La existencia vegetal
La hermosa novela El hombre que plantaba árboles, del francés Jean Giono, tuvo su origen en una solicitud de la revista estadounidense Reader’s Digest, realizada en la década de 1950. Giono inventó la fábula de un hombre que el narrador habría conocido en 1913 en un Región de Provenza, al sur de Francia, reducida entonces a un desierto debido a la deforestación compulsiva. Elzéard Bouffier, pastor de ovejas, dedicó parte de su tiempo a plantar árboles, especialmente robles y hayas. Atravesó las dos guerras mundiales, dedicándose a la misión de reforestar gran parte de la región donde vivía, a pesar de todos los percances.
Después de algunas décadas, los pueblos, antes abandonados, volvieron a florecer como toda la naturaleza: “Los antiguos manantiales alimentados por las lluvias y las nieves que retienen los bosques, vuelven a brotar. Sus aguas se han canalizado. Junto a todas las granjas, en los bosquecillos de arces, los estanques de las fuentes rebosan agua sobre los tapices de menta silvestre”.
La reforestación emprendida por Elzéard Bouffier recuerda la revitalización promovida por la pareja Lélia Deluiz Wanick Salgado y Sebastião Salgado, en la región del Vale do Rio Doce, entre Minas Gerais y Espírito Santo. El Instituto Terra, que formaron en 1998, nació de la recuperación ambiental de una hacienda que pertenecía a la familia del fotógrafo, en una región que volvió a sufrir recientemente con la contaminación del Vale do Rio Doce. Ese es uno de los temas del documental dirigido por Christiane Torloni, Amazônia: O Despertar de Florestania (Globo Filmes) [Amazonía: el despertar de la Florestania], que realiza un descripción política del problema de la selva amazónica y de la naturaleza en el Brasil de las últimas décadas. El neologismo florestania busca reunir los conceptos de ciudadanía y de derechos forestales.
Desde hace algunos años vengo trabajando en un proyecto preocupado por la interpretación de obras, en especial de los siglos XX y XXI, que abordan la temática de las plantas. Tal como se observa en la historia de Giono, me interesa ver cómo las voces narrativas y poéticas dan un tratamiento prácticamente autónomo a los vegetales, abordando situaciones en las que son los protagonistas de la historia y del poema, evitando así el antropocentrismo tradicional. Se trata de ficcionistas, poetas y ensayistas, tales como Clarice Lispector, Fernando Pessoa y Guimarães Rosa, quienes escribieron lo que desde los años noventa vengo llamando literatura o escritura pensante. Una escritura pensante es aquella que ayuda a pensar lo impensado en la historia de la humanidad.
En este sentido, hay una convergencia total de esta propuesta con el modo según el cual filósofos y científicos han abordado la vida de las plantas en las últimas décadas. Pensadores como Michael Marder, Fernando Coccia, Stefano Mancuso, Anthony Trewavas, Fleur Daugey, entre muchos otros, han buscado darle un estatuto particular a estos especiales seres vivientes, tan amenazados por la especie que se arrogó la soberanía absoluta del planeta: “nosotros”.
Ya en la antigua Grecia había toda una discusión sobre si los vegetales estaban o no dotados de “psyché”. Este término griego es generalmente traducido por “alma”, pero ello acarrea un gran problema, ya que esta palabra, en su versión latina, adquirió una connotación fuertemente cristiana. La “psyché” griega sería más bien un principio vital que no tiene necesariamente una connotación religiosa.
En De anima (Peri psyché), Aristóteles repasa todas las teorías precedentes del “alma”, descalificándolas una a una. A diferencia de muchos otros pensadores de la tradición metafísica, como Empédocles y Platón, él no le niega cierta propiedad anímica a las plantas, aunque considera que tienen una “alma” (psyché) incompleta. Y por tal motivo, las plantas serías inferiores a los animales y a los humanos. Se trata de un prejuicio metafísico que ha sido repetido de diversos modos a lo largo de la tradición occidental.
Incluso Heidegger, en su Carta sobre el humanismo, promovió la separación abisal del Dasein humano en relación a los vivientes no humanos. A diferencia de otras culturas, como algunas de origen africano y amerindio, para los occidentales las plantas no se vinculan directamente con los humanos. De esta manera, se oblitera su importancia para la vida en el planeta.
