“Nunca supe contar una historia”. Seducción de los relatos y resistencia de la crítica, por  Diego Peller

“Nunca supe contar una historia”. Seducción de los relatos y resistencia de la crítica, por Diego Peller

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I. A fines de los años sesenta, la noción de escritura, en su formulación francesa (Barthes, Derrida, Kristeva, Sollers) y en sus resonancias latinoamericanas (la revista argentina Literal, por ejemplo), implicó una difuminación de las fronteras entre literatura, crítica y teoría. Pero este upgrade para la crítica y la teoría, que dejaban de ser catalogadas como “lenguajes segundos” o “parásitos” en relación al supuesto “lenguaje primero” de la literatura, suponía en realidad una degradación de la concepción romántica de la literatura como lenguaje adánico, fundacional, creador de un mundo ex nihilo. La ficción literaria también era (como la crítica) escritura sobre otras escrituras, significante que remitía a otros, inserto en una cadena infinita de intertextualidades. Si la crítica no podía definirse como un metalenguaje era porque en realidad no había otra cosa que metalenguajes en un juego abierto a la diseminación, sin origen ni anclaje.

 II. Según esta caracterización, el crítico resultaba ser, a fin de cuentas, un escritor, en la medida en que “escribe su propia lectura” (Barthes). Ocurrencia que también tuvo sus inflexiones latinoamericanas, entre ellas la de Ricardo Piglia cuando definía a la crítica como “una de las formas modernas de la autobiografía”. Pero entre la fórmula de Barthes y la de Piglia se deslizaba un matiz significativo: porque una cosa es escribir la propia lectura y otra diferente es narrarla, contar una vida entretejiendo experiencias de lectura. Para aquel que se define en términos existenciales –y profesionales– como crítico (con todo lo paradójico que pueda resultar entender el ethos crítico como dador de una identidad) no parece tan inquietante el reconocimiento de que lo que hace es escribir (“yo, la verdad, escribo”, repetía una y otra vez Nicolás Rosa en sus clases, parafraseando el célebre “Moi la vérité, je parle”, de Lacan) como el salto a afirmar que lo que hace es construir un relato, contar una historia. Quizás sea por eso que, cuando Barthes acepta escribir su autobiografía (Roland Barthes por Roland Barthes) lo hace no sin reparos y resistencias. La resistencia, podemos suponer, es doble: al “giro autobiográfico” (ponerse él, un crítico, a contar su vida) pero también, en términos más amplios, al “giro narrativo” (ponerse él, un crítico, a contar). Creerse un cuento o contar un cuento para que otros se lo crean: esa sería, justamente, la definición misma de aquello que no hace un crítico, en ello radica su razón de ser: crítico sería aquel que no (se) contaría ni (se) creería ningún cuento, aquel que no cedería a la tentación de (dejarse) seducir por los relatos. Aunque, al mismo tiempo, y por eso mismo, la tentación del relato no dejaría de acecharlo: por ejemplo, como señala Jorge Panesi en “Pasiones de la historia”, para los críticos argentinos desde Contorno al menos, la de contar o volver a contar la historia de la literatura nacional.

