I. Pier Paolo Pasolini
Le ceneri di Gramsci anuncia de entrada en el título un punto de real cuyo testigo o agente es Antonio Gramsci. Lo anuncia como pérdida, como desaparición. De esa vida no queda sino un cadáver, de ese cadáver no quedan sino cenizas. Una tumba orientada hacia el sol, un cementerio recostado sobre la sombra de una pirámide, un poema que no deja de preguntar y preguntarse: ma a che serve la luce?
Retomando el viejo tópico de las luces, de la iluminación, de la ilustración, el poeta de las cenizas vuelve sobre la luz ante la tumba de Gramsci. Vuelve como se vuelve al final de un ciclo, vuelve como quien vuelve una y otra vez su mirada al sol. Ma a che serve la luce?, se pregunta Pasolini. Sin duda, Le ceneri di Gramsci se presenta a la lectura como un poema de duelo, como una meditación hecha en voz alta sobre la luz en medio del vacío de la luz, en esa pausa zumbante donde la vida calla. Las asociaciones de la historia con la luz se multiplican en secreta complicidad en el poema. Siguiendo el orden de desplazamientos y transposiciones a que invita el movimiento del sol sobre la tierra, se diría que la historia es luz y la luz es historia. La imagen de un Gramsci solar viene así a confundirse con la imagen de una historia solar que domina el destino de los hombres, que inscribe sus vidas en el ciclo de las revoluciones y el comunismo.
La semejanza, el juego de las semejanzas a que las imágenes invitan, pareciera encontrar la misma physis por destino, el mismo fuego de la misma luz, mostrándose y ocultándose en el curso solar del espíritu a través de la historia. Se sabe, según un reconocido esquema de raíz dialéctico, que el espíritu no haría sino seguir en su trayectoria el movimiento del sol entre Oriente y Occidente. Trayectoria de una revolución, de un aniversario, de un pueblo, que va de Lenin a Gramsci, que se moviliza según la lógica de una radiación estelar. La conocida sentencia que advierte que el futuro es la realidad del presente, que solo negándose a sí mismo el “ahora” se realiza en el futuro, apenas puede ocultar la idea hegeliana de que la historia del mundo comienza “ahí donde el sol se levanta”, y que en una especie de movimiento especular el pasado encuentra en cierto sentido su origen en el futuro, en un ocaso que es también un alba.
Si la semejanza ilumina, si se reconoce en ella los poderes de un movimiento heliotrópico, es porque su physis, su naturaleza, es la de una historia que descubre en el sol el eje de todos sus desplazamientos, la luz cegadora que estructura el espacio metafórico de una lengua que es a la vez histórica, política y filosófica. Ante esta historia, ante esta lengua, protesta Pasolini. Protesta contra esa imagen lumínica de Gramsci que es a la vez la imagen lumínica de la historia. De algún modo, intuye, con oscuro saber, que esa historia que busca contarse ante la tumba de Gramsci no es sino la historia de una cosmología difunta, de un cielo extinto que no deja de girar sobre su cabeza y la de sus contemporáneos. Gramsci mismo…, “salido de su pequeña tumba del Cementerio de los Ingleses en Testaccio, con su espalda de pequeño, erecto Leopardi, la frente rectangular de su madre sardañola, el peinado de aire romántico propio de los años veinte, y esos pobres anteojos de intelectual burgués…”, no es la figura que vendrá en auxilio en el porvenir de una época organizada en torno al duelo de la luz. En la vigilia nocturna de un tiempo que hace de la elevación solar el lamento y la memoria de su caída, Gramsci no es ya un guía. Los caminos de lo necesario, el esplendor de la poesía, el fondo de una historia común, no encuentran en la luminosa mirada del sardo un lugar donde reconocerse. No, no es Gramsci, no es la elevación de su espíritu, la figura que concentra la atención del poema. En el tiempo de sobrevivencia que Le ceneri di Gramsci reclama como suyo, las cenizas testimonian en lugar del espectro.
