El arte de la inservidumbre voluntaria: O de cómo ensayar una crítica sin juicio, por Marcela Rivera

El arte de la inservidumbre voluntaria: O de cómo ensayar una crítica sin juicio, por Marcela Rivera

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«Pensar es inventar, abrirse paso, y por lo tanto remover y dar vueltas la lengua en la lengua»

Michel Deguy

 

«No busco sino pensamientos que tiemblan»

Pascal Quignard

 

1980. Era invierno en Paris, y Christian Delacampagne, filósofo y ensayista francés, le propone a Michel Foucault realizar una entrevista para Le Monde. Foucault acepta inmediatamente, pero plantea una condición: la entrevista no debe llevar su nombre, ella permanecerá anónima, como una forma de resistencia a la captura de la escena intelectual en los medios de comunicación. Foucault sabe que el ejercicio de la crítica pisa allí territorio hostil. La sociedad del espectáculo, con sus estrellas de neón, tiene la capacidad de aplanar hasta su claudicación los pequeños surcos en los que respira el pensamiento. Delacampagne acepta el trato, aún cuando sabe que debe lidiar con el periódico y su política de ventas interesada por el valor cambiario de las firmas que se estampaban entre sus páginas. Pero entendía también que Foucault en esto sería inflexible. Ambos acordaron que la entrevista tendría por signatario a un “filósofo enmascarado”, sin identidad ni domicilio declarado. La figura de la máscara se ofrece como rebeldía frente a la apropiación y la domesticación del pensamiento en el tiempo de la espectacularización del cuerpo y los saberes. El periódico finalmente cede, aunque luego, tras su muerte, no vacila en revelar la identidad del firmante, entendiendo que el secreto primeramente guardado a regañadientes tendría ahora, acrecentado por los tañidos fúnebres, su esperada compensación mercantil. Sin embargo, por más que le pese a Le Monde, hay en la entrevista de Foucault enunciados que parecen hacer trastabillar esta lógica de la puesta en valor, disponiendo al lector más allá o más acá de este principio de tasación de las ideas y de las obras.

El filósofo que avanza enmascarado, empuñando las armas de la disimulación honesta como forma de resistencia micropolítica, afirma allí lo que a la luz del sistema de indexación y referato reinantes punza como un contrasentido, uno que se infiltra como una fisura en la naturalización amurallada de esta disposición calculante. La frase –su inquietud, su deseo– reaviva la memoria de una forma otra de concebir la tarea del pensamiento. El filósofo enmascarado nos dice: “No puedo dejar de pensar en una crítica que no busque juzgar”. Sus palabras dejan restañando la posibilidad de ensayar una inusitada crítica sin juicio, una crítica que se resiste a juzgar, contrariando al tímpano de una tradición filosófica que incrustó esta capacidad aseverativa en el corazón del ejercicio del saber. Aristóteles lo indica tempranamente: en el juicio, es preciso comparar unas existencias con otras, estableciendo una jerarquía en el reparto de los seres. Juzgar, entonces, equivale a deslindar, identificar dicotomías, garantizando que las singularidades monstruosas –aquellas que vacilan entre el ser y el no ser– no pongan en peligro el necesario ordenamiento de las categorías. Teniendo a la vista esta tradición, la manera en que a partir de ella se organiza el campo del conocimiento, las imágenes que Foucault enlaza a este deseo de una crítica sin juicio –una, dice él, que enciende fuegos, que ve la hierba crecer, que se hermana al vuelo de la espuma– expresan la potencia insumisa que asoma en esta búsqueda. Cito el pasaje en extenso, para que estas imágenes nos acompañen en la lectura de este libro editado por Giordano, publicado primeramente en Buenos Aires y cuya reedición-renacimiento en Ediciones mimesis ahora celebramos. Como abrazando por anticipado el acontecimiento, esto es, las potencias imaginativas y pensativas que se abren paso entre las páginas de El discurso sobre el ensayo, Foucault señala:

No puedo dejar de pensar en una crítica que no busque juzgar, sino hacer existir una obra, un libro, una frase, una idea; ella encendería fuegos, observaría la hierba crecer, escucharía el viento y aprovecharía el vuelo de la espuma para esparcirla. No multiplicaría los juicios, pero sí los signos de existencia, ella los llamaría, los arrancaría de su somnolencia. ¿Los inventaría a veces? Tanto mejor, tanto mejor. La crítica sentenciosa me provoca sueño; me gustaría una crítica hecha con destellos de imaginación. No sería soberana, ni vestida de rojo. Traería consigo los rayos de posibles tempestades.

