Ficciones, academia y neoliberalismo bajo pandemia.  Entrevista con raúl rodríguez freire

Ficciones, academia y neoliberalismo bajo pandemia. Entrevista con raúl rodríguez freire

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Por Nuno Figueirôa (Suplemento Pernambuco)

 (extracto)

¿Crees que las representaciones de las dictaduras en clásicos del boom como Yo el supremo, El otoño del patriarca y La fiesta del chivo nos podrían ayudan a comprender los actuales procesos fascistas o estas obras serían algo anacrónicas?

 

Estas novelas responden a un contexto del que estamos bastante distanciados, aunque valoro en ellas, y mucho, su construcción formal, su estructura, puesto que hoy, en general, hay poco juego o experimentación con la escritura, además de poca evasión y demasiada “realidad”. César Aira lo señaló muy bien: “Qué no daríamos por recuperar la vieja evasión, a la vista de la novela actual, o lo que de la novela actual tengo más a la vista. Los novelistas, y esto se acentúa cuanto más jóvenes son, o sea a medida que pasa el tiempo, encuentran cada vez menos motivos para promover un escape, infatuados como están con sus propias vidas, contentos y satisfechos con sus destinos y su lugar en el mundo”. Por supuesto que hay artificio en la autoficción y en la crónica, pero como ocurre en el cine, cuestión que señalé en la pregunta anterior, al devenir en fórmulas (de ahí el éxito de Leila Guerriero, por ejemplo), se estancan. Pueden vender mucho, pero vender mucho no es sinónimo de éxito, ni el éxito equivale a reconocimiento o valoración, ni el reconocimiento o la valoración dan cuenta de manera efectiva de la importancia de una obra, esto es, de su efecto y este no siempre es percibido. Retomando: hay en esas novelas algo que es importante rescatar o relevar, y esto no tiene que ver con lo que narran sino con la forma en que lo hacen. Y tal vez ni quisiera con la forma, pues cuando una forma “exitosa” es replicada una y otra vez por el mercado, deja de ser forma y pasa a ser formato, modelo, serialización. Lo que podemos relevar entonces es la preocupación por la forma, una preocupación que lleva a no devenir formato alguno (todas las novelas de Roberto Bolaño tienen formas distintas). La figura del dictador entonces debe dar paso a la de un poder deslocalizado y, a la vez, articulado al mercado y el capital transnacional. El dictador, tal como lo ficcionalizaron Roa Bastos, García Márquez y Vargas Llosa respondía a un contexto local, nacional, dominado por una lógica capitalista que aún tenía camino que recorrer, disolviendo las trabas que le imponían los acuerdos de Bretton Woods​​. Cuando estos acuerdos se rompen durante la Guerra de Vietnam, se generan las condiciones para que el capital opere –gracias a las estrategias elaboradas por el neoliberalismo– de manera deslocalizada y global, ya no nacional. El capital debe expandirse hasta abarcar lo que más pueda, como hemos visto recientemente en el caso de Wuhan, y, al hacerlo, va produciendo espacios de lo que en sociología se llama “anomia”, bolsones en los que la ley y el estado de derecho simplemente desaparece y en su lugar se levanta otro orden, otra ley, otra moral, etc. Ello explica, por una parte, que hoy los niños y las mascotas, por poner dos ejemplos bastante evidentes, sean sujetos de consumo o que animales exóticos devengan alimentos (tanto para ricos como para pobres). Por otra, nos encontramos con el