Perdido entre tumbas, Pasolini vuelve sobre las cenizas de Gramsci como quien vuelve sobre las cenizas de la historia. En ese vacío de luz que arrastra al mundo a la penumbra, el poeta se pregunta si carbonizada la reserva de infinidad de la que la historia extraía su energía, puede el pensamiento olvidar que tras esa explosión solar todos sus juegos devienen póstumos.
Poema de luz, de su ocaso y sus cenizas, Le ceneri di Gramsci es también un poema sobre la historia, sobre el fin de la historia. Y no es solo que la luz solar domine toda la escena, no es solo que el ocaso coincida con la visita del poeta al cementerio, o que el “mayo otoñal” vuelva más “oscuro el jardín extranjero”. La luz poética (luce poetica) es una luz tosca (rozza luce), cérea (luce cerea), de tristeza casi marina, que ilumina una existencia que no es sino escalofrío, sobrevivencia. La luz es lo que se extingue en el poema, es aquello que da lugar a una meditación en torno a esa imagen solar de Gramsci que es imagen de una ceniza. Sin duda, también Pasolini se ha presentado a sí mismo como el poeta delle ceneri, como una especie de sobreviviente que vive una sobrevida en la memoria del duelo de la luz, en la presencia enlutada de un cadáver solar. El certificado de presencia que la historia ofrece a la posteridad en el noema “esto ha sido” se revela ilusorio, vacío de imágenes, ante ese sole secco sobre el que Pasolini vuelve la mirada. Las cenizas de Gramsci son las cenizas de la historia, de una historia de la luz que ha llegado a su fin.
El escándalo de contradecirse, de estar con Gramsci y contra él, en la luz y en la sombra, determina la actitud subjetiva de aquel que espera más allá de la vida y de la luz, en la oscuridad y en la muerte, en esa sobrevida que el poema nombra como historia terminada, acabada, finita.
Ma io, con il cuore cosciente
di chi soltanto nella storia ha vita,
potrò mai piú con pura passione operare
se so che la nostra storia è finita?Pero yo, con el corazón consciente
de quien sólo en la historia tiene vida,
¿podré alguna vez más esforzarme con pura
pasión, si sé que nuestra historia se ha acabado?
Al pie de la sepultura Pasolini se identifica con Gramsci en la vida y en la muerte (contigo y contra ti;/ en el corazón contigo,/ en la luz, contra ti en las vísceras oscuras), se identifica como quien se identifica en un mismo trabajo de duelo, en un duelo que no pertenece tanto a la vida como a la muerte, menos a la luz que a las sombras. Gramsci no es un padre, ni siquiera un hermano, aun cuando la luz pueda ser siempre experimentada —según una bella expresión de Roland Barthes— como un “medio carnal”, como una piel que se comparte con aquel o aquella que se ha expuesto a su luminosidad. Entre estas dos tumbas que son el polvo gris de la ceniza de la luz y el polvo gris de esa imagen del sardo que exprimida de luz viene a grabarse en el corazón del poema, Pasolini ensaya un duelo de la historia como duelo de una cultura solar de la que toda historia da testimonio. La historia es siempre memoria de una imagen, memoria de una existencia bañada por esa luz común de la presencia. Pues, si la imagen como tal siempre se ocupa de la temporalidad, ya sea al recordar un pasado perdido que se debe recuperar y presentar nuevamente, ya sea al imaginar y presentar un futuro esperado o temido, la historia es siempre, de igual modo, trazo que testimonia de una cierta exposición de la existencia en la luz común de lo memorable. Es, justamente, esta comunidad solar, esta identificación entre historia e imagen, aquello que el poema pone en cuestión al momento de interrogar una historia de la representación considerada acabada.