Aquel que recorra las páginas de El discurso sobre el ensayo, siguiendo la nervadura heterogénea de sus voces, dejándose llevar por la cadencia ondulante de su tipografía, sin duda podrá experimentar este cambio de atmósfera. En este libro, los automatismos letárgicos de la vida académica son invitados a desperezarse. Las imágenes intercaladas de las diversas ediciones de los Ensayos de Montaigne, en distintas lenguas, tiempos y lugares, invitan al lector a traspasar cada vez el umbral de una tradición ensayística que encarna el deseo de un nuevo compromiso del pensamiento con la plasticidad de sus formas. Apostaría que si el fantasma del filósofo enmascarado pudiese sacar la mano por la ventana de su cuarto, sentiría el viento fresco y la caída de la lluvia, y nos regalaría una sonrisa cómplice por el asomo de una crítica que afirma una potencia de vida irreductible a todo juicio. Vemos esbozarse aquí una crítica menos preocupada por el carácter sentencioso de sus argumentos y la vigilancia del cumplimiento de las normas que por la hospitalidad generosa con las “singularidades anómalas” que salen a su encuentro, brotes y retoños de una diferencia que no se está dispuesto a machacar, como sugiere la cita de Lacan que Giordano desliza en su ensayo: “Cada cosa que emerge posee ciertas cualidades, cierto vigor, cierta prominencia. Es un brote. Lo que llamamos el movimiento cultural lo tritura hasta que se vuelve completamente reducido, infame, comunicante con todo”.

Contra la cultura y su “trabajo silencioso” que lo apisona todo, despunta una crítica que resiste a pensarse desde la gramática de la ley y el tribunal, porque su trinchera es más bien partisana, su inclinación –íntima y política a la vez– se inscribe en la vera de la desujeción. “El trato con lo imprevisto –apunta Giordano– no reclama pronunciamientos y sí responsabilidad, la decisión de cuidar de lo que sucede para encarnarlo en conceptos y proposiciones que inquieten la estabilización moral del sentido”. Otro modo de afirmar, como lo hace Foucault en otro ensayo que vuelve sobre la pregunta por la crítica, que la crítica es “el arte de la inservidumbre voluntaria, de la indocilidad reflexiva [l’indocilité réfléchie]”. “El discurso sobre el ensayo –afirma a su vez Giordano– es el modo en que se ejerce la crítica de la crítica”. La forma del ensayo –la condición fulgurante, fragmentaria de la escritura que él explora– encarna siempre una tentativa de reconquista del territorio del pensamiento.

En un ensayo publicado el 2015, titulado Crítica del juicio, Pascal Quignard parece retomar esta tempestad anunciada por los rayos de un pensamiento que se resiste a juzgar. Después de 25 años de hacer del juicio su profesión –como miembro del comité de lectura y luego secretario de desarrollo editorial de Gallimard–, Quignard decidió un día no juzgar más, poniendo en entredicho todas las instancias críticas de las que formaba parte hasta ese momento: periodista, editor, crítico literario, lector profesional, jurado, profesor. Lo que punzaba tras su decisión, confiesa, era el deseo de “leer verdaderamente”, la necesidad vital de desembarazar a la lectura de la obsesión de la comparación y del ranking: “Quiero decir con esto que ya no cumplo un juego de roles o incluso una función en mi lectura. Lo que pierdo en capacidad de juzgar (comparar) lo gano en capacidad de pensar”. Juzgar no pertenece a la esfera del pensamiento, “el pensamiento comienza con la extinción del juicio”, afirma Quignard en este ensayo que busca poner de través a la premisa kantiana: “Un hombre que piensa –nos dice– no quiere juzgar”. Para que el pensamiento pueda hacerse espacio, debemos resquebrajar las constricciones del juicio, puesto que sus marcos estrechan la posibilidad de experimentación del pensamiento, la capacidad de desertar de los lugares comunes, de reparar en los “brotes” que crecen entre el asfalto. Quignard afirma, como Foucault, como Giordano, un deseo, una búsqueda que él cifra bajo la divisa de la curiosidad: “debemos hacer posible la curiosidad deseada, desencaminada, desenfrenada que requiere el pensamiento, es decir, la escritura en acción”.