Un ejemplo al respecto se lo encuentra en el factor alimentación. Los animales son clasificados como heterótrofos (del griego héteros: otro, diferente, y trophé: alimento), porque no pueden producir su propio alimento. Las plantas, por su parte, son autótrofas, dado que, mediante fotosíntesis, obtienen su nutrición de sustancias provenientes del suelo y del agua: producen, de ese modo, lo orgánico a partir de lo inorgánico. Sin los vegetales, toda la fauna desaparecería en poco tiempo, por falta de alimento y de oxígeno.
El ejemplo de Alberto Caeiro
Alberto Caeiro, uno de los más famosos heterónomos de Fernando Pessoa, propone en su largo poema “El guardador de rebaños”, una visión radicalmente distinta entre humanos y vegetales:
¡Ah, como los hombres más simples
Son enfermos y confusos y estúpidos
Cerca de la clara simplicidad
Y la salud de existir
En los árboles y las plantas!
(Traducción de Mario Bojórquez)
[Ah, como os mais simples dos homens
São doentes e confusos e estúpidos
Ao pé da clara simplicidade
E saúde em existir
Das árvores e das plantas!]
La crítica de Caeiro recae sobre la incapacidad de las palabras para dar cuenta de la realidad natural. Desarrollando una estética de las sensaciones, el poeta expone una concepción paradojal, que busca descalificar su propio instrumento de trabajo: el lenguaje verbal.
La concepción sin pensamiento abstracto de Pessoa/Caeiro es puramente tautológica: las cosas son lo que son y ningún discurso reflexivo consigue dar con la dimensión de lo que es o existe. No se trata de un pensamiento irracional, sino de un pensamiento radical, enraizado en las sensaciones y su lógica subyacente. Como en el célebre ejemplo de la rosa de Gertrud Stein, para Caeiro, un árbol es un árbol es un árbol es un árbol, nada más. Y en uno de los movimientos más audaces de su poética sensorial, resuelve dos milenios de tradición metafísica, hermanándose con las plantas:
En mi plato, ¡qué mezcla de naturaleza!
Mis hermanas las plantas,
las compañeras de las fuentes, las santas
A las que nadie reza…
[No meu prato que mistura de Natureza!
As minhas irmãs as plantas,
As companheiras das fontes, as santas
A quem ninguém reza…]
Es decir, negando la reflexión de Heidegger en cuanto a que habría un abismo entre nosotros y las plantas, el yo poético de Caeiro las trata como hermanas, y de hecho lo son. Esta es una política pessoana de la existencia, que se ofrece como un instrumento de contrapunto a las biopolíticas empresariales. En lugar de la vida de las plantas empaquetadas, con finalidad comestible y/o medicinal, las flores y las hojas pueden ser saboreadas por las sensaciones en tanto forma radical de pensamiento.
Dentro de la perspectiva tradicional, las plantas también carecerían del sentido de movilidad propio de los animales, que ya está en la etimología de la palabra: el ánimo o el anima que nos mueve. Como es solo a partir del surgimiento de las cámaras de aceleración de imágenes que se puede percibir que las plantas se mecen y bastante, el prejuicio metafísico se perpetuó. Su vivir sería mecánico, vegetativo y, por lo tanto, carente de la dignidad propia de los demás vivientes. No por azar el verbo “vegetar”, y su equivalente en otras lenguas modernas, se destaca predominantemente por el significado negativo, mientras la forma etimológica en latín vegetare significa lo opuesto: animar, vivificar; dar movimiento a.
En 2008, por primera vez en la historia de la humanidad, el Comité Ético Federal Suizo elaboró un informe cuyo título era “La dignidad de los seres vivos con respecto a las plantas”. Se reafirmaba, de este modo, el valor de cualquier vida, humana, vegetal o animal, independientemente de la especie o género a la que pertenezca. Según las estadísticas, las plantas corresponden al 95% de la cantidad de biomasa en el planeta. El porcentaje restante corresponde a los animales –de los cuales menos del 1% incumbe a los humanos.