II. Salvador Allende
Si las imágenes de Gramsci se exponen como ceniza y calcinación en el poema de Pasolini, las imágenes de Allende parecen condenadas a eclipsarse en la memoria de esa mañana del martes 11 de septiembre de 1973. Pocos días después del golpe de Estado, el historiador inglés Eric Hobsbawm, en un artículo para New Society titulado “The Murder of Chile”, ya observaba que el nombre de Allende parecía estar asociado a la memoria anticipada de un asesinato, el asesinato de Chile. Esta asociación no solo da al gobierno de la Unidad Popular el carácter trágico que analistas como Manuel Antonio Garretón o Tomás Moulián le reconocerán años más tarde, sino que obliga a pensar, en el movimiento de su transnominación, aquel tiempo que se abre tras el desfallecimiento o agotamiento de la ficción historiadora. En efecto, la sinécdoque que vela el artículo de Hobsbawm, el desplazamiento semántico que nombra en el asesinato de Allende el asesinato de Chile, conmina a interrogar la ceniza de un tiempo que ya no se reconoce en una historicidad organizada en torno a ciclos, procesos o revoluciones. El tiempo que sigue al golpe de Estado de 1973 no es un tiempo propiamente histórico, un tiempo cuya temporalidad pueda organizarse según la lógica y la racionalidad de un realismo que tiene en el futuro su condición de posibilidad más propia. El retroceso de la novela o de la narración histórica ante la presencia absoluta de las imágenes, no testimonia únicamente de un tiempo articulado en torno a la nostalgia de la luz. Antes bien, este retroceso de la narración es índice imaginal de otros desplazamientos, de otras cesuras.
De ahí que la sinécdoque que ensaya Hobsbawm, bajo el título “el asesinato de Chile”, dé lugar a una galería de imágenes del Gobierno de la Unidad Popular donde la propia muerte de Salvador Allende ocupa un lugar estelar.
En tanto imagen extrema, la muerte de Allende en la Moneda pone en acto una imagen solar que en su misma incandescencia consume la propia luminosidad de la historia, aquello que hace de la historia un medio donde lo histórico se produce como diferencia interna, como mediación de sí-hacia-sí. Si la historicidad se refleja siempre en los objetos que ilumina y, por tanto, necesita de algo distinto de ella misma para ser lo que es, la imagen extrema del asesinato de Allende deviene una especie de agujero negro que atrapa la luz de toda historicidad. Las luces de la historia no pueden iluminar esta imagen, pues ella es la ceniza de una especie de “colapso gravitatorio”, el resultado ígneo del desmoronamiento interno de un cuerpo estelar debido al efecto de su propia gravedad. La metafórica astral no debe desatender el hecho de que ésta y otras imágenes de la Unidad Popular testifican también a su modo de una muerte solar, constituyéndose así en imagos de una sobrevida que sigue al duelo de la luz. Íconos de una “época de extremos” (The Age of Extremes), estas imágenes extremas dan a ver un real de la historia, lo dan a ver como sublime y calcinación.
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Miguel Valderrama. Historiador. Desde su fundación integra el equipo editorial de la revista de cultura Papel Máquina. Entre sus libros ha publicado Prefacio a la postdictadura (2018), Coloquio sobre Gramsci (2016), Traiciones de Walter Benjamin (2015), Heterocriptas (2010), Modernismos historiográficos (2008). Es coautor de Hegemonía y visualidad (2019), Consignas (2014) y de Historiografía posmoderna (2010).
Imagen: “El Muro” propuesta de Taller Artes Visuales (TAV) consistente en la entrega de un trozo muro bulldog, fotocopiado a un tamaño de 70 cm. x 57 cm., a artistas participantes del TAV, para ser intervenido y que además incluía espacios de intervención de público, constituyéndose así un trabajo colectivo, expuesto en 1982 en la Galería Bucci, Santiago-Chile y censurado al día siguiente de ser inaugurado por el régimen imperante. Exhibido con posteridad en la Bienal de Arte Joven, Paris-Francia y en la Galería Cayman, Nueva York-Estados Unidos.