despegue transnacional del narcotráfico, la piratería (como en Somalia o Rusia, de la mano de la mafia) y los ejércitos privados (como Academi o Defion Internacional), que trabajan tanto para Estados como para empresas privadas, independiente de donde estas se encuentren. ¿Qué novela es capaz de dar cuenta, así sea medianamente, de todo esto? La respuesta no es difícil de encontrar: 2666, de Roberto Bolaño, una novela monstruosa, heterocrónica, mundial. En Santa Teresa (trasunto de Ciudad Juárez), se reúnen el capital deslocalizado que opera a través de las maquilas, los cientos de asesinatos sin resolver por parte del gobierno, el narcisismo y la vacuidad de la academia, el declive de las militancias, además del auge de un escritor mediocre como Benno von Archimboldi, pero que vende y está pronto a ser reconocido por la academia sueca. En fin, junto a 2666, novelas como Los trabajos del reino, de Yuri Herrera o Livadia, de José Manuel Prieto, me parecen más apropiadas para pensar el “presente latinoamericano”. En “La parte de los críticos” hay una escena en la que Pelletier (académico francés) y Espinoza (académico español), en nombre del feminismo y de la literatura, golpean casi hasta matar a un taxista paquistaní que, luego de escucharlos conversar con Liz Norton (académica inglesa), los trató de cafiches. Esta escena da cuenta de un microfascismo que, no desconozco, hoy se inscribe en un escenario en el que también vemos levantarse neofascismos preocupantes. Pero hay que recordar que el fascismo es un fenómeno de masas, con un partido nacional fuerte y autoritario vinculado a un estado centralizado, mientras que lo que se llama neofascismo es más flexible o plástico y, por suerte, no muy mayoritario. De ahí que, siguiendo a Gilles Deleuze, prefiera hablar de microfascismo, puesto que este responde a miedos y ansiedades individuales, que nos llevan a desear el poder, independiente de la tendencia política. Los cientos de miles de femicidios a lo largo del mundo nos hacen reparar en esta violencia deslocalizada. Una violencia cotidiana que, como dice Deleuze, reúne “todos los pequeños miedos, todas las pequeñas angustias que hacen de nosotros unos microfascistas encargados de sofocar el menor gesto, la menor cosa o la menor palabra discordante en nuestras calles, en nuestros barrios y hasta en nuestros cines”. Se puede ser un antifascista a nivel macro, sin darse cuenta del fascista que llevamos dentro o en el que nos podemos convertir. El microfascismo, por tanto, se puede dar en cualquier momento y lugar, incluso en militantes revolucionarios o en académicos letrados y cultos, como Pelletier y Espinoza, aunque no desconozco la fuerza con que ha venido levantándose de manera colectiva en los sectores más conservadores del mundo. Pero me interesa mostrar sus propias fisuras. La ultraderecha chilena que reivindica la figura de Pinochet como un gran defensor de la “patria” oblitera que el dictador le dio cabida y alentó un neoliberalismo transnacional, por lo que reivindica un estado nacional inexistente, obviando además que en su defensa de lo nacional emplea medios cuyas partes se fabrican entre Corea, Perú y Australia, se ensamblan en México y se compran en Alemania mediante Amazon. Y levantan banderas fabricadas en China, el principal socio comercial de Chile y de casi toda América Latina. Este fascismo, por tanto, opera como un microfascismo ignorante de sus propias condiciones.

