Los campos de batalla, por Colectivo Centelha

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A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar.

Franz Kafka

 

Los campos de batalla

 

“Allí donde está el peligro, crece también lo que salva”, dice Hölderlin. Posando los ojos en los principales objetivos del fascismo nacional, podemos comprender por dónde irá la fuerza política de un país que despertó de sus delirios lisérgicos de grandes pactos, pues paradójicamente el fascismo es más hábil que nosotros para localizar el verdadero potencial para la sedición social.

No es casualidad que todo gobierno fascista necesite volcarse contra las pulsaciones del deseo. Se trata de no dejar ningún espacio sin su interferencia, para que ninguno de ellos devenga en el comienzo de las grietas. Si todo fascismo habla tanto de sexo, sobre cuerpos en contacto, sobre quién y qué puede ser visible, sobre nuestros niños amenazados, sobre la forma singular en que cada uno se diseña y se descompone, si ya los nazis alemanes gritaban contra el “bolchevismo sexual” y hablaban de dios en cada párrafo en el que corría la sangre de la violencia, esta no es una maniobra de distracción. Es una operación esencial.

El embate ante nosotros es un embate de formas de vida. Dentro de las formas de vida, las relaciones de deseo, de trabajo y de lenguaje tienen la misma fuerza de desestabilización y creación. Es triste darse cuenta de que son los fascistas los que mejor lo entienden, tanto que operan en todos los frentes desde el inicio. Rompen la fuerza de producción de deslizamientos en el lenguaje de las artes, callan todas las formas incontroladas de deseo, someten a la clase trabajadora al infierno de la precariedad y de la espoliación neoliberal. Todo al mismo tiempo, sin desdeñar ningún frente de combate. Por eso todas las luchas –desde la autogestión de la fábrica a la apropiación de la tierra, pasando por la invención y la visibilidad de la plasticidad de la vida afectiva– son una, solo pueden ser una. Aquí no hay nada subordinado, nada es secundario. Hay conexiones explosivas entre el deseo, el trabajo y el lenguaje que aún no conocemos.

Pero operar en la imbricación de estos campos requiere una mutación profunda en lo que entendemos por enunciación política, en cómo hablamos. Estamos tan colonizados por la gramática de la gestión social que solo conseguimos pensar en nuestras enunciaciones políticas bajo la forma de demandas. Es decir, bajo la forma de demandas sobre cómo espero que el Estado me reconozca, me determine, me clasifique y legisle sobre mi. Olvidamos cómo una enunciación política coloca todos los lugares en metamorfosis, produciendo conexiones completamente inesperadas y en movimiento. Ella junta travestis y trabajadores, estudiantes y campesinos, indios y asistentes de telemarketing. Una solidaridad profunda no puede ser soportada por el fascismo.

Una verdadera enunciación política revolucionaria nunca será una demanda porque las demandas son dirigidas a poderes constituidos, a poderes que no somos nosotros mismos. Ya se decía, cada demanda es una demanda de amor, y es hora de parar de amar a quienes nos destruyen. Los objetivos del fascismo nacional tienen como característica común poner en circulación falsas demandas, es decir, enunciaciones que no pueden ser contempladas sin que todo colapse. Parecen pedir algo muy específico, pero rápidamente queda claro que responder a tal especificidad no es posible, pues ella nació para hacer explotar lo que puede responder, ella nació para transmutarse en “otra cosa”. Lo que realmente queremos es salir y de una vez.

 

La juventud es un deporte de combate

 

En noviembre de 2003 cuatro adultos y un adolescente de 16 años secuestraron y asesinaron a una pareja de estudiantes que acampaba en un lugar en Embu-Guaçu, en la Gran São Paulo. El más joven del grupo, conocido como Champinha, fue condenado por asesinato y violación e internado en la Fundación Estadual para el Bien Estar del Menor, Febem, mientras los demás fueron encarcelados. El hecho tuvo una gran repercusión mediática y dio nuevos aires al viejo debate sobre la reducción de la mayoría de edad penal. Unos días después del crimen, Bolsonaro concedió una entrevista en la Cámara de Diputados, aprovechando la oportunidad para reafirmar los ideales de la línea dura contra los menores infractores. Al mismo tiempo estaba a su lado la diputada Maria del Rosário, quien hablaba con los periodistas sobre el caso Champinha pero se posicionaba contra la propuesta de la reducción de la mayoría de edad penal. El resultado fue un altercado entre ambos en el que Bolsonaro insulta a la parlamentaria llamándola vagabunda y le dice que no la violaría porque ni siquiera eso merece. El video se hizo viral y fue la punta de lanza de la fama de Bolsonaro. El capitán, hasta ese momento un desconocido representante parlamentario de las milicias y de los sótanos de la dictadura*, empezó a ser una figura habitual de los programas humorísticos y sensacionalistas. La  figura del menor infractor que estuvo presente en el momento en el que Bolsonaro despuntó en la escena pública nunca más salió del centro de su discurso.