¿Pero qué es lo que entraña tanto peligro? Parecerían ser al menos dos los aspectos en los que el gesto de ceder y “entregarse a los relatos” haría peligrar el núcleo mismo de la identidad crítica. Por un lado, en su estatuto epistemológico: la crítica, en sus momentos más o menos cientificistas, siempre aspiró a ser un discurso asertivo. Para el crítico, ponerse a contar historias supone una cierta renuncia a sus aspiraciones de producir un discurso que se inserte en los juegos del saber. Por otro lado, el relato, aun en sus formas más fragmentarias y digresivas, parecería tener una tendencia a la totalización: el que cuenta un cuento, y más aun el que se lo cree, acepta, al menos por un momento, una totalización narrativa que construye una explicación coherente de un mundo posible. La actitud propia de la crítica sería, justamente, la de quien se resiste, desde un primer momento, por un impulso inmediato e irrenunciable, a que le vendan –o a vender– un relato. Así opera Barthes en su autobiografía: interrumpiendo, cortando de cuajo todo atisbo narrativo apenas se esboza. Y no casualmente Jacques Derrida, otra de las firmas enredadas en esta historia de diseminación de las fronteras entre la literatura y los discursos del saber, declara, en la apertura misma de sus Memorias para Paul de Man, “Nunca supe contar una historia”. ¿¡Derrida nunca supo contar una historia!? ¿Quién que lo haya leído con un mínimo de entusiasmo y atención podría creerle, siquiera por un segundo? Basta con el libro sobre Paul de Man para demostrar lo contrario. Pero no es eso lo que importa. Lo interesante es que Derrida haya necesitado presentarse así, ante sí mismo y ante sus lectores, hasta el punto de hacer de esa supuesta imposibilidad un rasgo identitario: yo soy aquel que nunca supo contar una historia, aquel que habría deseado quizás contar o contarse una historia, pero no supo o no quiso ceder a ese impulso. ¿Qué se jugaba, para Derrida, en sostener esa historia de que él nunca supo contar una? ¿Qué (le) habría pasado si de repente se hubiera puesto a contarlas o simplemente hubiera reconocido que, en realidad, no había dejado de hacerlo? Un colapso, tal vez. Pero tampoco habría que ponerse apocalípticos.

 III. Me pregunto entonces, si aceptamos provisionalmente esta conjetura según la cual la identidad profesional de la crítica pasa, en no menor medida, por una resistencia al devenir relato de su discurso y de su práctica, qué sucede, qué está sucediendo cuando algunos integrantes destacados de la comunidad disciplinaria de la crítica profesional en Argentina[1] se precipitan de pronto en la narración literaria, como ha señalado Panesi, con su habitual sensibilidad para detectar transformaciones que inquietan los consensos institucionales: “Actualmente”, escribe Panesi en La seducción de los relatos, “hay tanteos o ensayos en los que la crítica argentina se identifica con la literatura y quiere ser enteramente literaria, borrando las ataduras institucionales que han formado su historia. Lo intenta ya sea asumiendo en su discurso procedimientos abiertamente literarios, o bien, tiñendo su proceder con inscripciones autobiográficas (el diario, la crónica) que sustituyen los sesudos protocolos académicos que fueron los reservorios privilegiados de su verosimilitud”.

En Argentina existe una fuerte tradición de cruce y contaminación entre literatura y crítica y la lista de escritores-críticos es prestigiosa: David Viñas, Ricardo Piglia, Martín Kohan, Alan Pauls, Sylvia Molloy, Daniel Link y un largo etcétera. Pero, en líneas generales, se trata de figuras que han sostenido una “doble vida” o una inscripción doble. Dos leyes, dos instituciones, dos prácticas: por un lado, se desempeñan como críticos y profesores universitarios; por otro, son escritores de ficción literaria en sentido clásico (escriben y publican novelas, libros de cuentos, etc.). En los últimos años viene sucediendo algo distinto: críticos profesionales, sin un recorrido previo como escritores de ficción, desdibujan las fronteras y comienzan a “contaminar” su producción crítica con marcas literarias, principalmente de las así llamadas “escrituras íntimas”.

Se trata de dos fenómenos distintos aunque coincidentes. Un giro narrativo en la crítica que toma predominantemente la forma de un giro autobiográfico. Habría que interrogar esta superposición que llega casi a homologar ambos fenómenos: podría haber –en principio– un giro de la crítica hacia la literatura, la ficción o el relato que no pasase necesariamente por las escrituras del yo. Los ensayos críticos del propio Panesi podrían ser un buen ejemplo: sin ceder a la “tentación de los relatos”, apuestan fuerte a la ironía y realizan un trabajo de torsión sobre el lenguaje que los acerca a la escritura literaria.