 

En el contexto de la pandemia por la que atravesamos, se han vuelto a revisar obras que figuran un horror que hoy es global –como La peste, de Camus, Ensayo sobre la ceguera, de Saramago o Diario del año de la peste, de Defoe–, obras que se piensan, sin embargo, a la luz de nuestro tiempo. A partir de su anacronismo, dado que la crisis del covid-19 marca un período de mayor emergencia de los efectos nocivos impuestos por las lógicas neoliberales, ¿cómo crees que estas ficciones interpelan nuestro obsceno presente?

 

No leer estas ficciones desde el presente, sino el presente desde estas ficciones, un presente tejido por el neoliberalismo. La pregunta no es simple, y la respuesta tampoco, aunque trataré de ser breve. Me gustaría considerar también el Decamerón, o su primera parte por lo menos. En la novela de Camus se dice de la peste “que abre los ojos, que hace pensar”, y es precisamente la imposibilidad de ver lo que pone en juego Saramago, aunque la suya es más una peste alegórica, cercana a las ficciones del fin del mundo. Sin embargo, estas cuatro obras muestran muy bien que la estupidez humana insiste siempre: “uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo”, se lee en la “crónica” el Camus. Bajo un orden neoliberal, este sí mismo alcanza ribetes no entrevistos por ninguno de estos escritores. Pero respondiendo a la pregunta, creo que si la lectura de estas ficciones se hubiese mantenido fresca, y la literatura contara con una mayor presencia en nuestras sociedades (o por lo menos en las escuelas y las universidades), tendríamos mayores herramientas para confrontar la pandemia. Dejo de lado el Ensayo. Sorprende que desde la época de Boccaccio (siglo XIV) a la de Camus (siglo XX), pasando por la de Defoe (Siglo XVIII, aunque su Diario se enmarca en el XVII), la respuesta a la peste no se diferencie casi de la que hoy vemos a nivel global. El psicoanálisis tendría mucho que decir al respecto, pero me interesa precisamente lo que nos interpelaba antes de que Freud lo inventara. Borges escribe en “El inmortal” “que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas” y algo similar señala en “La forma de la espada”: “yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres”. Tiendo a leer en estas sentencias lo humano, y lo humano, a pesar de su multiplicidad, suele responder de manera similar dentro de un no muy amplio abanico de posibilidades. En concreto, en estas ficciones nos encontramos con fosas comunes, con la negligencia de las autoridades (que temen afectar la economía) y de la población (contagiados que actúan como si estuvieran sanos), con cambios en las prácticas mientras dura la pandemia (como preparar el pan en casa), con personas que ven el aburrimiento, producto de la cuarentena, como uno de los principales males que les aquejan, con usura por parte de algunos agentes del comercio, con una salud pública que no cuenta con los recursos necesarios, con un pésimo conteo de contagios y muertes, con dudosos certificados de salud que afirman que se está libre de la enfermedad, con el aumento de la cesantía y luego de la pobreza, e incluso con falsas noticias y la mutación del mal… en fin, lo común en estas obras es la constante de “una calamidad tan atroz en condiciones de desprevención absoluta” y una respuesta que no se condice con lo requerido, ello producto, dice Defoe, “del carácter del pueblo… que en aquella época contribuyó en gran medida a su propia destrucción”. Defoe lo señala para el caso de Londres, pero es lo que se repite en Florencia y en la apestada Orán de Camus y hoy al parecer en cada país del globo. Con todo, hay dos acontecimientos que sobresalen: la enorme mortandad entre las clases populares empobrecidas y la duración del mal, que siempre se extiende por alrededor de un año (algo que a nosotros nos cuesta imaginar). Lo primero producto obviamente de la vulnerabilidad en la que se encuentran y que los transforma, como hoy, en lo que en Enrique IV Shakespeare llamó “carne de cañón”, frase que cristaliza el desprecio por la vida de ciertas personas. Los trabajos más peligrosos nunca fueron interrumpidos, por lo que me gustaría citar un poco en extenso a Defoe, que devela una preocupación importante por la cuestión económica. La naturalidad con que lo señala no se aleja de quienes hoy no están dispuestos a parar la economía, aunque ello implique el costo de vidas humanas: “tan pronto como cualquiera de las personas empleadas para transportar, acarrear y sepultar a los muertos enfermaba o moría, lo que sucedía con bastante frecuencia, [los encargados de la ciudad] cubrían inmediatamente el puesto vacante con otros, cosa que no era demasiado difícil de hacer, debido al elevado número de pobres que habían quedado sin trabajo…. De manera que nunca se pudo decir de Londres que los vivos no fueses capaz de enterrar a los muertos”. Si bien ricos y pobres mueren por igual ante la peste, la desigualdad de clases impone que unos tengan la posibilidad de cuidarse y otros “de enterrar a los muertos”, que es como decir, de ser sacrificados. Y por mucho que hoy algunos consideren (y me incluyo) que vivimos un tiempo que podría conducirnos a un cambio, una vez acabado el “azote” “las costumbres de las gentes eran las mismas que tenían antes; y era”, escribió Defoe, “muy poca la diferencia que podía apreciarse”. En Camus tampoco encontramos muchos motivos de euforia una vez que la calamidad ha cesado: “Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”. En síntesis, lo que veo en estas ficciones es que nos previenen ante la ingenuidad con que añoramos un cambio ante la catástrofe, olvidando que hace falta algo más que quedarse en casa (o escribir sobre la pandemia y el neoliberalismo) para dejar de contribuir a nuestra propia destrucción. La ficción, y estas en particular, al permitirnos una comprensión amplia del tiempo, nos enseñan a conocer un poco más lo humano, que seguirá adelante como si nada una vez pasado “el mal”. A menos que decidamos que el colapso al que nos dirigimos no deba tener lugar. Para ello no es suficiente recuperar el estado social. Se requiere un nuevo y heterogéneo contrato social, que no tenga como prioridad el régimen económico sino la vida en su conjunto y las condiciones que la hacen posible.