La demagogia de Bolsonaros e Datenas* pretende hacer creer que existe una tasa alarmante de crímenes violentos cometidos por adolescentes. Estos gritos esconden el hecho de que ni siquiera una sexta parte de las infracciones cometidas por menores de dieciocho años son “contra la persona” (homicidio, hurto, violación o lesión corporal). La función de este tipo de discurso es, ante todo, deshumanizar una parte de la juventud al punto de convertir a estos jóvenes en sacrificables. No es casual que el número  de jóvenes asesinados aumentó un 37% entre 2007 y 2017.

La repetición ad nauseam de crímenes cometidos por jóvenes resuena en el miedo de las clases dominantes y de la clase media a que la barrera que los separa de los marginalizados finalmente se rompa. En los sueños tormentosos de la población del lado de acá de la exclusión, estos “menores” siempre están listos para venir con su fusil en la espalda o para apedrear la vidriera de un banco. Este enemigo interno es poderoso. Además de ser superiores en número, estos “menores” estarían favorecidos por un sistema corrupto que haría de ellos los campeones de la impunidad en un país asolado por criminales. De ahí la revuelta contra aquellos que “defienden a los bandidos” y “no dejan que la policía haga su trabajo”, es decir, cumplir con la tarea de la gestión exterminadora de los sobrantes. El alarmismo sobre los jóvenes asesinos no apela a la ley si no a su transgresión por las fuerzas de la represión. El ojo por ojo, diente por diente, debería aplicarse incluso de forma preventiva: de preferencia la policía debe matar a los potenciales asesinos incluso antes que actúen. Es muy evidente que el llamado “anti-crimen” no es un llamado a la aplicación rigurosa de la ley sino una demanda por un tipo específico de crimen. Hay un sector de la población que desea fervorosamente que los agentes de la ley tengan una mayor seguridad jurídica para matar. Para ellos, dado que viven en guerra contra la propia población, lo mejor sería que un juez suspendiese el derecho para que la muerte se produjera sin imprevistos.

La carta blanca que se dio a la policía produjo víctimas negras. Además de la piel oscura, estos adolescentes asesinados tienen una larga historia. La abolición de la esclavitud y la consiguiente exclusión de la población negra, coincidieron con el crecimiento de las grandes ciudades y con la modernización de las técnicas de control social. En este contexto, el combate a la “delincuencia juvenil” se volvió un principio orientador de las políticas públicas siendo su principal objetivo la población joven y negra. A lo largo del siglo XX las intervenciones penales sobre los niños y adolescentes “desadaptados” se perfeccionaron. En la dictadura empresarial-militar los niños de la calle se convirtieron en objetos de la Ley de Seguridad Nacional, y su “ajuste de conducta” se dio por medio de la Funabem/Febem, creada en 1974.

Así, no es casual que la destrucción del Estatuto da Criança e do Adolescente (ECA) sea otro lugar común del discurso de Bolsonaro. Instituido en el contexto de la promulgación de la Constitución de 1988, el ECA fue el resultado de una amplia movilización nacional promovida por grupos como el Movimiento Nacional de Niños y Niñas de la Calle. El texto que se basa en la “doctrina de la protección integral”, que busca garantizar los derechos fundamentales de todos los niños y los adolescentes en su “peculiar condición de persona en desarrollo” (expresión reiterada en los artículos 6, 69, 71, 121), los concibe como agentes participativos de la sociedad.

No obstante, a pesar de sus buenas formulaciones, en la práctica el ECA se reveló frágil –como todas las conquistas de la Nueva República*. No solo no pudo impedir el  asesinato y el encarcelamiento en masa de la juventud sino que convivió con las concepciones de control de la juventud realizadas en el Código de Menores que sobrevivieron de la dictadura. Si lo que vivimos en los últimos años fue una administración piadosa de la exclusión social, y no el desmonte definitivo de la lógica política del Estado brasileño, hoy las conquistas se derrumban ante nuestros ojos.