Lo que hoy importa es la defensa amplia e irrestricta del derecho a la vida, y no solo de los derechos humanos, los cuales, en todo caso, deben seguir siendo una prioridad. No existe verdadera democracia sin derechos humanos y sin el amplio respeto a la vida en general.
Clarice y las plantas
En diversos textos, las plantas alcanzan un papel destacado en la ficción de Clarice Lispector. Citaré brevemente solo dos ejemplos. En “Amor”, cuento de Lazos de familia, Ana es una típica dueña de casa de los años 1950, dedicada exclusivamente a cuidar a los hijos y al marido. Para decirlo de manera resumida, un día en el que regresaba a su hogar, ve en la parada del tranvía a un ciego mascando chicle. En seguida, el súbito arranque del vehículo hace que sus compras caigan. El doble acontecimiento del ciego abriendo y cerrando la boca mecánicamente y el temblor físico genera una turbación tal que la llevan a pasarse de la parada en la que tenía que bajarse, terminando por hacerlo cerca del Jardín Botánico. Antes de eso, algunas metáforas vegetales ya habían preparado la inquietante experiencia que le ocurriría en el Jardín: su diaria faena es comparada a la de un labrador que siembra semillas, y todo lo que se dice del hogar es relacionado con el crecimiento de los “árboles”.
Sin embargo, el Jardín Botánico le proporcionará a Ana una experiencia inversa a la de la familiaridad del cultivo en su casa. Allá adentro, se sumerge en un mundo tiempo real y onírico al mismo, que terminará confundido con una pesadilla. Llamaría a esto una experiencia del enmarañamiento, que la lanza hacia lo Otro desconocido. La vivencia del Jardín es multisensorial: una combinación de plantas salvajes y de fieras, reino vegetal y animal, junto también con el reino mineral, ineluctablemente entrelazados y sorprendentes. Cito un fragmento para mostrar la vívida descripción de lo que le ocurre al personaje:
En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos (Cuentos reunidos 52).
El recuerdo de los hijos la devuelve a su realidad cotidiana, por lo que termina volviendo a casa para ocuparse de la cena. Al final, la moral del patriarcado parece predominar, pero el cruce del Jardín ha dejado su huella en el cuerpo de esta mujer, arrojando nuevas semillas en un suelo previamente árido. En la siguiente década, la década de 1960, comenzará la revolución sexual, que sacudirá con fuerza esta arcaica cosecha.
Agua viva, publicado en 1973, se parece más a las plantas, los animales y las cosas sensitivas que al objeto-libro tradicional: sus frases son medusas [águas-vivas], como ya lo indica el título. Es en el contexto de este volumen, atravesado por metamorfosis, que brotan flores y animales de papel.
El lector o la lectora de Agua viva es invitado/a explícitamente a “mudarse a un nuevo reino”, donde todo surge al modo de la pintura, de acuerdo con el oficio de la Voz enunciativa: “Quiero pintar una rosa”. Tal como la misma Clarice en sus momentos de descanso, la Voz femenina que habla y escribe en Agua viva pinta con palabras y con tintas. La rosa y el clavel, las primeras en ser nombradas y pintadas, configuran las marcas de lo femenino y de lo masculino: “la rosa es la flor femenina que se entrega por completo, tanto que a ella solo le queda la alegría de haberse entregado”; “El clavel en cambio tiene una agresividad que proviene de una cierta irritación”. La diferencia floral es, de este modo, expresada como diferencia sexual, pero sin oposiciones simples: “¿Es el girasol una flor masculina o femenina? Creo que masculina”. Se pintan incluso violetas, siemprevivas, margaritas, orquídeas, tulipanes, flores del trigal, angélicas, jazmines, aves del paraíso, damas de noche, edelweis, geranios, victorias regias, crisantemos y, por último, tajás, de la Amazonía, “una planta que habla”. La escritura de este pequeño libro, al mismo tiempo delirante y lúcida, bien cerca del corazón salvaje de la vida, se convierte en una enredadera de signos, que convergen en una sola letra espacial y savia vegetal.