            Por otra parte, hay algo más en estas ficciones que interpelan nuestro presente o que nos permiten pensar este presente atravesado por una pandemia que el neoliberalismo intenta, con manotazos de ahogado, usar a su favor. Atengámonos al medio académico. Apocalípticos de diverso tipo avizoran una biopolítica algorítmica que se apoderará de las universidades. Amigos cercanos manifiestan también una preocupación por la virtualización de las clases y su devenir. El teletrabajo impuesto por la cuarentena es visto, parafraseando a Conrad, como un puesto de avanzada que hará de nuestro trabajo un servicio que se será colonizado por el llamado “capitalismo de plataformas”. No lo creo. Son varios los reparos que levanta esta lectura, que de alguna manera itera la de Byung-Chul Han. No desconozco la sagacidad e incluso la necesidad de algunas escrituras frente a lo que nos ha atravesado en el último tiempo, pero también veo un apresuramiento que no responde a la rigurosidad intelectual que se requiere, lo que da cuenta de la introyección del neoliberalismo, incluso cuando se dice o se busca contestarlo. Veamos algunos problemas que surgen con las hipótesis y los oráculos que auguran la matrix por venir. El primero es su dependencia de una concepción del poder foucaultiana ¡de la que el mismo Foucault se distanció! Bien haría releer también sus últimos cursos y sobre todo La inquietud de sí. Aunque no se lo reconozca, el poder es visto como la imposición de una disciplina panóptica que responde de alguna manera al imaginario catalizado por 1984, se lo explicite o no. (Incluso recuerda la omnipotencia del orientalismo, miopía cara al mismo Edward Said, que desde que se lo criticó por obliterar la resistencia reemplazó, erradamente, a Foucault por Fanon). Por cierto, no sorprende que haya sido precisamente una peste o la “obsesión de los contagios” lo que llevó al autor de Vigilar y castigar a formular algunas de las principales características “de una sociedad disciplinada”, modelo de sociedad del que se distanciará poco después, no descartándola, sino repensando su lugar y su importancia. Pero lo que muestra muy bien El diario del año de la peste es que la disciplina y el encierro impuestos a los “apestados” en el Londres de 1665 no solo no resultó, sino que aumentó los contagios y las muertes en toda la población, sobre todo en los sectores más acomodados. No desconozco la fuerza de la disciplina, tampoco, como ya hemos visto, el actual hiperautoritarismo neoliberal, pero si donde hay ejercicio del poder hay resistencia, es esta última la que se requiere enfatizar, insistiendo en las fisuras del capital tanto o más que en sus poderes. Ello se logra aprehender mediante una contextualización determinada o abastecida por el conocimiento de sus condiciones materiales. Si el capital se expande cada vez más, también aumentan las posibilidades de horadarlo. La exposición de su fragilidad es algo que le debemos a la pandemia. Ni siquiera China tiene la capacidad para una vigilancia digital como la pregonada por Han en su conocida (y paradójicamente orientalista) visión de Asia; el control que en “Occidente” (desde Berlín en el caso de Han) se mira como ejemplar en realidad no es tal. El colectivo Chuang presenta un contrapunto a esta hipótesis, que vale la pena citar en extenso: “lo que parece más fascinante de la respuesta del Estado es la forma en que se ha llevado a cabo, a través de los medios de comunicación, como una especie de ensayo general melodramático para la plena movilización de la contrainsurgencia nacional. Esto nos da una idea real de la capacidad represiva del Estado chino, pero también pone de relieve la incapacidad más profunda de ese Estado, revelada por su necesidad de depender tan fuertemente de una combinación de medidas de propaganda total desplegadas a través de todas las facetas de los medios de comunicación y las movilizaciones de buena voluntad de la población local que, de otro modo, no tendría ninguna obligación material de cumplir. Tanto la propaganda china como la occidental han hecho hincapié en la capacidad represiva real de la cuarentena: la primera de ellas como un caso de intervención gubernamental eficaz en una emergencia y la segunda como otro caso más de extralimitación totalitaria por parte del distópico Estado chino. La verdad no dicha, sin embargo, es que la misma agresión de la represión significa una incapacidad más profunda en el Estado chino, que en sí mismo está todavía completamente en construcción”. Las cursivas son mías. Me interesa destacar que la eficacia del control depende y no en menor medida, de nuestra voluntad. En la novela de Defoe y, en parte, también en la de Camus, fueron quienes actuaron con independencia de los dictados disciplinantes los que corrieron mejor suerte y sobre todo cuando lo hicieron de manera colectiva, evadiendo el encierro y el control. “Toda la conducta de estos hombres”, leemos en el Diario, “y la de algunos de aquellos que se les unieron, marca una pauta a seguir por todos los hombres y mujeres pobres en caso de que volviese a presentarse una época como esta”. Volviendo a China, su respuesta inicial fue tan errática como la del resto de los países del globo y por la misma razón: “la maquinaria básica del Estado es escasa o inexistente”. La respuesta mejoró con el tiempo, y lo hizo sobre todo gracias a la población: “el pleno despliegue de los recursos estatales comenzó en realidad con un llamamiento a los esfuerzos voluntarios en nombre de los habitantes de la localidad”. Aún así, las medidas “desesperadas y agresivas”, junto a las graves torpezas cometidas en distintos niveles, no pudieron enfrentar uno de los efectos o problemas más acuciantes: la presencia de miles de trabajadores migrantes, muchos sin hogar y a la deriva, y que no cuentan con buenos teléfonos inteligentes que puedan ser usados para su propio control y ello debido a una obvia razón: “la calidad de los productos del mercado interno suele ser peligrosamente mala. Durante décadas, la industria china ha producido exportaciones de alta calidad y alto valor, hechas con los más altos estándares globales para el mercado mundial, como los iPhones y los chips de computadora. Pero los productos que se dejan para el consumo en el mercado interno tienen pésimas normas”. Si un estado autoritario no ha logrado controlar a toda su población, imagínate lo que pueden hacer otros países. Eso es lo que muestra muy bien Defoe. Y si hoy la respuesta a la pandemia se ha combatido con represión, las historias de las luchas anticoloniales dan cuenta que esta no es una salida con la que se pueda asegurar el control ni la disciplina. Pero me estoy extendiendo demasiado…