Pero sigamos con otra puntada de esta madeja. Vimos que Bolsonaro despunta en 2003 como un combatiente contra los jóvenes marginales. De forma paradojal, su consolidación como político de expresión nacional vendrá algunos años después, cuando aparece como un defensor de la juventud. En 2011, el capitán reformado atrajo nuevamente los reflectores al denunciar el programa “Escuela sin homofobia”, llamado por él como el “kit gay”. El cancelamiento del plan de combate a la discriminación en las escuelas fue su primera victoria política relevante. Según sus propias palabras, en 2017: “El kit gay fue una catapulta para mi carrera política.” De hecho, tres años después de la guerra contra el programa “Escuela sin homofobia”, Bolsonaro fue el candidato más votado en las elecciones legislativas, cuadruplicando el número de votos que había recibido en 2010: saltó de 120.646 para 464.572 votos.

Podríamos desatar los nudos de esa paradoja afirmando que la representación del joven infractor, plenamente consciente de sus actos, necesita de una contraparte, es decir, la del joven como un ser indefenso, inocente, cuyos verdugos son los terribles profesores izquierdistas, y cuya salvación es la familia y la religión. Exageradamente infantilizado, se imagina este adolescente como desprovisto de defensas intelectuales ante el lavado cerebral al que es sometido en la sala de clases. Es la víctima por excelencia –en oposición al menor marginal, sin piedad y sanguinario. Y esa es la figura que sustenta el discurso de “Escuela sin Partido”. La lectura del proyecto de ley del Senado n. 193/2016, de autoría de Magno Malta, deja esto muy claro. En el texto, los alumnos son descritos como una “audiencia cautiva” de la cual el profesor se aprovecha para “manipular”, “explotar políticamente”, “transformar en réplicas ideológicas de sí mismos”. Tal representación del aprendizaje se opone a la perspectiva teórica de uno de los principales símbolos de la “basura” que debe ser sacada de las escuelas: Paulo Freire.

Cabe recordar que la pedagogía freiriana tiene por principio considerar los conocimientos previos del alumno para el aprendizaje. No toma al alumno como un ser incompleto a ser rellenado, sino como alguien capaz de participar activamente de su proceso de aprendizaje. Por tanto, nada es más anti-freiriano que la concepción del alumno como tabula rasa, material que puede ser moldeado por cualquier doctrinador. Pero el odio y la irritación que suscita Paulo Freire en la derecha no tiene nada que ver con la defensa de la libertad intelectual. Su pedagogía incomoda por amenazar la exclusión que estructura el capitalismo brasileño. Durante mucho tiempo, el analfabetismo fue un elemento central de la exclusión política. La Constitución de 1891, que siguió a la abolición, prohibía votar a los analfabetos –en su mayoría, esclavos recién liberados–. Esta prohibición se mantuvo por un siglo de alternancia entre dictaduras y democracias parciales, siendo abolida recién con la Constitución de 1988. Para los sectores conservadores, el Programa Nacional de Alfabetización, coordinado por Freire quien fue invitado por João Goulart, era un verdadero golpe, dado que ponía en riesgo la manutención de la exclusión política de esa población. Según el levantamiento de la comisión a cargo de Freire, el número de analfabetos entre 15 y 45 años, en septiembre de 1963, era de 20.442.000 –cuando la población era de aproximadamente 80 millones de personas. Pocos días después del golpe, el Programa fue extirpado, y, dos meses después, Paulo Freire fue preso y torturado.

Para preservar la inocencia de la niñez de la influencia espuria de los profesores hay  dos medidas: o purificar el ambiente escolar, o alejar al joven de la escuela. Para purgar la sala de clase barriendo la “basura marxista”, se impone el control ideológico de los materiales didácticos así como de las investigaciones realizadas en el nivel superior y la limitación del presupuesto a aquellos que no se ajusten a la cartilla. Así, lo que enfrentamos es menos una censura convencional que una tentativa de fomentar un proceso “de abajo para arriba”. Los propios jóvenes son incentivados a actuar como censores y delatores. Si hubiera una ley de censura clara sería relativamente fácil burlarla: siendo prohibidas tales y tales palabras se usan otras y se evita un proceso. Sin embargo, si cada estudiante tiene el papel de censor, el profesor queda expuesto a un juzgamiento instantáneo realizado por las redes sociales a partir de pruebas que son producidas por celulares siempre listos para entrar en acción en el momento preciso, haciendo una abstracción del contexto de la clase, del programa del curso, etc. La segunda medida es más simple y consiste en limitar el acceso de la juventud a la escuela y a la universidad. La defensa del homeschooling y de la tesis de que la enseñanza universitaria es un “fetiche” y no debería ser para todos seguirá a toda máquina.