Con la palabra, los científicos y los artistas
El llamado antropoceno, momento en el que la Tierra habría sufrido transformaciones irreversibles debido a la acción humana, para muchos científicos ya es un hecho. Lo que se espera de la racionalidad humana es que, mínimamente, reduzca el impacto de sus intervenciones exploratorias sobre las demás especies, teniendo en cuenta el llamado ecosistema en que cada una de ellas vive.
Olvidamos que la saga de nuestra especie es muy reciente y no tiene nada de atemporal: el homo sapiens data “apenas” de hace 250.000 años, mientras el llamado “hombre moderno”, “nosotros”, el homo sapiens sapiens, con una capacidad cognitiva, semejante a la actual, data tan solo de hace 40.000 años. En los términos de la historia de la vida en el planeta y de la historia de la propia Tierra, esto no representa más que unos minutos; o nanosegundos, si se tiene en cuenta la historia del propio universo.
No se trata, de ninguna manera, de rebajar lo humano, pero sí de redimensionar el concepto tradicional de Hombre en su vertiente humanista, heredera del positivismo clásico. Para ser efectivamente universal, el valor humano debe ser inclusivo y respetar las modalidades de vidas no humanas, he ahí la cuestión. Sin el respeto a esas formas de alteridad, es el propio destino de la especie humana el que se encuentra drásticamente amenazado.
Como sintetiza el científico italiano Stefano Mancuso en Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal (escrito con la periodista Alessandra Viola), en relación a la inteligencia y la sensibilidad de los vegetales,
Los estudios más recientes han demostrado que [las plantas] están dotadas de sensibilidad, que se comunican entre sí y con los animales, que duermen, memorizan datos e incluso son capaces de dominar otras especies. Además, merecen con pleno derecho el calificativo de inteligentes. El aparato de sus raíces se desarrolla ininterrumpidamente, con la ayuda de innumerables centros de comando, cuyo conjunto las guía en la forma de una especie de cerebro colectivo, o más bien de inteligencia distribuida, que, a medida que crece y se desarrolla, asimila informaciones capitales para su nutrición y supervivencia.
Frans Krajcberg fue un artista polaco radicado en Brasil en la década de 1950, fallecido en 2017. Su producción artística más relevante a nivel internacional se llevó a cabo en gran parte en el Sitio Natura, localizado en el municipio de Nova Viçosa, en el extremo sur de Bahía. El punto de inflexión de su investigación estética tuvo lugar en 1975, después de una exposición realizada en el Centro Georges Pompidou, el Beaubourg, de París. Krajcberg presentó su trabajo con árboles calcinados y otros residuos naturales y obtuvo una óptima repercusión crítica. Pero, como él mismo contó, en los debates que luego se levantaron, hubo un gran conflicto con el público, que de alguna manera condenó la estetización de lo que llamo “holocausto vegetal”.
Ello generó en él la necesidad de influir en su práctica a partir de una reflexión ética y política, que se convertiría en la marca nacional e internacional de sus intervenciones. No solo intensificó su investigación de campo en los manglares de Nova Viçosa, recogiendo troncos comidos por gusanos, árboles podridos, raíces y todo tipo de detrito vegetal, sino que también incursionó en la selva amazónica y el Mato Grosso, registrando la destrucción programada de nuestros hermosos bosques tropicales.
La estetización que propuso de los residuos vegetales fascina por la exuberancia de los materiales recolectados, algunos difíciles de someter a las técnicas artísticas tradicionales: ramitas, raíces, troncos gigantes, enredaderas, hojas de toda naturaleza, prácticamente cualquier cosa que captara la curiosidad del coleccionista fue llevada a su estudio y trabajada arduamente.
A pesar del activismo de una existencia dedicada a la naturaleza y el arte, contra todas las formas de destrucción, el holocausto vegetal está en pleno apogeo, con el anuncio explícito del viejo-nuevo presidente de Brasil de retirar a los indígenas de los territorios que aún ocupan en la selva amazónica y otras regiones. Cada vez que un holocausto como este es anunciado y practicado, es toda la humanidad la que se precariza, como si los gobernantes planetarios quisieran programar nuestro propio fin.
En la primavera de 2017, el Grand Palais de Paris realizó una exposición sin precedentes titulada Jardins. Obras de diferentes épocas se sucedieron para dar una visión múltiple de las posibilidades de abordar artísticamente la vida vegetal: instalaciones, pinturas con diversas técnicas, libros ilustrados, videos, jardinería, gabinetes de curiosidades, esculturas, etc.
