorio enemigo). Como lo demuestra la experiencia de James Lovelock en la unidad de Carl Sagan en la NASA a mediados de la década de 1960, fue trabajando sobre la posibilidad de la colonización humana de Marte que surgió el problema más importante de qué hace que un planeta sea propicio para la existencia continua de vida compleja, problema que resultó en la formulación de su teoría de Gaia. También debe recordarse que el padrino de la ciencia climática moderna en los EE. UU., James Hansen, solía estudiar el calentamiento planetario de Venus antes de centrar su atención en este planeta. La NASA estableció el primer Subcomité de Ciencias del Sistema Terrestre en o cerca de 1983. Además, la formulación exacta del “calentamiento global” actual no se pudo hacer hasta que se recopilaron ciertas bases de datos de observaciones satelitales, la extracción de muestras glaciales, etc., cosas que no habrían sido posibles sin los avances científicos de los años posteriores a la segunda guerra mundial, trabajo impulsado en gran medida por la competencia militar y tecnológica que implicaba la carrera por la conquista del espacio. Por lo tanto, no está mal afirmar, sin negar la larga genealogía de la ciencia climática que comienza en el siglo XIX, que la ciencia climática utilizada por el IPCC es de origen más reciente —no data exactamente de los años 80 y 90, sino desde la década del 60 y se extiende hasta la actualidad—. Y gran parte pertenece a la gran ciencia estadounidense de finales del siglo XX.
¿El ambientalismo invalida la gran historia de la modernidad occidental? Claramente no, no a los ojos de millones de indios y chinos de clase media y sus líderes que aspiran a los ideales consumistas de las sociedades occidentales que consumen mucha energía. Además, ha habido críticas ambientalistas de esta modernidad desde hace mucho tiempo, solo que rara vez han tenido éxito. Piensen, por ejemplo, en India. Este país dio a luz a un personaje asombrosamente grandioso —a pesar de todos sus fracasos humanos— en la persona de Mohandas Karamchand Gandhi. Este hombre fue uno de los mayores críticos de la civilización industrial del siglo XX. ¿Qué hicieron los líderes indios cuando la nación se acercaba a su independencia? Pusieron amablemente a Gandhi a un lado y se inspiraron en el modelo soviético de acumulación e industrialización con el fin de modernizar al país. Tenemos que hacernos una pregunta más profunda: ¿Por qué la modernidad occidental y la modernización atrajeron incluso a países que nunca fueron colonizados formalmente por las potencias occidentales, como Japón y Tailandia? A menos que comprendamos la naturaleza de la modernidad como un objeto de deseo, no entenderemos por qué sigue siendo aparentemente válida, a pesar de sus variados e indiscutibles problemas.
AM: Uno de los propósitos centrales del Grupo de Estudios Subalternos —que usted desarrolló en Al margen de Europa [Provincializing Europe]— era elaborar una nueva epistemología del conocimiento histórico basada en la tensión entre la lógica universal del capital (globalización), por un lado, y la multiplicidad y heterogeneidad de experiencias culturales irreducibles, por el otro. Pero sus trabajos sobre historia ambiental tienden a reutilizar categorías como “Humanidad” o “historia universal negativa”, profundamente criticadas en su trabajo anterior. ¿Cómo puede definir la necesidad de volver al universalismo y al humanismo? ¿No hay ahí una contradicción?
La contradicción es solo aparente. En primer lugar, se debe comprender que Al margen de Europa se inscribía en una discusión sobre la globalización, cuya bibliografía generalmente ignoraba el problema del calentamiento global. En segundo lugar, el argumento central de este libro nunca se opuso al universalismo como tal; no se trataba, por ejemplo, de un argumento en favor del nativismo o del relativismo cultural. Al margen de Europa aceptó tanto la lógica (i.e. la tendencia) universal del capital —que llamé Historia 1—, como una fenomenología humana universal, a partir de mi lectura de Heidegger. Como he señalado, el argumento radicaba precisamente sobre una tensión entre la Historia 1 y la heterogeneidad del pasado humano (llamé al lugar de esta tensión Historia 2). Me resistí a una cierta transición narrativa que veía la lógica del capital como homogenizadora de todos los pasados humanos y que producía (y, por lo tanto, que domesticaba) la “diferencia” solo como la expresión de una de las tantas y diversas preferencias del consumidor.