¿Entonces el giro autobiográfico en la crítica es solo una exhibición del yo que responde a las demandas actuales del mercado? ¿Se trata solo de la proyección del yo del crítico sobre sus escritos? En algunos casos –los menos interesantes– sí. Pero en otros parece haber algo más sustancial en juego: se trata de una subjetividad-acontecimiento que no existe previamente y que se configura precariamente ahí, en la experiencia de lectura, y que se aparta tanto del “yo fuerte” del crítico exhibicionista como del yo igualmente fuerte del “crítico científico”, fuerte este último en el borrarse, en la violencia del control que ejerce sobre sí en nombre del “rigor” de la ciencia (como Odiseo haciéndose atar al mástil de su nave para poder oír el canto de las sirenas sin ceder a la seducción, según recuerda la bella formulación de Adorno y Horkheimer). El periplo de Alberto Giordano resulta elocuente en este sentido: pasó de sostener una crítica acorde con los protocolos académicos profesionales, aunque presionando “desde adentro” sus restricciones discursivas a través de una defensa de la ética del ensayista como metodología apropiada para los estudios literarios, a una indagación teórica y crítica de las escrituras íntimas (los diarios de escritores), hasta que en determinado momento “pegó el salto” y comenzó a llevar un diario en Facebook en el que las entradas que todavía podían leerse como ejercicios críticos comenzaron a alternar con ejercicios de escritura íntima, confesional, que desembocaron en los libros El tiempo de la convalecencia y El tiempo de la improvisación. Pero el caso de Giordano, siendo quizás el más emblemático, no es el único. Como señala Panesi, se advierten diferentes formas de coqueteo con la ficción en el último libro de Ludmer, Aquí América Latina, en el que el subtítulo (Una especulación) habilita el tono conjetural de enunciación: “Supongamos que…”, “Imaginemos que…”. Pero también Nicolás Rosa se dejaba tentar por la narración en su último libro, titulado Relatos críticos. Que se trate de los últimos libros publicados por sus autores no parece menor: es como si, al final de sus vidas, como esos pecadores que abrazan la fe en su agonía, estos críticos (acérrimos defensores de la cientificidad de la crítica en los años de oro de la teoría), se lanzaran, en su último impulso, hacia el relato.

La inflexión autobiográfica de este pasaje al relato en la crítica reciente se puede rastrear también a nivel editorial. En el año 2017, Ampersand, una nueva editorial argentina independiente, lanza la Colección Lector&s, dirigida por Graciela Batticuore, en la cual distintos autores escriben –por encargo– un ensayo autobiográfico de su vida lectora. Lo que resulta llamativo, desde nuestra perspectiva, es que en la colección convivan, indiferenciadamente, profesores, académicos, críticos y escritores.[2]

IV. ¿Qué está pasando entonces cuando los críticos se ponen a narrar, haciendo a un lado el delicado juego de auto-restricciones que garantiza su identidad? ¿Es que acaso la crítica ya no se presenta como una perspectiva potente desde la cual mirar el mundo? Algo de eso parecería estar en juego: por un lado, si de “eficacia política” se trata, la crítica literaria parecería ver desdibujado cada vez más su potencial desestabilizador frente a otras formas de intervención en apariencia más directas y efectivas (pienso en los diversos activismos vinculados a la ecología, los derechos humanos, las luchas de las minorías, etc.). Por otro lado, se puede advertir un renovado interés por la ficción literaria (y me refiero en este punto estrictamente a un interés por un posible, aunque humilde, camino profesional: ser escritor). Un síntoma de este fenómeno –que sin dudas no ha dejado de causar inquietud en la comunidad académica de estudios literarios– es la reciente creación de la Licenciatura en Artes de la Escritura, dictada por la Universidad Nacional de las Artes. Se trata de la primera carrera de grado de este tipo en la Argentina, que viene a satisfacer una demanda de larga data (“la universidad nos enseña a leer e investigar, quizás a enseñar, pero no a escribir literatura”), una demanda ante la cual la respuesta tantas veces oída (“nadie puede enseñar a escribir literatura”) de pronto suena romántica y hueca. ¿Pero qué pasó entre los años de la asistencia masiva a los seminarios de Ludmer en los 80 o de Piglia en los 90 y la situación actual? Los estudiantes no iban a escucharlos en masa solo porque no tuvieran la opción de estudiar escritura creativa. Había un interés apasionado por la teoría y la crítica que parece estar en crisis. Aunque, al mismo tiempo, un grupo reducido, pero persistente ha continuado volcándose a la crítica académica como camino, desarrollando niveles de competitividad y de profesionalización crecientes (hoy aquellos estudiantes que parecen más claramente destinados a una carrera académica “exitosa” terminan sus estudios de grado con una idea muy definida de cómo continuarán: becas, posgrados, inserción en cátedras, etc.). Un cambio de ethos entre los más jóvenes y al mismo tiempo una estrategia de supervivencia ante las políticas estatales cada vez más restrictivas en términos de acceso a la carrera de investigación profesional. Sin duda, ante las crecientes demandas y exigencias, habrá quienes extremen su dedicación para no “quedarse afuera” del sector cada vez más restringido de los que cumplen con los estándares. Pero también habrá quienes, sin necesariamente renegar de su condición de críticos, sin pensarse necesariamente “afuera” de la crítica académica, se permitan el lujo inaudito de ponerse a narrar historias, beneficio exorbitante de aquel que sabe que, después de todo, tiene poco que perder.

