Para mis amigas Fran y Nati, únicas en su modo
“el líquen del umbral, sordo”
Gabriela Mistral
Un débil ruido. Una debilidad oída, apenas. Un ruido, quizá ese que hace la mano cuando roza la superficie de lo que escribe. Ese débil ruido es el que pensaba Michel Leiris cuando recordaba sus primeras clases de filosofía, allí donde empezaba a manejar los pensamientos tal como en la infancia se aprende a manipular las piezas de un juego. El motor que guía esos movimientos, esas manufacturas, es la asociación de ideas (una especie de enfermedad que incluso se la llega a nombrar como desproposititis) que se figura como un método de invención, o como un procedimiento singular de investigación. En el des-propósito de las invenciones que proceden por asociaciones, se juega acaso algo más que un propósito y algo menos que un par de ideas sueltas, azarosamente unidas por un paso de danza inesperado. Se ensaya un saber, se imagina una escritura. O al revés. O viceversa. En la resonancia de ese débil ruido de las asociaciones, me gustaría imaginar el desvío de una escritura tomando de Francine Masiello la idea de una imago vocis configurada en la poesía por la voz, cuando ésta se abre al paisaje de la materia, de “todos estados de materia, indomables”, como pensaba Lyotard.
Y pienso esto mientras leo un libro exquisito de Marie Colmont titulado En la naturaleza, libro armado a partir de intervenciones que esta escritora francesa desconocida realizó entre 1936 y 1938 en un semanario de izquierda llamado Vendredi, cuyo rescate y edición sin dudas se debe a una cuestión clave: estos textos fueron traducidos por el poeta argentino Juan L. Ortiz. Claro que la tentación es la de leer los rasgos y las marcas de lo traducido en la poética del traductor (y quizá, en ese sentido, lo más llamativo sea esa idea de que gozar de la belleza de la tierra no es una traición al dolor humano del mundo, sino más bien una experiencia estética y política de lo común, de esa delicadeza compartida que la voz de la poesía expone para que no sintamos vergüenza de la belleza de las flores). No obstante, no es ése el desvío que imagino. Si, como pensaba Michel de Certeau, la lectura es esa danza efímera que posibilita otro modo de producir en una zona nebular e inestable, la lectura que intento exponer acá fue asociándose a destellos que iluminan, intermitentemente, la escena de un materialismo insumiso, para decirlo en los términos de Natalia Lorio. Más acá o más allá de los acuerdos y desacuerdos sobre lo que entendemos o entendamos por materia, la escena que acaso pueda verse (y Catherine Malabou siempre estará recordándonos la pregunta por el qué sería ver el pensamiento y la escritura en la coalescencia de lo figurable y lo pensable) es la de un pliegue entre materia y poesía, allí donde la voz asume su parte en la insumisión. En este desvío, la materia insumisa diagrama un versus que no sería exclusivamente el de lo alto versus lo bajo o lo bello versus lo pútrido (desde la lectura del bajo materialismo de George Bataille que Lorio realiza en su propuesta del materialismo insumiso, el cual se expondría incluso en la misma insumisión material del lenguaje); sino el versus que se produce entre lo sonoro y lo sordo. Así, podemos ver la dis-locación de una oposición (ésa que funciona por un polo positivo, por presencia, y otro negativo, por ausencia) y en ese mismo movimiento, advertir la configuración de un cuadro de matices, de ondulaciones, ahí donde siempre podremos decir que un ruido es sordo, que es seco, que es apagado, dejando que acontezca esa magia singular que saben hacer los oxímoron, los quiasmos, las sinestesias. El débil ruido de las asociaciones se ubica en el umbral donde la versura socava ese versus para hacer de lo sonoro y lo sordo un pa(i)saje de intermitencias; ubicándose en una zona extraña también a la oposición de lo sonoro y lo semántico, e inclusive desarticulando esa dicotomía que continuamente nos vela la materia de la lengua. Y decimos la materia y no su forma (esa forma sonora, en los términos de Roman Jakobson); porque esa materia de la lengua acaso (solo) podremos pensarla –otra vez y cada vez– más allá de las categorías de la lingüística, habilitando una forma de imaginar la voz y la letra sin tener que pasar por las categorías de fonema, de significante, etc. ¿Qué ficción, qué invención deberíamos convocar para que la teoría no nos devuelva a los problemas de una disciplina que sofoca las preguntas, como un agujero negro del que ya no podemos salir; sino que posibilite un desvío hacia una indisciplina en cuyos vórtices sea posible pensar lo sonoro como materia insumisa? Hace un tiempo intento pensar en lo que me gusta llamar ficciones fónicas, una suerte de pliegue entre ficción y teoría (o ficción teórica, para decirlo con Héctor Libertella) donde se daría un materialismo singular que piensa la voz en el pasaje a la letra, en el tras-fondo de lo fónico como materialidad de la lengua. Este materialismo fónico habilitaría ficciones de lenguaje, orígenes fabulados, quiasmos teóricos donde la lengua se presenta como un bloque material, más allá de las significaciones; o, en palabras de Jean-Luc Nancy, como un “bloque o polvo de palabras mineralizadas”, “cosa sosteniéndose sola” como una piedra, como la ondulación estremecida de una superficie por el viento.