Creo que este argumento sigue siendo válido, particularmente si miramos la transición al modo capitalista de producción y, si, en tal problema, la distinción entre Historia 1 e Historia 2 se aplica a todas las historias humanas, incluida la de los europeos. Argumenté que lo universal es una forma que se hace visible cuando su lugar es usurpado por un particular que afirma encarnar lo universal. Dentro de ese marco poscolonial, uno legítimamente sospecha de categorías universales como “humanidad”, cuya afirmación respecto de su supuesta certeza empírica es solo una artimaña del poder. No existe un agente políticamente operativo llamado “humanidad”; quien actúa en nombre de dicho agente actúa en interés de algún bloque poderoso. Esta es una de las razones por las que recurrí a la “historia universal negativa” de Adorno en mi primer ensayo sobre el clima.
Por otra parte, el problema que enfrenté al comenzar a pensar y a escribir sobre la crisis climática es diferente al que analicé en Al margen de Europa. Si bien el papel de la acumulación capitalista en la precipitación de la crisis climática es algo a lo que recurriré en algún momento, se me hacía muy claro que se trataba de una crisis que no podía explicarse por completo, ni reducirse a los quinientos años de historia capitalista mundial. Esta crisis evoca un sentido de “comunidad” humana, incluso si esta comunidad no puede traducirse en una agencia políticamente operativa (y uno debería sospechar de cualquier intento de realizar tal traducción). Es esta figura de lo común lo que se ha llamado una “fuerza geofísica”, y que a veces también se la denomina “especie humana”, como en la discusión sobre la posibilidad de una sexta gran extinción, problemática que abordaré en la última pregunta.
AM: Se han elaborado otras palabras o conceptos para describir la nueva era geológica. Por ejemplo, el concepto de Capitaloceno, elaborado por Jason W. Moore, insiste en el hecho de que no fue la Humanidad como tal la que provocó esta revolución, sino el modo de producción capitalista. El interés de este concepto es mostrar que el ambientalismo está atravesado por la lucha de clases. En su opinión, ¿deberíamos abandonar este concepto para escribir la historia bajo la forma que usted recomienda?
Con el debido respeto a las personas involucradas (y a Jason Moore en particular, ya que admiro sus esfuerzos —y los de otros— para aumentar la sensibilidad ecológica dentro del marxismo), este debate me desconcierta un poco. En primer lugar, el nombre “Antropoceno” y la expresión “cambio climático antropogénico”, tal como son usados por los científicos o los geólogos del clima, de ninguna manera implica que una “humanidad como tal” (o una humanidad indiferenciada) sea la responsable de la crisis climática que estamos enfrentando. Digo esto porque varios de los científicos que he leído también han señalado, a partir de los datos globales sobre las emisiones per cápita disponibles desde hace dos décadas —al menos para el comienzo del período, porque las cifras de China se han disparado desde entonces—, que los culpables de las emisiones per cápita son principalmente los países del mundo desarrollado. En espíritu, entonces, la expresión “el Antropoceno” nunca tuvo la intención de divulgar la idea de una humanidad indiferenciada o de una “especie indiferenciada” (cuestión de la que algunos científicos sociales se han quejado, olvidando que siempre se asume que una especie biológica se encuentra internamente diferenciada, de lo contrario la selección natural no funcionaría).