Retomemos la supuesta algoritmización de la universidad por o gracias al teletrabajo, cuestión en la que Derrida ya se detenía en La universidad sin condición (2001), precisamente a partir de una lectura de El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era, de Jeremy Rifkin, publicado inicialmente en 1997. Recordemos que allí Derrida proponía una reflexión sobre el trabajo a partir de su relación con lo que llamó una “política de lo virtual”: “Una de las mutaciones que afectan al lugar y a la naturaleza del trabajo universitario”, señala, “es hoy en día, como bien sabemos, cierta virtualización deslocalizadora del espacio de comunicación, de discusión, de publicación, de archivación. No es la virtualización la que es absolutamente nueva en su estructura… Lo inédito es, cuantitativamente, la aceleración del ritmo, la amplitud y los poderes de capitalización de semejante virtualidad espectralizadora… Esta nueva ‘etapa’ técnica de la virtualización… desestabiliza, todos tenemos experiencia de ello, el hábitat universitario”. Hay que señalar entonces, en primer lugar, que el teletrabajo no aparece con la pandemia, y que tiene antecedentes no solo en el fax, el teléfono y el avión, como muy bien entrevió David Lodge en El mundo es un pañuelo (Small World en inglés), sino de manera importante en la educación a distancia (que en Chile ya opera desde hace varios años), que cuenta con algunos importantes hitos. Baste pensar en la Open University (en realidad, no son pocos los programas que ya operan virtualmente y en alrededor de todo el mundo), en la que trabajó ni más ni menos que Stuart Hall, quien contribuyó a la formación de sectores populares usando la televisión y el correo postal (el correo postal, vale la pena recordarlo, está en deuda con el sistema de comunicación de las primera universidades medievales). En segundo lugar, las clases virtuales, como experimentación del capital, ya tienen varios años y no han logrado imponerse en ninguna universidad, a pesar de los esfuerzos y las inversiones implicadas. Uno de sus problemas considerable, además de la dificultades de implementación (plagio, reconocimiento de alumnos, conexión, etc.), es que no ha representado un avance significativo para el avance de una carrera universitaria. Por otra parte, las “universidades” o negocios que se crearon bajo esta modalidad tampoco han logrado los resultados esperados. De todas maneras, si alguien cree en la algoritmización de la universidad, debiera describirla y detallar de qué manera los algoritmos operarán. Estos, en todo caso, ya se aplican en la realización de evaluaciones masivas de cursos introductorios y seguramente, bajo el modo de gestión empresarial que tienen las universidades, los algoritmos tendrán otras tareas, pero estas estarán supeditadas a complementar el trabajo académico, no a reemplazarlo, por lo menos no en las áreas fundamentales, cuya relevancia ha sido resaltada por la propia pandemia. Ello no quiere decir que esas tareas complementarias no se transformen en un problema… problemas, en todo caso, que ya reconocemos en nuestros estudiantes y en nuestra propia interacción con lo que Nick Srnicek llama “infraestructuras digitales”.