La lengua expone su materia como ese inmenso tejido sonoro del que hablaba Roland Barthes. Ahí no se niega el sentido ni se lo afirma como algo que vendrá, simplemente se lo aleja como un espejismo. Las palabras se mineralizan en ese tejido y suspenden la oposición entre lo semántico y lo sonoro, haciendo espacio para ficcionar un materialismo fónico ahí donde la lengua se hace piel mineral sonora, superficie de una materia insumisa compartida por las voces. Pero ¿qué voces, o de quiénes, o de qué? ¿O habrá que indisciplinarse también ante la oposición entre una voz interior (¿humana?) y una voz exterior (¿no-humana?)? ¿No será que por esa vía nos conduciríamos a una zona peligrosamente cercana a cierto esoterismo, o peor aún, a la postulación simple de la mismidad material del sonido? ¿Hacemos bien las preguntas? Claro que no; pero, en la con-fusión de las teorías, la asociación de ideas crece y el débil ruido se sostiene. Recientemente, Jean Andermann convoca la idea de “voz de afuera” de Juan L. Ortiz, mencionada en conversación con Tamara Kamenszain: “nosotros creemos que el ritmo, “la voz”, es totalmente nuestra, pero resulta que también es de afuera. Y nuestra seguridad está dependiendo de ese ritmo. Si los señores universitarios se dieran cuenta de eso…” (yo subrayo). Andermann cita este pasaje en la apertura de su propuesta del trance del mundo, trance dado en el agotamiento de ese horizonte que significaban el mundo y la naturaleza, y que abre las posibilidades de nuevas alianzas, de otras agencias posibles entre humanos y no-humanos en la vibración con-sonante de diversas materialidades. No obstante, subrayar ese “también” en la cita de Ortiz responde a la necesidad de marcar ahí una cuestión importante, acaso una clave que nos permita pensar más allá de las oposiciones, ubicándonos en la insumisión ante las dicotomías. Clave que puede verse en concomitancia con esa “pequeña voz del mundo” que Diana Bellessi con-figura para la poesía, esa voz que sería la voz del mundo en la voz del poema señalando nuestra pertenencia “a la casa de la materia” y “al pequeño pago de la lengua”. Y aquí, las asociaciones se aceleran, estimuladas por un indicio etimológico que leí en el diccionario de Corominas y que solo menciono en su serie: pago, página, país, paisaje. La tierra y la escritura, pienso, y asocio el pago de la lengua, la página de la escritura, el país de la poesía, el paisaje de la voz. Y leo, pero ahora en “Scapeland” de Lyotard: “Paisajes, pagus, esos confines en que las materias se ofrecen en crudo antes de ser domesticadas, se les decía salvajes porque siempre eran, en Europa del norte, forestas. FORIS, afuera”. El ofrecimiento de las materias en crudo, insumisas, se hacen en ese afuera de las forestas que es el afuera de la voz que también es la nuestra. ¿Cómo llegamos acá? Quizá por indisciplina, oyendo obstinadamente la debilidad de un ruido, in-citando su continuación, gracias a las asociaciones. Y donde en Lyotard leemos “foresta”, en Colmont leemos “floresta” (que Corominas remite al francés antiguo forest, selva o monte espeso y frondoso). Dice Colmont en su texto titulado “Vivaques”: “No hablemos; ¿para qué agregar una voz humana a este concierto? Todo cruje, todo chirría, todo se mueve bajo las hojas (…) Y nosotros vamos, atentos, en pleno acuerdo con todos nuestros sentidos con esta vida sorda”. La cuestión aquí no se plantea en términos de cómo decir eso que se experimenta en el escenario con-certado y con-centrado de la floresta, el problema no es lo decible. Más bien, la precaución es la de no agregar sonido a lo sonoro, la de agenciarse a una vida sorda que no lo es por ausencia o negación sino por matiz: a los ruidos sordos de la materia en crudo no agregarle voz, asumir otro modo, acaso un modo en sordina. Y vuelve esta idea en otro texto, “Floresta en otoño”: “No ha muerto todavía tu floresta; ella vive con una vida sorda y escondida”. Esta insistencia en lo sordo por un lado se desvincula de la idea pongeana de la vida muda de las cosas y de la preocupación, por caso, de cómo fabricar un prado en la escritura. Ponge, en La fábrica del prado, proyecta un modo de hacer surgir en la página una escritura del prado, escritura que tenga no solamente esa misma consistencia de alfombra apenas