V. Resulta significativo que haya sido Panesi el encargado de señalar esta reciente “seducción de los relatos” en la crítica argentina.[3] Director del Departamento de Letras de la UBA, con algunas interrupciones, desde la refundación de la carrera en 1984, tras la última dictadura cívico-militar, hasta fines de la primera década del nuevo siglo, y Profesor de la cátedra de Teoría y Análisis Literario durante más de treinta años, su figura está ligada de manera indisociable a la historia de la renovación disciplinar de los estudios literarios en la Argentina postdictadura, los “años dorados” de la teoría literaria. Siempre fue un defensor de los injertos de la teoría con la crítica y la literatura, o para ser más precisos: siempre señaló críticamente el gesto reactivo de quienes pretendían legislar en contra de los peligros de esa contaminación en resguardo de una supuesta pureza de la literatura. Sin embargo, para nuestra sorpresa, declara en una entrevista, tras la salida de su nuevo libro, sentirse una persona “victoriana”, formada en la idea de que la voz del crítico tendría que ser “lo más neutra posible”: “Cuando leía esas críticas con ese corrimiento hacia el yo del crítico, me causaban escándalo”, “Para mí, la crítica literaria está amenazada por la ficción”.

¿De qué forma los relatos seducen y amenazan a la crítica? Una es la seducción de la ficción, el impulso de abandonar la crítica y pasarse al relato o de introducir en la escritura de la crítica procedimientos literarios, por lo general autobiográficos, dejar que tome consistencia la subjetividad del crítico, sus afectos, su autobiografía (como en el caso de Giordano). Otra es la tentación que, para los críticos literarios, representa la política (y sus “grandes relatos”): “dar el salto” hacia la política, ampliar el campo de acción, pasar de un objeto restringido como es la literatura a otro tanto más amplio y relevante –en cuanto a sus alcances– como la política: volverse un analista del discurso político o de la política misma, ser un intelectual mediático (los ejemplos privilegiados en los años 2004-2014, de uno y otro lado del espectro político, son Horacio González –intelectual mediático del kirchnerismo– y Beatriz Sarlo –abanderada intelectual del anti-kirchnerismo–). En este caso la seducción es doble, opera en ambas direcciones: los críticos se sienten seducidos por la posibilidad de intervenir en los medios y llegar a un público más amplio, mientras los medios se dejan seducir por el capital simbólico de los intelectuales, que podrían construir un relato omnicomprensivo allí donde los políticos solo tendrían datos para esgrimir.