Veamos ahora el tema de las teleclases, veamos, por ejemplo, el curso sobre “Ancient Philosophy: Plato & His Predecessors”, que en su más reciente versión tuvo entre sus alumnas a la cantante Shakira, que publicitó el certificado que la University of Pennsulvania le envió por e-mail, y que ella luego de imprimirlo publicitó en Twitter con el siguiente post: “Acabo de graduarme de un curso de filosofía antigua. Ya sé que mis hobbies no son prácticos pero me tomó horas después de poner a dormir a los niños. Gracias a Platón, sus predecesores y a la Universidad de Pennsylvania (@Penn) por la ‘diversión’ de estas 4 semanas!”. Se trata de un curso (que mientras escribo estas líneas ya cuenta con casi 73 mil inscritos para la versión que comienza el 02 de mayo del año en curso) ofrecido por Coursera, una de las primeras plataformas de educación virtual de cursos masivos y abiertos (Massive Online Open Course). Coursera fue fundada en 2011 por Andrew Ng y Daphne Koller, ambos académicos de la Universidad de Stanford. Su objetivo (como el de edX, udacity, Cursos.gold, etc.) es la realización de cursos o microcursos gratuitos y pagados, para lo cual se han asociado con universidades como la de Michigan, de Princeton, de Pennsylvania, de Edinburgh, de Toronto, el École Polytechnique Fédérale de Lausanne, la Universidad Nacional Autónoma de México y la Autónoma de Barcelona, entre otras. A pesar del relativo éxito que ha tenido esta iniciativa o, en la jerga empresarial, startup, sus limitaciones son las que la han confinado a ser principalmente algo más que extensión o diversión, lo que contrasta totalmente con lo que hizo (y hace) la Open University. El curso de Shakira duró solo 10 horas, en 3 sesiones de 2 y una clase final de 4. Como extensión o negocio, estos pequeños cursos funcionan al parecer bastante bien (como los diplomados de nuestras universidades), pero cuando se trata de cursos de formación universitaria, el resultado es otro. La misma Universidad de Pennsylvania publicó en 2013 dos estudios al respecto, uno de los cuales analizaba el desempeño de 1 millón de inscritos, desempeño que podemos conocer en El auge de los robots, de Martin Ford. Los cursos tienen pocos estudiantes (usuarios o clientes) activos, pues solo dos semanas dura el entusiasmo; la mayoría no termina, lo que hizo que el índice de finalización promediara un bajísimo 4%. A ello se debe agregar el hecho de que la mayoría de los que toma los cursos de Coursera no viene de los sectores pauperizados, supuesto público objetivo, sino de una acomodada clase profesional (el 80% ya cuenta con un título). Este escenario determinó prontamente que plataformas como Coursera no podían competir con las universidades. Desde entonces sus objetivos se han acotado y los dispositivos perfeccionado, lo que permite que hoy se puedan ofrecer cursos de “Redes neurales y aprendizaje profundo” (4 sesiones que promedian 20 horas), así como vender Maestrías en Tecnología de la Información ($25,000 USD por un total de 4 cursos semestrales de 3 horas cada uno). La política que está tras Coursera y otras plataformas similares no es académica, sino comercial, y ello queda muy claro cuando leemos: “Cuando compras un Certificado, obtienes acceso a todos los materiales del curso, incluidas las tareas calificadas. Una vez que completes el curso, se añadirá tu Certificado electrónico a la página Logros. Desde allí, puedes imprimir tu Certificado o añadirlo a tu perfil de LinkedIn”. Dedicada a los emprendedores, Coursera es una plataforma para realizar inversiones que (supuestamente) potencian el capital (humano) de cada uno, bajo la lógica de la educación continua (sobre todo para los que no tienen trabajo y deben reinventarse), de ahí que uno de sus fundadores explicite que “Coursera no es una Universidad”, ni ofrece carreras de pregrado. Para ir cerrando, creo que lo que comenzará a cobrar fuerza en América Latina será un tipo de experiencias como esta, que no reemplazará el trabajo académico, pero que sí podría permitir que una universidad aumente sus ingresos, haciendo, por ejemplo que sus