Esto implica que el debate, en realidad, ha sido entre y del lado de los académicos de izquierda, que tomaron la expresión “antropogénica” literalmente y quisieron mostrar, por buenas razones políticas, que se trataba de instituciones y prácticas capitalistas —o del “modo capitalista de producción”, como dicen—, las que nos llevaron al borde de esta crisis ambiental planetaria. Ahora tratemos de dejar de lado tres preguntas para simplificar el debate: (a) la de si puede haber una definición única y convincente de “capitalismo” que sea aceptable para todos; (b) si cualquier otro modo de modernización del mundo basado en la energía abundante y económica de los combustibles fósiles también podría haber engendrado tal crisis; y (c) si el mundo globalizado tiene quinientos, doscientos o unos setenta años (el período que se ha denominado “la gran aceleración”). Supongamos, por lo tanto, que entendemos perfectamente el significado de la palabra “capitalismo” (que es mucho menos precisa que la expresión “modo de producción capitalista” o la categoría marxista histórico-filosófica de “capital”), y que este designa una civilización industrial fundada en la extracción de recursos y en las estrategias para acumular riqueza necesariamente creando diferentes formas de desigualdad entre los humanos. Dado este entendimiento, es indiscutible que el capitalismo tiene mucho que ver con las diversas crisis ambientales, incluyendo el llamado “calentamiento global”. Por lo tanto, también es indiscutible que los problemas ambientales están “atravesados por las luchas de clases” que los capitalistas hasta ahora en general han ganado (ya que el volumen total de “riqueza” global producida por los procedimientos capitalistas ha aumentado a lo largo de los siglos). A pesar de todas sus desigualdades inherentes, ¿le ha permitido el capitalismo a la humanidad en su conjunto (no como tal, no como humanidad en sí misma) prosperar como especie biológica? La respuesta, al menos durante los últimos 150 años, debería ser “sí”. Y esto por dos razones, ninguna de las cuales niega cualquier desigualdad o la lucha de clases: (a) nuestro número ha aumentado (en mi vida, la población india ha crecido más de cuatro veces); y (b) incluso los pobres tienen vidas más largas, tal vez no mejores vidas, pero ciertamente más largas.
Actualmente el tamaño de la clase global de consumidores es más grande que nunca, y hay muchas poblaciones esperando en un costado unirse a este frenesí. Nuestra prosperidad —incluyendo el aumento de la esperanza de vida de los más pobres— ha tenido un efecto sintomático en la vida de los animales no humanos. Los humanos —y los animales que tenemos o comemos—, reclaman cada vez más de lo que produce la biosfera. Muchos biólogos argumentan seriamente que ya hemos entrado en la primera fase de lo que podría resultar, en unos pocos cientos de años, la sexta gran extinción de especies inducida por el ser humano. La mayoría de los académicos de izquierda —con algunas excepciones notables— no quieren abordar la cuestión de la población o quieren verla principalmente como un problema de distribución desigual de recursos. El punto es que nuestros números —y el tema relacionado de nuestra creciente esperanza de vida— cuentan. La cuestión del tamaño de la población humana, como he argumentado en otra parte, pertenece, al mismo tiempo, a dos historias: a la historia de la modernización industrial y a nuestra historia colectiva compartida como especie biológica.
Por lo tanto, no hay una gran contradicción entre hablar del papel del capitalismo en la creación de las crisis ambientales actuales y hablar de los humanos como la especie biológica que también somos. Es una cuestión de perspectiva o del nivel de resolución desde el que se desee contar la historia humana. Una mirada más fina mostrará lo que algunos humanos le han hecho a otros humanos para producir y acumular cada vez más riqueza (lo que, como ya señalé, habría sido imposible sin el acceso a la barata y abundante energía que los combustibles fósiles han puesto a disposición). Pero si se mirara desde lejos esta “bolita azul” [blue marble] y se pudieran ver escalas de tiempo que abarcaran a muchas, pero a muchas generaciones de humanos, entonces los humanos se verían como una especie biológica entre muchas otras que usaron una “inteligencia” otorgada por un cerebro más grande, y que finalmente adoptaron estrategias político-económicas que intensificaron las desigualdades humanas, a la vez que le permitieron a la especie humana multiplicarse y prosperar como nunca antes.
Inicialmente estas estrategias causaron muchas dificultades a los ecosistemas que nos rodean: muchas variedades de aves, animales, plantas y criaturas marinas han luchado para adaptarse a nuestro desbocado éxito. Sin embargo, inesperadamente terminamos creando condiciones que ponen en juego nuestra propia supervivencia. Estas dos historias —la de la lucha de clases y la de nuestra proliferación como especie— pueden contarse simultáneamente, porque operan en diferentes niveles de abstracción. Aquí también, como dije, la contradicción es solo aparente.
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Dipesh Chakrabarty. Doctor en Filosofía. Profesor de Historia, Lenguajes y Civilización del Sudeste Asiático en la Universidad de Chicago y miembro del Chicago Center for Contemporary Theory. Es reconocido por sus aportes a los estudios subalternos de la India y al pensamiento poscolonial. Desde 2009 comenzó a investigar sobre el estudio del cambio climático y el desafío que este presenta para las humanidades.
Foto: «Las langostas del desierto pululan sobre un árbol en Kipsing, Kenya», Marzo 31 de 2020, por Sven Torfinn / FAO via AP.
Traductor: raúl rodríguez frerire.