Al mismo tiempo, las librerías parisinas han proporcionado numerosas obras literarias, libros de botánica y de paisajismo, incluida una publicación sobre el gran Burle Marx, que actualmente está presentando una retrospectiva sobre su trabajo en el Jardín Botánico de Nueva York. En la película Paisaje: una mirada a Roberto Burle Marx, que se le dedicó póstumamente (dirigida por João Vargas Penna, productor de Camisa a rayas), dice que descubrió la flora brasileña en un invernadero mientras estudiaba en Berlín. Hasta hace poco, nuestro paisajismo ignoraba las especies nativas en favor de las de origen europeo. Con él, todo cambió, como se puede ver en el sitio-museo en Barra de Guaratiba, Río de Janeiro, y en otros lugares donde realizó sus proyectos.
Sembrar es preciso
Algunos escritores contemporáneos también se han dedicado al exuberante universo de las plantas. Ana Martins Marques acaba de lanzar un delicado Libro de los jardines, dividido en dos partes. En la primera, poemas sueltos celebran la existencia de estos seres vivos que hacemos todo lo posible para ignorar: flores y plantas en general. En la segunda, los “poemas-jardines” son dedicados a mujeres poetas, como la brasileña Orides Fontela, la estadounidense Sylvia Plath y la polaca Wislawa Sziymborska.
En otra vertiente, Sérgio Medeiros ha desarrollado una poética nonsense, en el que las plantas se entrelazan con comportamientos humanos, engendrando un bosque de signos, incluso visuales. Asimismo, bajo los auspicios de las plantas, Alejandro Zambra compuso densas metáforas afectivas y políticas en sus dos primeros libros: Bonsai y La vida privada de los árboles. De manera similar, en mi próximo libro de ficción, El desorden de las inscripciones: contracantos, se encuentra una historia con una “higuera estranguladora” (Ficus macrophylla), acompañada de un diseño.
Existen otras muchas escrituras pensantes con las que desbravar la “selva salvaje” de la modernidad decimonónica y la contemporaneidad: Francis Ponge, Carlos Drummond, Jean Genet, Guimarães Rosa, Cecilia Meireles, João Cabral, Manuel Bandeira, Adelia Prado, Herberto Helder…
El pensador franco-argelino Jacques Derrida realizó en París a lo largo de dos años el seminario titulado La bestia y el soberano, teniendo como tema los animales. En más de un lugar, se refirió a la cuestión de las plantas, sin llegar a desarrollarlo. A lo largo de su vasta obra hay diversas referencias al mundo vegetal, con palabras como injerto, simiente y dehiscencia.
El trabajo de Derrida se hizo conocido sobretodo por la palabra “deconstrucción”, que logró entrar en el vocabulario mediático e incluso en el cotidiano. Por varias razones que no puedo resumir aquí, hoy prefiero usar el término diseminación, que le dio el título a uno de sus más bellos libros. Si hubiera vivido un poco más, el pensador franco-argelino probablemente habría llegado a las plantas, ayudando a diseminar sus simientes en una tierra que hoy está muy cerca de la devastación.
Queda claro con todos estos ejemplos literarios, artísticos, filosóficos y científicos, que la fitocultura, el cultivo y el amor por las plantas, es ante todo una cuestión ética y política. Las buenas o malas decisiones de los gobernantes, así como nuestro propio comportamiento individual y colectivo, determinarán el porvenir de todas las vidas en el planeta.
Traducción de ediciones mimesis
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Evando Nascimento. Es escritor, ensayista y profesor universitario. Su trabajo articula literatura, filosofía y Artes. Entre sus libros se cuentan Derrida e a literatura: “notas” de literatura e filosofia nos textos da desconstrução (2015), Cantos profanos (2014), Clarice Lispector: uma literatura pensante, (2012), Cantos do mundo (2011) y Retrato desnatural (2008).
*Texto publicado inicialmente en Suplemento Pernambuco, el lunes 12 Agosto 2019.
Imagen: © Sebastião Salgado, Genesis (extracto).