El detalle del que parte Panesi es notable, y su equidistancia crítica –su colocarse “por afuera” de la contienda– es lo que le permite ver eso que a todos se les escapa, de uno y otro lado de esa “grieta” que, según repiten los medios, separa hace más de una década a la sociedad argentina. Ya desde los 90 González y Sarlo (y las revistas El ojo mocho y Punto de Vista) constituyen dos modelos contrapuestos del intelectual crítico en la Argentina. Por eso resulta tan llamativo el gesto compartido que descubre Panesi: ambos autores, en plena contienda ideológico-política, publican, casi en simultáneo (2014), un libro de relatos: Viajes y Besar a la muerta; ¿qué buscan Sarlo y González en el relato? ¿Lo mismo que antes en la política? ¿Se trata del mismo impulso, la ilusión de un afuera, salir de las restricciones de la crítica profesional? Frente a esas ilusiones de trascendencia, Panesi sería el que permanece en la clausura, en la inmanencia del espacio “propio” de la crítica, pero no porque crea que se trata de un espacio cerrado o puro, sino todo lo contrario: porque no es necesario ir a buscar la política “afuera”, a “la calle”, al “mundo real”, porque la política ha estado siempre, desde su constitución misma, operando en eso que llamamos “el claustro”. La principal ilusión que Panesi señala, denuncia, en su libro, es la de aquellos que ceden a la seducción, al canto de sirenas que los incita a procurar “salirse” hacia un “afuera” de la crítica. Y en un punto Panesi tiene toda la razón, resulta evidente que algo de esa ilusión de fuga alienta las búsquedas –tan disímiles– de Sarlo, González, Giordano. ¿Pero por qué considerarlas una “ilusión”? ¿Habría algo que no lo fuera? ¿Habría realmente alguien que no se contara ningún cuento, que no se creyera ninguna ilusión? ¿No es esa la ilusión máxima de la crítica, no dejarse ilusionar, no dejarse seducir, permanecer encerrada, en su espacio de clausura, en su pura inmanencia? ¿No es esa la seducción última a la que debería resistir? O, para formular la pregunta en otros términos: ¿qué precio paga Panesi –su discurso–, qué precio de fidelidad a la crítica debe pagar para permanecer en ese “espacio neutral”, “equidistante”, de exterioridad ante las contiendas ideológicas, desde el que puede “ver” eso que nadie más pudo? ¿Por qué la subjetividad del crítico debería ser austera, ascética, decorosa, reservada?

¿Qué pasaría, qué le pasaría a Panesi –a su discurso– si se pusiese a contar sus propios relatos, si por un momento cediera él mismo a la seducción? No lo sabemos (y acaso no lo sepamos nunca). Hay algo allí que se abre a lo incalculable. Algo incalculable que, por ejemplo, en el caso de Sarlo o de González constatamos en el transcurso de los pocos años transcurridos desde el trabajo de Panesi: que ellos, sorprendentemente, no parecen haber quedado fijados a ese rol de intelectuales mediáticos, no parecen haber definido allí una identidad, por el contrario, ese parece haber sido solo un punto en un recorrido abierto. Del mismo modo que ese momento de “pasaje al relato” parece haber sido, no la confirmación de una posición intelectual, el punto de llegada y el reaseguro de una identidad (como la lectura de Panesi dejaba entrever), sino el final de una etapa y el relanzamiento hacia otra cosa. Porque justamente allí, en 2014, tanto Sarlo como González, por efecto de transformaciones políticas que los excedían ampliamente, parecen haber perdido ese lugar en el que parecían firmemente instalados, lo que demuestra cuán frágil, inestable y azaroso era.

Notas:

[1] Habría que estudiar en qué medida y con qué matices es posible o no reconocer un similar “pasaje al relato” en la crítica literaria en otros países latinoamericanos, un trabajo por venir que excede los límites del presente ensayo.

[2] Los títulos publicados en la colección hasta el momento son: La lectura: una vida…, de Daniel Link; Excesos lectores, ascetismos iconográficos, de José Emilio Burucúa; Fantasmas del saber (Lo que queda de la lectura), de Noé Jitrik; Citas de lectura, de Sylvia Molloy; La vida invisible, de Sylvia Iparraguirre; Trance, de Alan Pauls; El centro de la tierra (Lectura e infancia), de Jorge Monteleone y Los libros y la calle, de Edgardo Cozarinsky; todos ellos publicados por Ampersand en Buenos Aires entre 2017 y 2019.

[3] Lo hizo en su trabajo “La seducción de los relatos: diez años de crítica argentina (2004-2014)”, leído por primera vez en diciembre de 2014, publicado en 2015 y recopilado en el libro al que presta su título: La seducción de los relatos. Crítica literaria y política en la Argentina. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2018.

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Diego Peller es profesor de teoría literaria de la Universidad de Buenos Aires. Crítico y ensayista. Integrante del Comité editorial de la revista Otra Parte.