La escritura en acción, una escritura en vías de hacerse, inventa una forma que no existe. Es por eso que la crítica, afirma Quignard en su libro, no puede saber lo que la literatura debe ser. En “Del ensayo como único modo de dialogar con la literatura”, acápite de su libro Modos del ensayo, libro del 2005 que ya reparaba en las prácticas del ensayo en la literatura argentina, Giordano hace la siguiente indicación:

El concepto de lectura definitiva no correspondeparafraseo a Borges sino a la religión o al cansancio, nunca […] a la búsqueda de la literatura, que recomienza incesantemente, que no tiene más límites que lo infinito. Dicho de otro modo: si un ensayo de lectura es provisorio, ese no acabamiento, esa falta de conclusión, no es accesoria sino esencial: la lectura es, por definición, provisoria: lo que en una lectura se cierra, en otra, capaz de inventar lo que aquella entredice, se abre.

De ahí que Giordano señale que “lo que se ensaya en el ensayo” es este “ensayo de lectura”, lo que indica que la forma del ensayo es, acaso, la que mejor acompaña al movimiento mismo de la literatura. En esta perspectiva, se tratará menos de encontrar una respuesta a la pregunta “¿qué es la literatura?, que de demandarse, en la inquietud más profunda y en la estela de Mallarmé, por las posibilidades que penden de ella. En lugar de buscar asir el “ser” de la literatura, estabilizarlo o anclarlo en una definición, el discurso sobre el ensayo nos pide acusar recibo del temblor que, de la mano de la experiencia literaria, podría recaer sobre el ordenamiento mismo del ser, allí donde, en ese don de la letra, acaso todo llegue a “ponerse en movimiento”. En la literatura, el lenguaje “tiene la resistencia de un movimiento que no tuviera término ni se prometiera jamás la recompensa de un descanso”, afirma Foucault en El pensamiento del afuera, reparando en la fuerza descentrada y descentrante que Blanchot reconoce en la experiencia literaria respecto de “la interioridad de nuestra reflexión filosófica”.

Este libro, la bella filigrana de su factura, no deja de pensar en ello: no disponemos de las palabras del lenguaje literario como disponemos de las cosas, no disponemos más del sentido que, en el lenguaje corriente, adosamos a las palabras, a las frases que habitualmente intercambiamos. La literatura, como apunta Blanchot en “La literatura y el derecho a muerte”, “no dice nada, no revela nada”. Y sin embargo, la experiencia literaria, sus signos en pleno vuelo, nos advierten que todo a partir de ella puede ponerse en movimiento. Leemos un pasaje de Giordano que nos despeja la ruta: “La única teoría de la lectura auténticamente crítica sería aquella capaz de alentar el salto de la imaginación por encima de los verosímiles culturales”. Este libro nos invita a pensar en la posibilidad de una crítica que ya no desea juzgar, sino imaginar radicalmente un nuevo compromiso del pensamiento con las formas. Si la crítica es un arte de la inservidumbre voluntaria, nuestras escrituras no podrán ser “adaptativas, adosadoras, repitientes”, como señala Horacio González en “El elogio del ensayo”. “Ocurre, dice él, que el ensayismo es una pócima que une conocimiento y escritura”. En el ensayo deben escucharse los “resuellos del pensamiento sobre el lenguaje”. Insisto. En este libro se sienten tempestades y cambios de aliento. Su espacio es el espacio literario, esa experiencia de desarraigo e intemperie que llamamos literatura.