crujiente bajo los pies, de humedad donde sueña la materia, sino también que emerja en la página escrita así como crece un prado, esto es, desde cierto modo propio del surgimiento de la vegetación: por brotes (en el tratamiento de los prefijos y monosílabos), por capilaridad (en la irrigación etimológica de las palabras), por variaciones (en las múltiples rescrituras con mínimos añadidos). Pero, por otro lado, esa vida sorda que se expone en Colmont también se separa de la tipología de voces que Agamben recuerda de Dionisio el Tracio para exponer la compleja cuestión de la articulación de la voz. Cita Agamben en “Experimentum vocis”: “hay voces articuladas y escribibles (engrammatoi); otras inarticuladas y no escribibles como el crepitar del fuego y el fragor de la piedra o de la madera; otras inarticuladas y, sin embargo, escribibles, como las imitaciones de los animales irracionales”. Desde esta clasificación, podríamos decir: la vida de la floresta no es muda pero tampoco sería inarticulada ni sus sonidos serían inescribibles, porque su mundo sonoro es otro, es sordo y ese matiz, en lugar de exponer un oxímoron, lo que hace es situarnos ante la insuficiencia de las clasificaciones. Se trata de una voz otra, insumisa, de afuera y también nuestra, que pide que nada sonoro sea agregado. Si nuestra voz también es la voz de afuera, si hay agenciamiento entre voces, esa vibración que producen las materias dislocan tanto la contemplación mística (muda solamente por saturación denegativa) cuanto la descripción (pretendidamente) objetiva: esta vida sustraída a la mera negación suena en la frontera de lo sonoro y habilita otro tipo de afirmación. La materia en crudo de la f(l)oresta se muestra en la desarticulación de la taxonomía mudo/hablante y al mismo tiempo insubordina el par sordo/sonoro para introducir un matiz inesperado. Lo sordo no pide sonido, ya suena en un modo singular; no niega nuestra voz, la participa de ese afuera que es la foresta y lo hace en sordina, sonoro pero sin estridencias, sin lamentos por lo (in)decible.
Decía Bachelard que en el fondo de la materia crece una vegetación oscura y pensamos con Lyotard esa materia en crudo; y sutilizamos con Colmont el matiz de lo sordo; y evocamos ahora, finalmente, la imagen que Mistral vio: el liquen sordo en el umbral. En el umbral de lo sordo que no se opone a lo sonoro, crece esta imago vocis; y lo hace como un modo de seguir ensayando un materialismo fónico e imaginando una escritura donde las ficciones de la voz toman su parte en la insumisión de la materia.
Referencias bibliográficas
Agamben, G., “Experimentum vocis” en ¿Qué es la filosofía? Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2017.
Anderman, J. Tierras en trance. Arte y naturaleza después del paisaje. Santiago de Chile: Metales pesados, 2018.
Bachelard, G. El agua y los sueños: ensayo sobre la ensoñación de la materia. México: FCE, 2003.
Barthes, R., El susurro del lenguaje. Barcelona, Paidós, 2002.
Bellesi, D., La pequeña voz del mundo, Buenos Aires, Taurus, 2011.
Colmont, M. En la naturaleza. Entre Ríos: EDUNER, 2015.
Lorio, N. “Prólogo. Documentos de polvo y fuego” en Colectiva Materia (coord.). Indisciplina. Estética, política y ontología en la revista Documents. Buenos Aires: RAGIF Ediciones, 2018.
Jakobson, R. La forma sonora de la lengua. México: FCE, 1987.
Malabou, C. La plasticidad en espera. Santiago de Chile: Palinodia, 2010.
Masiello, F. El cuerpo de la voz (poesía, ética y cultura). Rosario, Beatriz Viterbo, 2013.
Mistral, G. Lagar. Santiago de Chile: Universidad Diego Portales, 2011.
Nancy, J-L., Lengua apócrifa, Santiago de Chile, Cuadro de Tiza, 2014.
Ortiz, J-L., Una poesía del futuro. Conversaciones con J-L Ortiz, Buenos Aires, Mansalva, 2008.
Ponge, F. La fábrica del prado en La soñadora materia. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2006.
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Gabriela Milone. Doctora en Letras. Docente de la UNC e investigadora de Conicet (Argentina). Ha publicado Héctor Viel Temperley. EL cuerpo en la experiencia de Dios (ensayo, 2003), Las hijas de la higuera (poesía, 2007), Luz de labio. Ensayos de habla poética (ensayo, 2015), escribir no importa (poesía, 2016).
Imagen: Jimena Aldana (Córdoba), Collages analógico, junio 2019.