Toda esta fijación con la juventud no es una locura. Ella tiene un método. Si la juventud brasileña es un sector social en potencial sedición, es de ahí que vienen los  primeros movimientos de las nuevas configuraciones políticas. Los ojos de la clase trabajadora sufren los impactos de la crisis económica de modo brutal. El desempleo entre los jóvenes es dos veces más alto que la tasa general, e incluso buena  parte de ellos –en su mayoría mujeres de ingresos bajos– no trabaja ni estudia. Al mismo tiempo, los estudios universitarios ya no representan la ascensión social que representó otrora. Por más que la enseñanza se someta a los dictámenes del mercado, el diploma cada vez tiene menos garantía de empleabilidad. Nadie espera conseguir un trabajo que se corresponda a su calificación. De los jóvenes que trabajan, la mayoría está en el sector informal. Son los “jóvenes emprendedores” alabados por el Partido Empresarial-Militar, por las cartillas del Instituto Liberal y por los cursos del Serviço Brasileiro de Apoio às Micro e Pequenas Empresas (Sebrae). Sus vidas, sin embargo, no están marcadas por la autonomía, la creatividad y proactividad, sino por el ajetreo infernal de los empleos con una alta rotación, baja remuneración y total ausencia de garantías de trabajo.

La juventud experimentó el quiebre de la Nueva República metódicamente. En las revueltas de junio de 2013, la mayor parte de las personas que ocupó las calles tenía entre 12 y 24 años. Ellas exigían mejores servicios públicos, cuando el tímido aumento de ingresos era corroído y se pasaba de los pésimos servicios públicos al sector privado. El tema de la movilidad urbana es especialmente revelador de la captura del Estado por intereses empresariales. Esa juventud conoció la furia del Estado, que reprimió la revuelta violentamente. En 2014, la juventud volvió a las calles contra los gastos de la Copa del Mundo y vio cómo el aparato represivo se había perfeccionado.

Incluso bajo una administración de la izquierda neoliberal, el aparato estatal se armó cobardemente para enfrentar su propia población. En 2015 y 2016, la juventud ocupó escuelas contra su cierre. Mientras los estudiantes eran perseguidos y contaban episodios de tortura cometidos por policías, Dilma terminaba su mandato de forma deshonrosa, aprobando la infame Ley Antiterrorismo. Finalmente, la juventud fue la responsable de la primera manifestación en masa contra el fascismo en el gobierno, en mayo de 2019.

La juventud aprendió a no esperar nada. Por esto mismo ella es hoy en día el mayor problema del Partido Empresarial-Militar. Ella es la primera manifestación de lo ingobernable y, en más de una ocasión, ha hecho arder las calles. El joven realmente existente –explotado, desengañado, encarcelado– comprende, con mayor o menor claridad, lo que significa la profundización de la precarización de la vida. Solo en base a la demagogia (cuyo efecto no es muy duradero) y, ante todo, con base en la fuerza es que este joven cerrará las filas de la retaguardia de la “revolución conservadora” brasileña. La juventud está en disputa justamente porque ella es el sector capaz de callar la contrarrevolución conservadora y abrir los caminos para una revolución popular.

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* En original “porões da ditadura», una expresión para referir a los lugares físicos, sótanos y bodegas conocidos por ser lugares de tortura en Brasil.

* Se refiere a José Luis Datena, periodista y presentador de programas policiales televisivos de la Red Bandeirantes que apoya abiertamente la matanza de los llamados “bandidos” y “marginales”, sin importar que sean menores de edad.

* Se denomina Nueva República al período que va desde el retorno a la democracia en 1985 hasta el presente.

** Ediciones Mimesis y el Grupo de estudios brasileños se unen al urgente llamado a la acción que desde Brasil realiza n-1 ediciones y el Colectivo Centelha. Su libro Ruptura (São Paulo: n-1 edições, agosto 2019) se publicará por entregas en el blog de Mimesis. Aquí la segunda entrega.