“La literatura, lo vislumbramos, se mantiene aparte de toda determinación demasiado fuerte”, recuerda Blanchot en La conversación infinita. Tratándose de la literatura, no estamos ante un objeto firmemente asentado de reflexión y de saber, confiados en poder asegurar o garantizar sus delimitaciones. En ella destella un acontecimiento para el que no se cuenta con categorías preestablecidas, un curioso “objeto sin esencia”, dice Blanchot, completamente inusitado: “Para Blanchot, es un hecho extraño que haya libros, que algunos hombres se empeñen en escribir y que sus pensamientos se continúen en el espíritu de sus lectores”, afirma Bataille en una nota donde nos invita a seguirlo en las vicisitudes de este extrañamiento. Bataille, que ha enlazado su propia búsqueda a los temblores de la “heterología”, ese inédito discurso sobre el “objeto como catástrofe” que se dispone a pensar aquello que, indócil al orden de lo categorial, parece rehuir al mismo pensamiento, nos invita a sumergirnos por esos derroteros los de una “ciencia imposible” que se ocupa de lo que es completamente otro sin intentar homogenizarlo por la vía de la representación, que él mismo reconoce abriéndose paso en la reflexión blanchotiana.

Eso que llamamos los libros, la escritura y la lectura, se nos presentan, desde la “mirada heterológica” con la que en este libro también se los recorre, como si estuviésemos ante sucesos que súbitamente no comprendemos, cuyos rasgos ya no conseguimos identificar. Experimentamos el resquebrajamiento de las certidumbres inmediatas que se cernían en torno a tales nombres, horadadas por las fuerzas heterogéneas (fuerzas, dirá Blanchot, que no se dejan tentar por el “reposo en la Unidad”) que, despuntando en la experiencia literaria, vienen a remecer el marco de lo que nos era conocido, la quietud de lo que nos resultaba familiar. “Resulta que la crítica –dice Butler leyendo a Foucault es una práctica que requiere una cierta cantidad de paciencia, al igual que la lectura, de acuerdo con Nietzsche, requiere que actuemos un poco más como vacas que como humanos, aprendiendo el arte del lento rumiar”. El arte de la inservidumbre voluntaria. O de cómo ensayar una crítica sin juicio. Liberar al pensamiento de la noción de valor, prepararnos –dice Blanchot en el epígrafe que elige Giordano para su ensayo para “otra forma completamente distinta –aún imprevisible de afirmación”.

 

Referencias bibliográficas

Bataille, Georges (2000). “Maurice Blanchot”. Lignes, n° 3, 149-157. Documento accesible en línea: https://www.cairn.info/revue-lignes1-2000-3-page-149.htm.

Blanchot, Maurice (1969). L’Entretien infini. Paris: Gallimard.

Butler, Judith (2008). “¿Qué es la crítica? Un ensayo sobre la virtud de Foucault”. En Producción cultural y prácticas instituyentes. Líneas de ruptura en la crítica institucional. Madrid: Traficantes de Sueños, pp. 141-167.

Deguy, Michel (2011). “Penser l’écrire, écrire la pensé”. Cahiers Maurice Blanchot 1. Dijon: les Presses du réel.

Foucault, Michel (1980). “Le philosophe masqué» (entretien avec C. Delacampagne)”. Le Monde, nº 10945, 6 avril 1980, Le Monde-Dimanche, pp. I et XVII.

___(2006). “¿Qué es la crítica? (Crítica y Aufklärung)”. En Sobre la Ilustración. Madrid: Tecnos, pp. 3-52.

Giordano, A. (2005). Modos del ensayo: de Borges a Piglia. Rosario: Beatriz Viterbo.

Quignard, Pascal (2015). Critique du jugement. Paris: Galilée.

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Marcela Rivera Hutinel. Doctora en Filosofía con mención en Estética y Teoría del arte. Profesora asociada del Departamento de Filosofía de la UMCE. Editora, junto a Pablo Oyarzun, de Escepticismo, literatura y visualidad (2016). Actualmente se encuentra en preparación su libro Figuras anómalas de la lectura en el pensamiento contemporáneo.

Imagen: Claudio Parmiggiani, Parla anche tu, libro e cuore di ferro, 2005.

* Texto leído el 31 de mayo de 2019 en la presentación de El discurso sobre el ensayo en la cultura argentina desde los ochenta (Ediciones Mimesis)