diplomados (que ya son muy florecientes) se dicten en modalidad presencial y virtual, entreteniendo a gente como Shakira o ayudando a la “adquisición de nuevas habilidades”, porque lo que es claro es que no llegará a una población que carezca de estudios universitarios o que no cuente con el dinero requerido, a no ser que se pague a crédito. Pues, por lo menos para el caso de Chile, lo que ha quedado en evidencia en lo que va de pandemia y teletrabajo es, además de otras, la desigualdad en la conexión. Por lo menos hasta marzo del año en curso el 50% de los hogares de Chile no tenía internet fija, y las implicancias de este hecho las hemos vivido nosotros como profesores enseñando de manera virtual. Sumemos la necesidad de aparatos con la capacidad para recibir videos u otros materiales… en fin, para cerrar, veo que el teletrabajo en la academia traerá algunos beneficios, como darnos cuenta que podemos interactuar con colegas de otros países con una facilidad que no habíamos entrevisto o escuchar en vivo conferencias de intelectuales que valoramos. Incluso eventualmente podremos realizar una o más clases virtuales, sin tener necesidad de recalendarizar. En el mejor de los casos, pueden surgir iniciativas similares a lo que ha sido la Open University, en versión digital, aunque para ello debe prevalecer la ética académica en lugar de la ética empresarial, lo que no es simple, dada la subsunción del estado al mercado. Al mismo tiempo, sin embargo, también nos hemos dado cuenta que la clase presencial es irremplazable y eso lo señala no solo uno, sino todo las y los mismos estudiantes. Los algoritmos no harán clases, aunque sus creadores sueñen con hacerlo y para quien quiera saber lo que implica una clase, puede leer precisamente La hora de clase, de Massimo Recalcati. Lo que sí harán los algoritmos será bombardearnos con publicidad, incluyendo la de Shakira, que confunde la graduación con la compra de un certificado (cuestión, por cierto, que devela esa extraña aura que tanto la filosofía como la academia, al parecer, no han perdido). Y las universidades que puedan hacerlo, comenzarán a invertir en plataformas para vender cursos o microcursos similares y quien sabe si hasta uno mismo no termina haciendo uno sobre pandemia, ficción y universidad en 4 sesiones, teniendo claro que se trata de un ejercicio que no reemplaza la clase universitaria (que consiste fundamentalmente en la erotización de los saberes que se da mediante el diálogo, encuentro que una sala potencia más que una pantalla). Un ejercicio, sin embargo, atravesado por la ambivalencia, puesto que puede indigestar al sistema mismo. Algo en lo que no repararon sus fundadores, es que en español, la palabra cursera (que es como se pronuncia coursera), que etimológicamente refiere “flujo de vientre”, significa diarrea. Quizá el teletrabajo nos permita darnos cuenta a todas y todos quienes trabajamos en la academia que no podemos seguir alimentando un sistema cuyas vísceras están completamente infestadas de la gestión neoliberal y sus dispositivos. Se hace urgente la visita a un especialista, posiblemente a un epidemiólogo. Si Mary Douglas está en lo correcto y la difusión de la innovación responde, bajo la lógica del consumo, a un modelo epidemiológico, la difusión pestilente de empresas como Coursera debiera obligarnos a levantar una cuarentena a través de la cual podamos darnos el tiempo para reimaginar la universidad en el siglo XXI. Como nos han mostrado sobre todo Defoe y Camus, en toda peste nos enfrentamos a lo peor y a lo mejor de nosotros mismos, pero esta ambivalencia no puede paralizarnos. La sabiduría popular sabe cuando la purga no puede esperar.

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Una primera versión de la entrevista fue publicada en la web del Sumplemento Pernambuco. Luego fue ampliada con el fin de ser incorporada a La universidad sin atributos, libro de pronta publicación. Acá solo se publican dos preguntas y sus respuestas. 

imagen: Plaga en Londres, 1665-66, Ilustración del libro, Historical Cabinet, L.H. Young Publisher, New Haven, 1834.